La guerra que le ganamos a Cuba
“¿Hay una resistencia discursiva para admitir la guerra contra Cuba y también la victoria obtenida? Hasta pudiera decirse que tal victoria, en lugar de avivar sentimientos nacionalistas, produce bochorno. ¿Por qué la dejadez historiográfica para señalar la gravedad de aquellos hechos, lo cual terminó por producir una rara paradoja: el triunfó del discurso de los vencidos sobre el relato de los vencedores?”.
El libro del profesor Fernando Falcón, “Machurucuto 1967, la guerra que ganamos a Cuba”1 es un texto cargado de sugerencias para un debate actual. Al leer sus páginas uno ve confirmado aquél viejo principio expuesto por Lucien Goldman: “Lo que buscamos en el conocimiento del pasado es lo mismo que buscamos en el conocimiento de los hombres contemporáneos. Son… las actitudes fundamentales de los individuos y los grupos humanos, hacia los valores, la comunidad y el universo”2.
Lo anterior le atribuye un contenido práctico a la labor del historiador pues confiere lo que José Ferrater Mora llamaría el sentido de la historia. ¿Y cómo no va a tener sentido la lectura de un texto en el cual se nos muestra el esfuerzo republicano desatado años atrás, frente a un invasor que hoy aparece aliado con quienes destruyeron el país? Y por la misma razón, resulta inevitable preguntarse desde el aquí y el ahora: si le ganamos la guerra a Cuba, ¿qué debió ocurrir en los años sucesivos para que nuestra flamante República de Venezuela se convirtiera en un remedo de país sub-bananero, socialista a la cubana, para mayor vergüenza?
Hasta para hallarle el sin sentido a nuestro proceso político reciente, nos resulta de gran interés la lectura de esta obra. Visto en la perspectiva de Goldmann, el trabajo del profesor Falcón se nos presenta irremisiblemente cargado de avisos. Señales que nos compelen a formularnos nuevas interrogantes colindantes con el presente y su conexión con el pasado mediato e inmediato.
Se trata de una historia viva, arropada con el presente. Si el buen maestro es quien logra despertar interés e interrogantes entre sus alumnos, esto mismo pudiera aplicarse al trabajo del profesor Falcón. Nos conduce a la formulación de interrogantes y a la reinterpretación de tiempos vividos. La carga de preguntas, avisos y señales empiezan desde el propio título. ¿Tuvimos una guerra con Cuba? ¡Me desayuno! Diría un lector poco avisado o desinteresado por el pasado reciente.
Pero también podría argumentarse siguiendo a Manuel Caballero en su bien documentada afirmación: “en el año 1903 estalla la paz en Venezuela”3. Afirmación que permite describir el siglo XX venezolano como una época esencialmente pacífica, sin guerras que valga la pena considerar como tales. De este modo el título colide con un paradigma que ha logrado echar raíces: los venezolanos dejamos la guerra atrás, cuando los políticos se bajaron del caballo. La política se hizo urbana. El campo y el hombre rural habrían perdido su influjo en el acontecer nacional.
Pero en su descargo, el profesor Falcón ofrece una copiosa batería de información que incluye documentación no publicada hasta años recientes. Si bien la guerra que se relata no fue del tipo convencional, eso no niega su ocurrencia. Tuvimos una “guerra irregular, limitada… de baja intensidad, asimétrica… etc.”. Y si tales definiciones no logran convencer a quien no desea ver máculas bélicas en nuestro pacífico siglo XX, el libro en cuestión nos trae una contundente cita de Jorge Olavarría:
“La guerra de la cual se debe hablar hoy es la guerra que hoy se hace y la guerra que hoy se hace es la guerra que Fidel Castro nos hace a nosotros” (Cámara de Diputados, 15 de mayo de 1967).
No se trata de imponer un argumento fundado en la autoridad de algún actor de la época. Se trata de ubicar el tipo de guerra desatada por la psicopatía de un Fidel Castro o el Che Guevara, empeñados en crear “uno, dos, tres… muchos Vietnam”, como quien produce chorizos carupaneros.
Pero, si admitir la ocurrencia de una guerra en el siglo XX venezolano implica una revisión de paradigmas, las consecuencias de afirmar una victoria sobre el invasor cubano entrañan un verdadero nudo histórico nada fácil para desatar. Recordemos nuevamente a Goldmann: “Lo que buscamos en el conocimiento del pasado es lo mismo que buscamos en el conocimiento de los hombres contemporáneos”. El pasado visto desde el presente.
