martes, 4 de abril de 2023

Humberto García Larralde: Para lo que quedó el comunismo

 

Humberto García Larralde: Para lo que quedó el comunismo

El comunismo como idea, no como doctrina, ha sido idealizado en el mundo occidental a través de la historia. Hunde sus raíces en tradiciones judeocristianas, que evocan comunidades en las que todo o casi todo se poseía en común o, en cualquier caso, era de usufructo común. Vienen a la mente sectas bíblicas como la de los esenios o de las comunidades cristianas primitivas, en las que había una clara proscripción del lucro, del afán por la riqueza, hasta el punto de elevar la pobreza, la sencillez y la humildad en virtudes a ser emuladas. Encontraba justificación en la situación de baja y estancada productividad que caracterizaba a la antigüedad, en la cual la mejora visible en las condiciones de vida de alguien era necesariamente a expensas de las de otros. Sustentaba un criterio de justicia que abominaba de las diferencias de riqueza. La solidaridad y la comunión de propósitos eran imperativos de sobrevivencia en tales condiciones, y se expresaban en la forma de hábitos y normas de convivencia estrictas, que debían ser observadas por todos sus integrantes. Con base en éstas se asentaron códigos morales severos –los 10 mandamientos, por ejemplo—amparados en creencias religiosas, que intimaban a que fuesen cumplidos, so pena de castigo divino.

Estas posturas “moralmente superiores”, conforme al tamiz a través del cual solemos formular nuestra memoria histórica, se convirtieron en mitos. Alimentaron una especie de nostalgia romántica, una reverencia por una supuesta época de oro de la humanidad en la que no existía la maldad ni el egoísmo, sino una comunidad hermanada en torno a la noble prosecución del bien común. Quedaba oculto, sin embargo, la emergencia de un poder indiscutible de la casta sacerdotal y/o de ancianos venerables, bajo cuya férrea tutela se aseguraba la necesaria cohesión social y política. Fueron los encargados de resguardar la comunidad de las tentaciones corruptoras a las que sucumbieron aquellas comunidades disolutas, mencionadas con reprobación por la biblia, por no adorar al Dios único. Esta vigilancia estricta por impedir el descarrío de sus ovejas hace brotar la semilla de las sociedades totalitarias, en las cuales la salvación –sea material o espiritual—pende de la observación celosa de una verdad única. La libertad sólo tendría sentido para hacer realidad la voluntad del Señor. Fidel Castro lo recogería milenios más tarde a su manera: “Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada”.

Episodios variados de reclamo social a lo largo de los siglos contribuyeron también a alimentar la noción positiva de comunismo. Como sabemos, fue bandera de lucha de Marx y Engels, quienes elaboraron una teoría del cambio social impulsado por la lucha de clases entre explotadores y explotados, que culminaba con la liberación definitiva de las clases trabajadoras por la revolución socialista, bajo la conducción victoriosa del proletariado. Al liberar a las fuerzas productivas de sus férulas capitalistas, se creaban las bases para arribar a un estadio de abundancia que podía sustentar aquello de, “de cada quien, según sus capacidades, a cada quien, según sus necesidades”. Marx habría dado con el razonamiento científico para retornar a tan ansiada época de oro, pero ya no en las condiciones de pobreza que forzaron al comunismo primitivo (Engels dixit), sino como un estadio de prosperidad, liberando a la humanidad de toda penuria material. Al cerrarse el círculo, como señaló Mircea Eliade, el mito comunista recogía “la esperanza escatológica judeocristiana de un fin absoluto de la Historia”[1].

Como demostró nuestro recordado profesor y amigo, Emeterio Gómez, la doctrina de Marx no era ciencia sino ideología. Pero, con la consolidación del poder bolchevique en Rusia, Stalin la codificó con aportes de Lenin para construir un credo legitimador de autocracias –el marxismo-leninismo– que, en nombre de tan glorioso destino, sometió a más de la cuarta parte de la población mundial en distintos países a las más oprobiosas dictaduras bajo el control férreo de los guardianes de esa fe, es decir, del partido comunista. No sólo negaba las libertades más básicas, sino que también condenó a sus residentes a penurias económicas inaceptables en los países a los que, pretendidamente, el socialismo iba a superar. Sobrevive todavía con la tiranía dinástica hambreadora de los Kim en Corea del norte. Y, en aquellos países que visiblemente abandonaron todo intento de “construir el socialismo” a la vieja usanza, como China y Vietnam, justifica el poder totalitario del partido comunista, paradójicamente, órgano de una dictadura del proletariado cuya razón de ser es asegurar la inexorable transformación socialista. Por estos lares, muchas de sus categorías y clichés sobrevivieron como constructos retóricos en boca de líderes “revolucionarios” redentores.

