viernes, 5 de mayo de 2023

Me pregunto qué habrá sido de él

 

Me pregunto qué habrá sido de él

semana de nos, MAY 03, 2023

En la Casa de Madera de El Peñón, atendiendo pacientes con enfermedades mentales, mientras cursaba el postgrado en psiquiatría, Erika Flores se sentía afortunada porque aprendía mucho sobre la condición humana. Y eso ya era así antes de que un paciente esquizofrénico le ofreciera fortuna. No dejó de pensar en él, ni en ese momento, ni ahora, casi 15 años después.

Conocí a Octavio* cuando él tenía poco más de 50 años. Siempre llevaba consigo unos cartones sucios con los que se sentaba en cualquier lugar, desde los asientos forrados en cerámica italiana de la Casa de Madera, en el Hospital Centro de Salud Mental del Este, “El Peñón”, hasta en el suelo de Petare. Lo atendí mientras hacía el postgrado de psiquiatría.

Era fuerte, alto, de pelo abundante, canoso y descuidado. Siempre vestía de traje, aunque rara vez de su talla. Su ropa solía verse sucia y raída. Tenía una voz gruesa, como de locutor desgastado. Parecía un galán de telenovela vieja, con una historia maltrecha.

Era la primera semana de enero de 2009, fecha en la que iniciaba la pasantía de consulta externa y llegaban todos los pacientes que “heredábamos” de los años anteriores. Cada residente atendía alrededor de 15 cada tarde. Era difícil memorizar quién era quién, pero tendríamos el resto del año para ir conociendo a cada uno.

Desde el principio noté la familiaridad de Octavio con el hospital y con los otros pacientes. Era claro que tenía años acudiendo. Su historia médica era una carpeta gruesa, llena de hojas amarillas, con olor a humedad y desgastada por el tiempo. No podía detenerme a revisar al detalle toda la información que contenía. Para eso estaba el resumen de caso que nos dejaba el residente saliente, en donde se precisaba la información mínima necesaria. Su diagnóstico, como el de muchos, era esquizofrenia paranoide. El objetivo de la consulta era hacer un control farmacológico: chequear sus síntomas y darle los medicamentos para evitar un brote de agresividad y de psicosis.


Siempre venía solo. Se sentaba sobre los cartones que lo acompañaban, y lo hacía sobre los asientos que bordeaban el jardín. Desde allí veía todo lo que pasaba alrededor, mientras interactuaba con los demás. Nunca sonreía. Hablaba con los otros pacientes y con el personal como si los regañara. Algunos lo trataban con respeto o miedo, otros con desdén. Recuerdo escuchar a personas decirle:

—De nuevo vienes fuera de cita, hoy no te van a atender.

Y él les respondía, muy molesto, que lo dejaran en paz, que había venido porque le daba la gana. Después se calmaba.

Yo sabía que no podía confiarme del todo en pacientes con riesgo de tornarse agresivos. Y con Octavio tenía cierto temor de hacerlo pasar al consultorio. Sin embargo, me tranquilizaba ver cómo podía autorregularse después de que se alteraba. Además, en su historia no reportaban ninguna crisis de agresividad reciente.

Entonces lo hacía pasar.

Aquel hombre malhumorado entraba calmado, se sentaba en la silla, se encorvaba hacia adelante, juntaba sus manos y me hablaba con tranquilidad. Era distinto del ser intimidante que veía afuera. Parecía que aquella mirada severa no le perteneciera.

Como venía solo, no le podía preguntar a sus familiares sobre su día a día. Tenía que confiar en lo que me decía y en mi observación. Le preguntaba, como a los demás, si se tomaba las pastillas, si estaba durmiendo adecuadamente. Chequeaba su percepción y la conexión con la realidad, mientras observaba su conducta y cómo respondía a mis preguntas.

Con frecuencia usaba frases cortas, casi monosílabos. “Duermo bien”, “Me tomo los medicamentos”. Me hacía dudar de si era una actitud obediente, o era que no tenía suficiente lenguaje por falta de estimulación, o por deterioro. Otras veces se extendía y hablaba con elocuencia. Pensaba entonces que sí tenía capacidades, y que a pesar de su edad podían desarrollarse.

Por alguna razón Octavio me recordaba al mismo Hospital El Peñón.

Antes de visitarlo solo sabía que era un hospital psiquiátrico, pero no me había detenido a pensar cómo sería. Cuando me asignaron a esa sede por el postgrado, me sorprendió encontrarme con un lugar muy diferente a lo que solíamos ver en un hospital en 2008: los espacios eran abiertos, en plantas bajas rodeados de naturaleza; los médicos no usaban bata; la relación entre el personal de salud, el administrativo y los pacientes era horizontal y cercana. Era un lugar lleno de mucha historia. Fue una hacienda de Marcos Pérez Jiménez y, por su arquitectura, lo declararon Patrimonio Histórico de la Nación.

