UN EDITORIAL DE EL NACIONAL
SOBRE LA MIGRACIÓN
“Huída y regreso al infierno” fue el título del editorial de El Nacional publicado el 1de mayo de
2020, que por su importancia documental se reproduce íntegro a continuación:
-En 2016, comenzó a extenderse el cada vez más terrible y complejo
fenómeno social venezolano, que ha consistido —y consiste— en huir del país.
Con el paso de los días, las semanas y los meses, la huida se masificó. Creció
de forma extraordinaria en los años siguientes, hasta que en 2018 adquirió las
proporciones de problema continental, que ha exigido —y exige todavía— la
movilización de autoridades, gobiernos, organizaciones no gubernamentales y
organismos multilaterales. En varios artículos me he referido a esta cuestión.
A comienzos de 2019 estuve en Cúcuta (capital del Departamento Norte de
Santander), ciudad frontera del oeste de Colombia, y pude ver a miles de
venezolanos en condición de refugiados, escuchar los testimonios de unos pocos,
y comprender la magnitud del dolor y la incertidumbre que envolvían sus vidas.
La
primera cuestión que quiero recordar aquí es que alrededor de 4 millones de
personas huyeron de Venezuela en un período de unos cinco años. Huyeron ante lo
que entendieron como peligros inminentes: el hambre en constante crecimiento;
el espacio público en manos de grupos armados; el colapso sostenido de los
servicios públicos —especialmente la energía eléctrica y el agua potable; la
liquidación de empresas y la desaparición de fuentes de empleo; la
aniquilación, en la realidad, de los servicios hospitalarios y de atención
primaria. Huían, por la razón primordial que se huye de las dictaduras, las
guerras y las catástrofes: para salvar la vida.
Un
porcentaje, menor a 8%, lo hizo por vía aérea, atendiendo a una mínima
planificación. Más de 90% salió por las fronteras, en buses, arremolinados en
camiones, en bicicletas o emprendiendo largas y penosas marchas a pie. Personas
solas —especialmente jóvenes—, parejas de todas las edades y hasta familias con
niños y bebés, tomaron el riesgo incalculable de cruzar la peligrosísima
frontera de Venezuela y Colombia, o la también riesgosa frontera de Venezuela y
Brasil, buscando sobrevivir.
Se
cuentan por cientos de miles —léase bien, cientos de miles— las personas que
huyeron sin un destino al que dirigirse. Que a veces no tenían más referencia
que el nombre de un pueblo o una ciudad en Perú, Colombia, Ecuador o Brasil. No
más que eso. O que habían escuchado de algún vecino, que tenía un familiar en
tal parte. Y nada más. Huían sin un centavo en los bolsillos, sin ninguna
perspectiva concreta de trabajo, sin un lugar donde dormir, sin información o
idea de cuál sería el punto en el que finalmente se establecerían.
Literalmente, sin nada, salvo ese voluntarismo tan poderoso que consiste en
sobrevivir.
A
lo largo de estos años, no ha habido un día en el que los venezolanos que
huyeron no hayan sido fuente de noticias. Para los gobiernos de varios países,
mencionaré aquí los de Colombia, Brasil, Ecuador, Perú, Chile, Bolivia y
Panamá, pero también otros, el torrente venezolano ha exigido invertir recursos
de toda índole, para atender la emergencia. En la respuesta de las autoridades
de la región latinoamericana ha predominado la solidaridad activa, a pesar del
costo político que ello ha supuesto.
De
distintas partes del mundo, no solo de América Latina, han surgido
informaciones que hablan de sorprendentes emprendimientos, de indiscutibles
demostraciones de talento, de proyectos que han logrado posicionarse en la
producción, los servicios, lo académico o lo cultural. Pero no es todo. También
ha ocurrido, especialmente en algunas ciudades de Colombia, Ecuador y Perú, que
venezolanos han participado en delitos y acciones criminales. Algunos de estos
hechos han sido el producto de una violencia atroz. Esa criminalidad extrema ha
sido un factor clave, no lo podemos negar, que ha contribuido a despertar
ciertas lamentables expresiones de xenofobia, que es también un tema que
merecería una mayor atención de parte de los gobiernos, pero también de
entidades como la Cepal, con capacidad de producir un diagnóstico sobre este
candente asunto, en el ámbito de toda la región.
Así
las cosas, la irrupción de la pandemia ha significado para cientos de miles de
compatriotas, que habían logrado establecerse de algún modo en decenas de
países —con sacrificios, aceptando empleos precarios, viviendo en condiciones
de enorme dificultad—, nada menos que la obligación de regresar a Venezuela,
toda vez que la debacle económica que ha desatado el covid-19, hace inviable,
insostenible, la posibilidad de mantenerse en los países a los que huyeron.
Puesto que la crisis económica tiene un carácter planetario, no queda otra
alternativa que volver al propio país.
Un
capítulo que merece la mayor atención de los lectores es la nueva ruta de
padecimientos que están sufriendo miles y miles de venezolanos que, sin
recursos, sin ahorros, sin apoyo de ningún ente, están obligados a regresar a
Venezuela, y que no encuentran cómo hacerlo. Muchos están en condiciones de
hambre y en la calle, especialmente en América Latina. Compatriotas durmiendo
en las calles, apostados en las puertas de alguna embajada, en esperas sin
final previsible en terminales de buses o afrontando los peligros de nuevas
caminatas, son las nuevas escenas que nos están proveyendo los medios de
comunicación.
Como
lo advertí en mi artículo del domingo pasado, Venezuela se ha convertido en un
territorio que se han repartido centenares de bandas de delincuentes, en su
mayoría bandas armadas. En eso consiste la tragedia que deben afrontar los
cientos de miles que ya han comenzado a regresar: que no regresarán a una
nación, sino al infierno del socialismo del siglo XXI, ahora mismo en una
situación mucho peor que cuando se marcharon.
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