75 años del mítico 1948, por Humberto Villasmil Prieto
Twitter: @hvmcbo57
“… La vida es una composición musical que ejecutamos
acaso sin conocer la música. No tenemos partitura.
La partitura solo se comprende después,
cuando la música ya ha sido interpretada…”.
(Antonio Tabucchi. Autobiografías ajenas)..
Decía Eliot que todo tiempo está contenido en un instante. Eric Hobsbawm hablaba de los siglos largos y de los siglos cortos. Entre el instante y los siglos hay años en que pareciera que todo sucedió; doce meses que encapsularon toda una época. Este escribano que no tiene esas luces y menos esa ciencia hablaría de años míticos, como 1948.
Soy de una generación que escuchó decir que los años 80 habían sido una década perdida y me pregunto si aquello no habría resultado al final un juicio benevolente en vista de lo que estamos viviendo: «El espectáculo ha sustituido a las ideas, la representación a la política, la televisión a los programas y el Twitter a los debates. Cualquiera puede convertirse en un líder de la opinión pública si su discurso es suficientemente vacío y opaco, aparente paradoja del reino de lo mediático» (Pedro Cuartango, La traición de los intelectuales. Apud, Elogio de la quietud, Edit. Circulo de Tiza 1ª. edic 2020).
La política había sustituido al destino en el Siglo XX, decía André Malraux. Siglo cruento, el pasado, que nos trajo dos guerras mundiales, pero también –desde 1945 y hasta 1975– lo que Jean Forastié llamara Les trente glorieuses ou la Révolution Invisible. En medio de ese tiempo, ningún otro año como 1948 subsume toda una era. Entraba en vigor el Plan Marshall y se fundaba el Estado de Israel; en octubre, un golpe de estado comandado por Manuel A. Odría derroca al presidente peruano José Luis Bustamante y Rivero.
En Abril de ese año, la IX Conferencia Internacional Americana (Bogotá, 1948) que sesionaba en medio de aquella tragedia que conmovió a Colombia y a la América toda como fue El Bogotazo –desatado a raíz del asesinato, en pleno centro de la ciudad, del líder liberal y fino penalista que fue Jorge Eliécer Gaitán– adoptaba la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y la Carta de la OEA: nacía así el Sistema Interamericano.
Pero fue aquel un año especialmente significativo para el Derecho Internacional del Trabajo. En julio de 1948, se adoptaba el Convenio sobre la libertad sindical y la protección del derecho de sindicación, 1948 (núm. 87), el tratado internacional más importante surgido de esa organización para la tutela de uno de los derechos fundamentales. Un año después, se adoptaba el Convenio sobre el derecho de sindicación y de negociación colectiva, 1949 (núm. 98), el otro convenio fundamental que la OIT le dedicara al núcleo del derecho humano fundamental de la libertad sindical. Como en otra parte este escribano apuntaba, “[e]l Convenio 87 y el Convenio sobre el derecho de sindicación y de negociación colectiva, 1949 (núm.98) fueron la expresión de un vértice histórico donde confluyeron tendencias y circunstancias que quizás no se repitieron hasta ahora” y que no se repetirán, diría ahora.
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Ambos instrumentos se adoptaban en un momento en que el mundo restañaba las heridas de la Segunda Guerra Mundial (IIGM); intentaba estimular que los trabajadores del orbe se organizaran y que negociaran colectivamente y procuraba darles un marco institucional a su participación como actores determinantes de un modelo democrático de relaciones laborales.
Si se repara en que la Declaración Americana y la Carta de la OEA fueron anteriores al Convenio 87 sobre la libertad sindical y más aún a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de diciembre de 1948, es obvio que, al menos esta vez, América llegó primero.
La IIGM había terminado tres años antes e irrumpían los derechos humanos, lo más prístino que daba de si el nuevo orden que se levantaba desde 1945, ese orden que cada día y a paso firme se derrumba ante nuestros ojos. Iniciaba el tiempo de los derechos, época que inspirara aquel célebre libro de Norberto Bobbio, L’età dei diritti, que se publicó en 1991.
En el Caribe no dejaron de pasar cosas relevantes aquel 1948: en Puerto Rico, la Isla del encanto, donde este escribano pasara algunos años de su infancia, se adoptaba la Ley Núm. 379 del 15 de mayo que fijaba la jornada de trabajo en 8 horas.
Entre nosotros y en virtud de la Constitución de 1947 que por primera vez permitió a los venezolanos la elección del presidente de la república por voto universal, directo y secreto, en febrero de aquel año se juramentaba Rómulo Gallegos quien pocos meses después –el infausto 24 de noviembre– fue eyectado del poder por un golpe militar y puesto en camino del exilio con una primera escala en La Habana y destino definitivo en la Ciudad de México.
En la Tiquicia de mis amores, el 12 de marzo de aquel año, en la finca La Lucha, situada en las montañas al sur de la capital, José Figueres Ferrer, Don Pepe –el único que en el Caribe y Centroamérica no requiere de otra identificación– se levantó en armas contra el gobierno a raíz de la anulación de las elecciones del 8 de febrero de ese mismo año. Estallaba la guerra civil en Costa Rica que se resolvió a la tica y, si bien con saldo trágico de unos 2000 muertos, no duró más de 40 días, saldándose con el Pacto de la Embajada de México de San José del 19 de abril de 1948, un acuerdo que preservó las garantías sociales de 1943, a no dudarlo, la llave maestra que explica la admirable estabilidad política de ese pequeño gran país centro americano en su historia contemporánea. La Junta Fundadora de la Segunda República que asumió el poder entre mayo de 1948 y noviembre de 1949 «abolió el ejército, una medida que cerró la vía a cualquier militarización futura» (Historia de Costa Rica, Iván Molina y Steven Palmer, Edit. Universidad de Costas Rica, 2000, p. 80).
Mucho más podría decirse de aquel año mítico pero las limitaciones de espacio no me lo permiten.
La prensa de estos días pasados traía la noticia del fallecimiento de Esteban Volkov, el nieto de León Trotsky quien falleciera en la Ciudad de México a los 97 años. En un artículo de Bernardo Marín publicado en la edición de El País de Madrid del 19 de junio pasado (El niño que sobrevivió a Stalin) se decía de él que fue «un hombre que vivió para contar una historia». Narra el periodista el diálogo con Volkov el día que le conoció recordando lo que éste le dijera: «Sin memoria, no hay futuro». Cuando uno se encuentra de súbito con una frase que le interpreta tan cabalmente, nada más cabe decir.
Humberto Villasmil Prieto es abogado laboralista venezolano, profesor de la Facultad de Derecho de la UCV, profesor de la UCAB. Miembro de número de la Academia Iberoamericana de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Soc.
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