Aunque el profesor Falcón no se lo haya propuesto, la lectura de su obra nos impulsa a formularnos preguntas lacerantes: ¿Hay una resistencia discursiva para admitir la guerra contra Cuba y también la victoria obtenida? Hasta pudiera decirse que tal victoria, en lugar de avivar sentimientos nacionalistas, produce bochorno. Ni hablar de alguna inspiración patriótica, antigualla ofensiva para un país “demasiado moderno y avispa’o”. ¿Por qué la dejadez historiográfica para señalar la gravedad de aquellos hechos, lo cual terminó por producir una rara paradoja: el triunfó del discurso de los vencidos sobre el relato de los vencedores? Es que somos demasiado originales, al punto que “corregimos” a Orwell para quien la verdad que se impone siempre será la de los vencedores.
Nada fácil para los venezolanos, pasados de modernos, ya superada la barbarie rural, tener ahora que reconocer la salvación de la República a manos de unos míticos cazadores: “Los cazadores por lo general eran campesinos, oriundos del sitio donde la guerrilla estaba operando” (Moisés Moleiro). Y por si esto no fuese un serio problema para el invasor, “los cazadores eran tropas de élite excelentemente entrenadas en tácticas de contrainsurgencia”(Héctor Pérez Marcano). Un trago amargo para quienes se desgarran las vestiduras invocando paz, civilidad y una genética democrática extraña al influjo de las armas. Lo mejor es borrar el protagonismo de quienes expusieron el pellejo para que tuviéramos república en el siglo XX. De otro modo habría que revisar nuestro rutilante discurso civilizatorio.
Los feroces cuerpos represivos del Estado debieron cargar con la leyenda negra de la violación de los Derechos Humanos, computando muertos y víctimas sólo del lado de los subversivos, auspiciados por Cuba con espíritu magnánimo, generoso, internacionalista y proletario. Es que al invasor y sus aliados se les debió recibir con ofrendas florales. Fueron víctimas, casi indefensas de la democracia burguesa o de la dictadura puntofijista, que no es lo mismo, pero es igual.
Me incorporé como militante de la extrema izquierda a finales de los años ‘70, una década después de los sucesos de Machurucuto. Quienes nos “amaestraban” en la sordidez de las tácticas y estrategias insurreccionales, nos decían que vivíamos en etapa de repliegue táctico.Nunca olvidaré una reunión clandestina con un miembro de la dirección nacional del partido y su séquito. Tenía la cabeza cubierta con una bolsa de papel con dos agujeros para poder observar a los presentes. Años después lo recordaría como “el señor del Kukuxklán”.
Nos convocaron para asignarnos en distintos “frentes de lucha”. El hombre de la bolsa ordenaba obligaciones de modo digital e inapelable. Obedecíamos con disciplina militar. Unos iban para el sindicato lácteo, fue mi caso, otros para un gremio campesino, los mimados iban para el “frente estudiantil”, ¡y bingo! Dos de los presentes debían ingresar a la EFOFAC. Allí serían recibidos por contactos previamente avisados. El repliegue táctico implicaba penetrar y controlar, de ser posible, instituciones claves de la sociedad venezolana.
No podría afirmar el éxito de aquella conspiración en marcha, demostrado en la tragedia que ahora vivimos. Supongo que la acción humana nunca opera de forma lineal. ¿Continuidad y ruptura?, ¿autopoiesis?, ¿malicia de la razón? Quién sabe. Pero como fotógrafo de blanco y negro, colocado sobre a su tina para decantar imágenes, con el tiempo se fueron revelando los rostros, los nombres, los actores de la tragicomedia de nuestros tiempos. Y muchos coinciden configurando un rompecabezas que le dasentido a la historia vivida.
Para nosotros, imberbes conspiradores, había que aprovechar la distracción de las glamorosas elites democráticas, mientras discutían asuntos electorales o de corrupción, campaneando un güisqui bajo el embeleso de Pablo Milanés o Silvio Rodríguez, embajadores de la amistad cubana. Hasta que Fernando Falcón nos aporte nuevas luces con su próximo libro, seguiremos pensando que “los muertos que habéis matado gozan de buena salud”.
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