lunes, 27 de mayo de 2024

Luis Moreno Villamediana: “La poesía, el milagro zombi de lo persistente”


Luis Moreno Villamediana: “La poesía, el milagro zombi de lo persistente”



PRODAVINCI   25/05/2024

Fotografía de Darío Sosa

Luis Moreno Villamediana (Maracaibo, 1966) es profesor de literatura de la Universidad de Los Andes (Mérida, Venezuela). Ganador del Premio de Poesía de la Bienal José Rafael Pocaterra (1992), del Premio Internacional de Poesía Juan Antonio Pérez Bonalde (1997), del Certamen Nacional de Cuentos Guillermo Meneses (2011), del Premio Equinoccio de Poesía Eugenio Montejo (2011), del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz en Literatura Infantil (2015), del Concurso de Cuento Salvador Garmendia (2016) y del Premio de Ensayo de la Bienal Internacional Eugenio Montejo (2017). Ha publicado los libros Cantares digestos (1996), Manual para los días críticos (2001), En defensa del desgaste (2008), Eme sin tilde (2009), Laphrase (2012), El edificio fantasma (2015), Otono (sic) (2017), La persona regresa, o novela (2023) y Las partes sueltas (2024).

¿Debe entenderse la poesía?

El verbo «entender» me parece demasiado eufórico, hasta positivista. En él hay mucho de cierre: nos hace pensar en un destino donde por fin hay paz y claridad. No estaría mal desacreditarlo un poco y aceptar la posibilidad estética del malentendido, del fallo vergonzoso, incluso. No creo en el lenguaje llano como esencia sobre la cual alguna gente agrega florituras y adornos. La obra de Lezama Lima, por ejemplo, juega con el exceso, pero eso derrochado no es viruta que se limpia hasta encontrar la perfecta nuez transparente que la crítica literaria de inmediato exhibe como síntesis. El exceso es también una marca central de nacimiento. Yo no sé si entiendo «Muerte de Narciso», pero hace pocos días me escribió un estudiante de Letras, Gustavo Díaz, para decirme que quería escribir sobre «este poema tan complejo» y preguntarme por alguna bibliografía que pudiera ayudarlo. Me interesa resaltar lo que dijo después: «desde el primer momento que lo leí me cautivó sobremanera». En esa frase se alude a otra relación que rebasa el entendimiento, aunque puede contenerlo. La poesía puede cautivar, y el vínculo que la fascinación o el estupor pueden crear no reniega de las fricciones y los obstáculos que un texto nos presenta.

¿La poesía del cuerpo responde a una ideología?

No dudo que cualquier imagen que tengamos del cuerpo esté cruzada por nuestra historia personal, compuesta a su vez por un entramado de formaciones subjetivas, definidas por su lado a partir de una pedagogía muy compleja que incluye los prejuicios, la obediencia a tal o cual tradición médica, los malestares y su tratamiento, la mera intuición del garbo o el desaliño. Lo ideológico suena por lo general a abstracción (Ludovico Silva describe la ideología como «un lugar supraceleste»), pero acá yo diría que tiene que ver con la trama ineludible de representaciones anatómicas. En Las partes sueltas, mi interés por lo fragmentario y borroso me hace considerar mi propio cuerpo como fragmentario y borroso, y el uso de la lengua, allí, es idénticamente quebradizo.

¿Cómo es la relación entre el poema y la libertad?

Hace poco, en una entrevista, comentaba sobre mi actitud al escribir poesía, narrativa y ensayo. Allí decía que tengo la costumbre de ser más constreñido en la prosa, como si los géneros relacionados con ella me impusieran un estilo decimonónico y patricio. No me refiero al vocabulario, por supuesto, ni a una fingida armonía, ni a un punto de vista obsoleto. Más bien aludo a la gramática, a la puntuación que sirve al desarrollo de lo expuesto y debatido. En el poema, por su parte, la escritura es más casquivana. Se contonea con descaro, se burla de las convenciones y, como a los «fideos ejecutivos» de Manolito, el amigo de Mafalda, le importa un pito el qué dirán. La poesía es para mí el espacio de las incorrecciones, y esa libertad intrínseca puede interpretarse, por qué no, como política: en los poemas, la autoridad se socava, la utopía no se funda en la arquitectura carcelaria, el despelote no perjudica al ciudadano. En ellos hay libre tránsito y una lengua flexible que no atiende el imperio del discurso operativo, caudillista, unánime y obtuso. El poema se permite las contradicciones, el incendio, la burla. Nos gusta pensar que la poesía emancipa el desmadre humano e instaura la orfandad imprudente.

¿Es posible seguir sosteniendo a/de Heidegger: el lenguaje es la casa del Ser?