En El Peñón el ambiente vibraba. Había mucho movimiento. Venían pacientes de todas partes de la ciudad y del país. Los profesores pertenecían a diferentes corrientes clínicas y psicoanalíticas. Aparte del postgrado de psiquiatría, también estaba el de psicología clínica. Compartíamos con estudiantes de terapia ocupacional, del pregrado de psicología de varias universidades y éramos parte de reuniones de escuelas de psicoanálisis. Era como recibir visitas. Los residentes éramos sus anfitriones, y yo muy orgullosa mostraba el hospital que sentía como mi casa.

Durante el postgrado, rotábamos por todos los servicios. La pasantía de consulta externa era en la Casa de Madera. Ese era el punto de entrada para los pacientes al hospital y la zona de mayor actividad asistencial.


A pesar del poco tiempo que tenía para hablar con ellos, trataba de dedicar unos minutos para saber sobre sus vidas. Eso me ayudaba a conocer su lado humano y entender qué los había llevado hasta allí. Entre una consulta y otra, mientras llegaba el siguiente, me asomaba a la puerta de mi consultorio para ver un poquito de todo lo que pasaba afuera. Era muy grato ver cómo los jardines se convertían en el lugar de encuentro de pacientes con sus familiares y el personal de salud. Unos con sus risas, expresiones bulliciosas y exageradas. Otros apartándose del alboroto por temor de los demás, o por no poder disfrutar de nada ni de nadie por su estado de ánimo. Mientras, otros caminaban por aquel gran espacio para bajar la ansiedad. Tener la oportunidad de observar todo ese contraste al mismo tiempo y en el mismo lugar, era un privilegio de aprendizaje sobre la condición humana.

Sin embargo, quienes tenían más tiempo trabajando allí nos alertaban que estábamos viendo un hospital que no era como en sus inicios. Se atendían menos pacientes y los que llegaban se iban con menos medicamentos. Había menos profesores que antes. Los sueldos no alcanzaban. Se hacían pocas investigaciones. Varios servicios habían cerrado por problemas de mantenimiento. La emblemática Casa de Madera era consumida por las termitas. Nos advertían que había que tener cuidado por donde caminar, porque se podía abrir un boquete en la madera carcomida del suelo. A pesar de que veíamos una sombra de lo que había sido, me seguía pareciendo una fortuna estar allí. Me sentía parte de la historia de la psiquiatría venezolana. Los profesores atendían el postgrado con dedicación. Tenía un grupo de compañeros muy dispuestos a estudiar y a ayudarnos entre nosotros. Los pacientes, nuestros verdaderos maestros, nos enriquecían con su experiencia y agradecían nuestra atención.

Pasados unos meses, cuando ya conocía mejor a Octavio, empezó a contarme que su papá era el dueño de un gran negocio, y que él vivía en uno de sus locales comerciales. Allí tenían empleados y mucha comida. Era evidente que eso no correspondía con la realidad. Yo le sonreía y le seguía la corriente, mientras le escribía los récipes. En una consulta, Octavio me pidió:

—Doctora, anote su número de cuenta bancaria en este papel.

—¿Y para qué lo quieres? —le pregunté, entre incrédula y curiosa, mientras le firmaba sus indicaciones.

—Es porque mi papá le quiere transferir nuestra herencia. Él tiene mucho dinero y se lo quiere dar a usted para que me lo administre.

De nuevo me hacía pensar en su desfase con la realidad. Me quedé pensando si debía preocuparme, o si lo dejaba seguir viviendo en esa vida, que estaba solo en su mente. Decidí, otra vez, seguirle la corriente.

A partir de ese momento, y en cada nueva consulta, Octavio persistió en su petición. Su papá y él querían dejarme toda su herencia para que se las administrara.

Trataba de entender qué me quería decir con esto, cuál era su verdadera petición, pero él solo me pedía que le escribiera mi número de cuenta. Me llevaba a pensar en la incongruencia entre lo harapiento que lucía y lo millonario que decía ser; o entre lo receloso que siempre estaba y el gesto de confianza que depositaba en mí.

Con la duda en mente, un día aparté la carpeta de Octavio: la dejé de última para dedicarle mi atención.