Pero, aún con fracasos tan visibles, la idea de sobreponer lo colectivo a las apetencias individualistas (por descarte, egoístas) en la prosecución del bien común se perpetuó como objetivo loable. Una digresión permite asentar mi conformidad con el hecho de que, en muchas instancias o situaciones, debe privilegiarse la prosecución del interés colectivo. Para ello están las organizaciones sociales –gremios, sindicatos, asociaciones—constituidos a partir de los intereses comunes de sus afiliados, que buscan hacerlos avanzar. Están también los procesos legislativos que, en sintonía con el electorado que representan, aprueban normas que acotan la prosecución ilimitada del beneficio para financiar al Estado con el cobro de impuestos, o para defender los derechos de minorías, luchar contra el cambio climático, etc., en fin, para asegurar la convivencia digna y pacífica entre pobladores, conforme a cánones aceptados de justicia social. La provisión adecuada de bienes públicos es consustancial a ello.

Dicho lo anterior, lo que es inadmisible es la pretensión de minorías, armadas de clichés y categorías heredadas de la mitología comunista, de arrogarse la representación de intereses superiores para imponer a la fuerza normas opresivas, castrantes de la creatividad y de la libertad. Obviamente, esto involucra también a otros credos. De ahí las teocracias totalitarias, hoy de inspiración islamista, pero en el pasado, inquisitorialmente cristianas. Evoca, además, lo señalado por Raymond Aron hace casi 80 años, al describir al comunismo como religión de Estado, “opio de los intelectuales”.

Hoy sorprende la pervivencia de resabios comunistoides para justificar abominaciones que, en sus orígenes, prometía superar “para siempre”. Aún más insólito es su provecho para exhibir posturas de supuesta superioridad moral, con la cual descalificar toda crítica a sus autores. Es el caso de la dictadura militar, semi-dinástica, en Cuba, corrompida hasta los tuétanos por tantos años de disfrute del poder absoluto. En Venezuela, mezclado con posturas patrioteras y militaristas, todavía se asoman como mampara para absolver el cruel saqueo de la nación, que ha condenado a sus residentes a penurias desconocidas desde que se inició la explotación petrolera. En nombre de un antiimperialismo que, no obstante, aplaude la invasión de Putin a Ucrania y se entrega a los cubanos, los “revolucionarios” de hoy justifican los sueldos de hambre que impiden una vida mínimamente digna de las mayorías, culpando a las sanciones. En tal impostura se cobijan, asimismo, las bandas guerrilleras vecinas que viven del tráfico de drogas y del secuestro. Pero, ante las narices de Maduro, su protector, estalla el escándalo del descomunal desfalco a PdVSA extendida, por ahora, a empresas básicas de Guayana. Y todavía esgrimen primacía moral, ¡alardeando que nadie como ellos ha luchado tanto contra la corrupción!

La pretendida supremacía moral que acompaña una retórica que todavía pretende hacerse pasar como expresión de los mejores destinos de la humanidad, sirve de blindaje contra todo exhorto de rectificación. Cuando gánsteres como Daniel Ortega, abocado a superar en sus desmanes y atropellos a la dictadura de Somoza contra la cual insurgió, se ampara en esos postulados comunistoides, no puede quedar duda alguna de que, independientemente de sus propósitos iniciales, hoy han pasado a justificar los regímenes más atrasados, retrógradas e injustos del mundo actual.

Sirvan estas reflexiones como un modesto mea culpa de quien, junto a muchos de mi generación, se dejó envolver, en sus años mozos, por los espejismos de lo que resultó ser tan funesto proyecto.

[1] Mito y Realidad, Labor / Punto Omega, Barcelona.

Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com

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