El deporte y la política no se la llevan bien. Hubo una famosa «guerra del fútbol» entre El Salvador y Honduras en julio de 1969, desatada a  partir de un juego eliminatorio para el Mundial de México 70. Fueron 100 horas de un conflicto absurdo, con aviones obsoletos, desecho del «imperio», en las que hubo más bajas morales que mortales. También en 1978 los militares argentinos intentaron instrumentalizar el triunfo de la selección gaucha para perpetuarse en el poder.

Cuando gobiernos de escasa o nula legitimidad democrática ejercen el poder, como los que mandan en Perú y Venezuela, es más probable que un episodio deportivo, que se supone una fiesta y encuentro de sanas rivalidades, derive en una situación deplorable como la que vivieron los jugadores de nuestra selección Vinotinto, o se vulnere el honor que supone en cualquier ciudadano -en este caso la mujer venezolana, objeto de una burla de baja monta- y tense, además, las relaciones entre nuestros dos países.

Si en Lima y Caracas despacharan gobiernos de probada conducta democrática, lo que ha sido un episodio de excesos, de comportamientos inadecuados y ofensivos -de menor probabilidad de ocurrencia-, se resolvería con una llamada entre las Cancillerías respectivas, con el consiguiente comunicado conjunto, la aceptación de un contexto delicado que es necesario abordar de manera solidaria e, incluso, la asunción de errores de parte y parte, si fuera el caso.

Hay en el lamentable episodio de las últimas horas algunas conductas inadmisibles. La decisión de la Policía Nacional de Perú de  realizar un operativo migratorio en la ocasión de un partido al que está previsto que concurran decenas de miles de personas, es un error de bulto y una absoluta desconsideración. Una “cacería” de venezolanos que han tenido que emigrar forzadamente de su país. ¿Una presa cautiva que puede ser sometida con premeditación y alevosía? Es inaudito entre naciones que honran la memoria bolivariana.

La difusión del programa de streaming A presión, conducido  por un tal Mr. Peet, junto a media docena de panelistas, todos hombres, denigrando de mujeres venezolanas exiliadas en Perú y riéndose sin pudor de las “supuestas tasas” a las que se ofertan sus servicios, contribuyó a la creación de un clima tóxico en las horas previas al partido. Hay que aplaudir la certera respuesta de los patrocinadores de ese espacio impresentable de cancelar de inmediato sus respectivos contratos. Ese “periodismo” no merece llamarse periodismo.

Más de 1,6 millones de venezolanos viven en Perú. La mayor parte en la capital. Es muy probable, porque es un rasgo del exilio venezolano, que la inmensa mayoría de quienes emigraron a esa nación suramericana tienen el deseo de salir adelante y contribuir a crear riqueza en ese país de adopción. Como lo hicieron por décadas miles de familias peruanas residenciadas en Venezuela, en los tiempos en que aquí se respetaban las libertades y era posible con el trabajo honrado y constante progresar económica y culturalmente.

Después de este episodio ambos gobiernos están obligados a conversar y a atender la situación con urgencia. Nicolás Maduro acaba de asistir hace un mes a un encuentro en México, con la presencia de representantes de una decena de países, para abordar el tema de la migración en la región, asunto en el que Venezuela tiene obligaciones perentorias.

Nada implica dejar de reclamar lo que haya que reclamar para exigir el respeto de los derechos de los venezolanos establecidos en otros países. Exagerar el tono “patriotero” no puede desviar las obligaciones de quienes mandan. Exigir responsabilidades a las autoridades peruanas y de la Confederación Sudamericana de Fútbol es un deber inexcusable.