Leí su historia desde el principio. Empezó a asistir al hospital siendo un niño de 6 años, en la época de oro de El Peñón, cuando aún no había termitas en la Casa de Madera y el hospital funcionaba. Su caso había sido estudiado con dedicación y fue asistido por un amplio equipo de psiquiatras, psicólogos y trabajadores sociales. Su padre, en un brote psicótico, había asesinado a su mamá y prendido fuego a su casa delante de sus hijos, entre ellos Octavio. Ambos padres murieron, pero sus hermanos y él fueron rescatados y llevados a servicios sociales.

La única trabajadora social de esa época que quedaba en el hospital, me contó que cuando aún se hacían visitas domiciliarias para asistir a los pacientes, conoció el local comercial del que Octavio siempre me hablaba. Era una panadería, y él vivía en la acera del frente. Los cartones que siempre llevaba eran su casa. 


A partir de ese momento no volví a ver a Octavio de la misma forma. Me sorprendió encontrar esa historia tan dolorosa en aquel hombre de aspecto endurecido. En el patio del hospital inspiraba respeto y miedo. En la intimidad del consultorio empecé a entender que su gesto al sentarse era de súplica. Agradecía los minutos extras que le brindaba. Necesitaba a alguien en quien depositar su confianza y que lo ayudara a gestionar tanta historia de dolor.

Seguí atendiendo a Octavio una vez al mes, como de costumbre. En cada ocasión, volvía a mencionar a su herencia y a su padre, quien seguía vivo en su mente. Él negaba la realidad, por lo menos cuando hablaba conmigo.

Su esquizofrenia paranoide se podía explicar por razones genéticas, herencia de su padre, o también por lo que había vivido. Una parte de él se ocupaba de su salud, acudía al hospital con frecuencia, pedía sus medicamentos, buscaba ayuda, tenía capacidades; pero la otra parte distorsionaba su historia.

En su infancia tuvo acceso a una atención digna. Pero, ¿y ahora? ¿Qué atención recibiría? ¿Cuál sería su futuro? Además, ese tipo de tragedia seguía sucediendo y ya el hospital no contaba con la cantidad de servicios y especialistas que recibieron a Octavio siendo niño.

Quizá, de haber tenido más tiempo y recursos, hubiéramos podido desentrañar los vericuetos de su historia. Pero mi pasantía en la consulta externa terminó.

Yo continué mi formación como psiquiatra en otras zonas del hospital. Cuando volvía a la Casa de Madera seguía viendo a Octavio por los jardines, llegando sin cita y a deshoras, vistiendo harapos, hablando con los demás. Me saludaba como siempre, entre cariño y regaño. Lo veía sentarse con sus cartones sucios, en los asientos de cerámica que Pérez Jiménez hizo traer de Italia para una casa que antes era lujosa, pero que ahora se la estaba comiendo la polilla.

El hospital también continuó su deterioro. Renunciaron residentes y especialistas. Entre los bajos sueldos y las rivalidades internas salían disparados. El postgrado había cerrado por falta de profesores. Ya no había residentes que pudieran atender el grueso del trabajo. Quedaba poco personal asistencial y administrativo. Hubo robos dentro de las instalaciones. En ese entonces aún había transporte público para acceder al hospital, e incluso una calle para transitar. Los pacientes todavía podían llegar, pero se iban sin medicamentos. Al menos, se podían llevar los mangos, mamones o pomarrosas del jardín.

En 2015 la violencia me alcanzó a mí. Una paciente agresiva me embistió. Fallaron los protocolos de seguridad, lo que propició el ataque. Mi salud se vio afectada. Era difícil confiar en un hospital que ya ni siquiera podía cuidar a los suyos. En ese momento debí ocuparme en recuperar mi salud, así que me alejé.

Volví dos años después por razones administrativas. Varios servicios habían cerrado por deslizamiento de tierra, y esperaban reparaciones. El moho y la maleza se ocuparon de hacer su trabajo. La Casa de Madera quedó desconectada del resto de los servicios, porque la carretera que los une se derrumbó. También se abrieron boquetes en el suelo. Para evitar que cayeran personas, colocaron adentro las sillas que antes servían para recibir a los pacientes.

Este es el 8vo año desde que dejé de trabajar en El Peñón. Muchos piensan que el hospital finalmente cerró, pero sé que aún hay personas trabajando allí, atendiendo como pueden, con lo mínimo. De Octavio no supe nada más. Me pregunto qué habrá sido de él. Si aún vive o no. Si ha podido valerse de las capacidades que sé que tiene. O tendrá que conformarse con una vida sobre unos cartones sucios en el suelo, frente a una panadería que no es suya. O, tal vez, aún encuentra refugio en lo poco que queda del hospital y de la Casa de Madera.

*Octavio no es su nombre real. La autora lo usa para proteger la identidad del paciente.

el aula e-nosEsta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.

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