Hablamos de la bondad de Dios, del poder de Dios, pero a menudo nos olvidamos de considerar la belleza de Dios. Esta belleza se expresa en la creación. Las primeras páginas de la Biblia en el relato del Génesis dicen: «Y vio Dios que era bueno». Examinando de cerca el texto hebreo, deberíamos traducir este pasaje más bien como: “Y vio Dios que era bello».
Dios es bello en su obra porque es bello en su ser. La luz, que es la primera realidad creada por Dios al principio del mundo, atravesará toda la creación y se irradiará en Cristo, “luz del mundo”, como Él mismo se define. En el Tabor, durante la Transfiguración, los apóstoles descubrieron esta belleza de Jesús que se manifestaba en todo su esplendor. A este resplandor revelado a los discípulos se añaden estas palabras: «Éste es mi Hijo amado, en quien he puesto todo mi amor» (Mt 17).
Esta belleza de Cristo es el resplandor del amor que lo habita. Ella, sin embargo, permanecerá sometida, contenida, reservada durante toda su vida. Pero se extenderá entre aquellos que entren en contacto con Jesús. Como decía san Juan de la Cruz: «Al pasar entre los hombres, Jesús lo cubre todo con su belleza».
Las diversas apariciones de la Virgen María a lo largo del mundo y a lo largo de la historia demuestran que su belleza brota de su ser a través del contacto con Jesús. “Tu Dios será tu esplendor”, había profetizado Isaías (60, 19).
La santidad de María se debe a su humildad, transparencia y pureza. Preservada del pecado original por pura consideración de Dios, María “es más joven que el pecado”, como dijo Bernanos*. María encontró gracia ante Dios desde su concepción. Ella está “llena de gracia”, como recitamos en el avemaría. La fiesta de la Inmaculada Concepción honra la elección de Dios que permitió a la Virgen beneficiarse, antes de tiempo, de los frutos de la Redención. La belleza de María que contemplamos y que los artistas han manifestado en sus creaciones a lo largo de los tiempos, subraya esta transparencia de su cuerpo y alma.
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