Como quiera que podamos «entenderla», la frase de Heidegger corteja lo sublime, lo ahistórico, lo trascendental. Es un signo de la verdad que aún tiene partidarios, por poco que estos logren des-ocultar la verdad. Frívolamente, me gusta la frase como descripción imposible de un animal fabuloso. Qué tropiezo: a fin de cuentas, en los planos de esa residencia vive la hipótesis de una hipótesis. En La persona regresa, o novela, juego con ese filosofema para referirme al espacio de mi infancia. Es la metáfora de una dirección particular de Maracaibo: 14A-10. Me imagino que con ese dato se puede conseguir en Google Maps. Su materialidad es tan pedestre que por humildad impugna a Heidegger. En aquel libro, por fin, sin ser explícito, cambié el sustantivo protocolario por el verbo conjugado: «el lenguaje no es la casa del Ser, sino la casa del Hemos Sido y Seguiremos Siendo».

Decía J. A. Valente: «El escritor corre solo, y corre en una terrible carrera en la que se produce la soledad del corredor de fondo». ¿Es esa soledad fuente de ruptura con las tradiciones del asombro?

Es una soledad muy rara, diría yo. En ese maratón corren también los fantasmas, y nadie puede negar cuánta compañía nos dan esos fantasmas. (¿No escribió Quevedo: «vivo en conversación con los difuntos / y escucho con los ojos a los muertos»?). Es cierto, el ejercicio de transitar esos cuarenta y dos kilómetros nos da bastante tiempo para hablarnos a solas, como hago a veces en mi sedentarismo e inmovilidad. Ahí debe haber muchas palabras de aliento, sí, que resuenan en un sótano del cielo (por citar a Gerbasi). Pero quien corre entiende que hay simultáneas conversaciones solitarias en aquellos fantasmas, en el público alineado en la acera, en los demás atletas. La soledad vendría a ser como el teatrino perfecto de la creación, donde el público callado, respetuoso, nos permite la ficción del desamparo.

De los Upanishad un lugar común: «Destruir para hallar la voz propia». En todos tus libros leemos y sentimos esa línea. ¿Qué viene después del hallazgo de la voz propia?

Admito que nunca me he planteado esa búsqueda. La voz propia tal vez sea como el pájaro azul que nos espera en los mismos espacios donde el cuerpo se relaja, se retuerce, se deshace de a poco. Destruir ese lugar podría llevarnos a descubrir una voz que parece la nuestra, pero es en realidad la grabación de una charla ajena. Confieso que esa posibilidad no me molesta: escribir a partir de esa conversación mecánica puede hacernos descubrir otras versiones de nuestra biografía, y ya eso es ganancia. En los audios de WhatsApp compruebo una y otra vez que mi voz medianamente me perturba, como si fuera la de alguien distinto, de manera que prefiero postergar su reconocimiento como algo muy mío.

¿Hablan las partes del cuerpo o es una deconstrucción y destrucción semántica de lo que venían oyendo los sentidos?

Podría ser que el cuerpo hable y los sentidos lo escuchen. Por lo general, prefiero esas conjunciones, el vislumbre de que algo contiene respuestas ampliadas, a veces contradictorias. Acepto ahora la intervención de las tripas y el cogito (mucho menos cartesiano que entonces) en los registros sonoros de la vida cotidiana. Se puede elegir otras palabras y rehacer la oración: acepto ahora la intervención de la presión arterial y el deseo en los registros sonoros de la vida cotidiana. De los eructos y las epifanías. Destruir puede revelar un grafiti oculto detrás de una mampara. Deconstruir puede darle a la Venus de Milo unos brazos con la forma de muslos.

¿El asombro necesita los días críticos o éstos de aquél para el surgimiento del poema?

El asombro es como el tedio: común, efímero, diario. No sé qué domina cuando escribo un poema (a lo mejor un estado distinto, más bien parecido a una tranquilidad no búdica). En muchas ocasiones me he sentado a escribir sin el impulso de una condición de gracia o excepción, más bien movido por un par de palabras o por la impertinencia del tiempo disponible que me lleva a sentarme y comenzar un verso y otro y otro. Los días críticos, hoy, son una vasta extensión de molestias, hartazgos, felicidades mínimas, arrechera, sueño. El título que hace tiempo usé en un libro, Manual para los días críticos, suena ahora más y más como una parodia sin humor, como un volumen de autoayuda que se autodestruye sin remedio, como las grabaciones de una misión imposible.

Tu poesía parece un grito contra el lenguaje, el asombro y la realidad coagulados. ¿Cómo se crea dicho grito?

Solo mi máscara es capaz de gritar. Reclamo poco en casa o el abasto, y lo hago con impaciencia pero sin estrépito. El mío es como el grito de Munch: inaudible, pero expresivo; un gesto, más que unos decibeles. En mis poemas, la estridencia se crea en los intersticios, entre los blancos de la página y la lengua interrumpida o cortada. Estoy de acuerdo contigo: lo coagulado me da ganas de insistir en la fluidez del desangramiento y sus cicatrices y bramidos.

¿Cuál poema no te interesa?

No me interesa el poema que pude haber escrito cuando era adolescente, por mucho que copiara a Vallejo, por ejemplo. La imitación empuja, pero nos hace estrellar la cabeza contra un muro. Además, si mal no recuerdo, en aquellos días había en esa escritura algo sentimental medio baboso, que confundía el entusiasmo o la angustia con nobleza verbal. No sé, el poema que tampoco me interesa jura que un poder es un épica, que un poder sostenido contra todo es una épica aun más perdurable. No sé, el poema escrito y respaldado como lectura apurada en la playa tampoco me podría interesar (aunque no estoy seguro de saber cómo es este último texto).

¿Ir contra las tradiciones literarias no es una moda que se vuelve tradición?

La tradición de la ruptura, como escribió Octavio Paz (a quien, por tradición, seguimos azotando). Es inevitable que un manifiesto insurrecto se lea años más tarde como un cuento infantil. Esos cambios de género literario no carecen de encanto, es verdad. El problema, de nuevo, es la coagulación: pensar que un quiebre no puede traicionar sus motivos ni jugar a la decencia; que no se cristaliza. Lo bueno es que las tradiciones literarias son más complejas y sus alcances menos previsibles. Lo contemporáneo se compone de modas variadas, muchas de las cuales son más soterradas pero no menos fértiles. De hecho, habría que reivindicar el concepto de «moda» como algo de carácter histórico que jamás reniega de su historicidad: es fugaz y subestimada, minoritaria, fascinante, reciclable. Puede ocupar un palacio sin olvidar su modesta versión en un cuarto compartido.

En poesía, como en la vida, la muerte es un lugar común. Siguiendo a Ezra Pound, ¿cómo la presentas en un poema?

En mis poemas de los últimos años, la muerte tiene nombres propios, aunque no los escriba: se llama Avilio y María Teresa. Llegué tarde a ese lugar común: mi padre murió cuando faltaba menos de un mes para que yo cumpliera cincuenta. Es interesante descubrir que ese cliché solo cobra importancia cuando ya no es platónico ni pertenece al repertorio de la literatura. Bueno, comprendo que hay muertes parejamente biográficas (de poetas, artistas plásticos y músicos, deportistas, políticos y más) que señalan instantes de conciencia. Pero aquel añadido de orfandad literal tiene su propia deriva y monumento.

Parafraseando a Louise Glück«el sentido de un poema no lo origina ni depende de ningún hecho». El sentido del asombro no es factual. ¿Qué opinas al respecto?

Es un hecho que la lengua puede asombrarnos, dejarnos indiferentes, fastidiarnos con su combinación de sílabas o su derroche o su arbitrario acomodo en la página. El sentido de un poema, fundado en la historia e idiosincrasia de esa lengua (y en nuestra particular manera de asumirla), no está desconectado de un montón de cosas, incluidos los titulares de un portal de noticias, nuestro recuerdo sinuoso de un acontecimiento, la arbitrariedad de cualquier opinión rechazada o acogida, y así. Glück parece respaldar la autonomía del hecho estético, pero hay que agregar que dicha libertad es relativa y no escapa de limitaciones materiales y de cronologías. El asombro no es a lo mejor una entelequia. Entender un poema es también un deslizamiento constante que hace ver bultos y sombras. La crítica asume que un adjetivo puede ser una alta hierba.

¿Cómo trabajas la fragilidad del cuerpo en tu poesía?

En Las partes sueltas, digamos, la fragilidad del cuerpo tiene su correlato en la sintaxis: la escritura se dispersa como la anatomía de un Ser (ay) que en un trayecto va perdiendo miembros (que más atrás alguien recoge para rearmar según algún patrón insospechado). La agramaticalidad es la encarnación verbal de la otra carne (descompuesta o en proceso de putrefacción). Hasta los epígrafes allí se desperdigan: su transcripción se corta con navaja, más adelante reaparece (aunque no se completa), se hace esperar con toda alevosía. Tienen la debilidad del cuerpo que de un momento a otro puede empezar a dolernos. Un gimnasio no puede corregirlos.

Danos un epitafio sobre las tradiciones literarias.

De cualquier tradición podría decirse: «era bella, áspera, intratable». Así describió Manuel Bandeira el cacto.

¿La decadencia del cuerpo es a la del lenguaje lo que ambas son a la de un país?

El cuerpo decae, se enferma, muere. (¿Será que resucita? Creo que no.) El lenguaje, como la energía, se transforma. No usamos las metáforas de Rubén Darío, pero hay quizá un resabio modernista en nuestra visión de la cultura. Ida Gramcko es nuestra contemporánea, igual que Andrés Bello (en ciertas partes [sueltas]). En ocasiones apelamos a los anacronismos, y por chiste u homenaje privado usamos una palabra que pudo haber usado nuestra abuela. Un país, por su parte, es una convulsión: se tambalea, se hace máquina de tortura, deslumbra con algunas obras, nos decepciona, nos punza. La decadencia es el abandono o descrédito de unas costumbres, una contrariedad social también. Pero la historia puede repetirse, como comedia o serie documental o moda delirante. ¿Cómo va a resurgir Venezuela? Como Frankenstein, a lo mejor.

¿Es posible el poema desde el asombro oscuro, desde el asombro muerto?

En nuestra conversación sobre lo inútil, Alexis, la palabra «asombro» ha saltado varias veces como impulso inicial de la escritura. Ella hace del poema el registro de una visión detenida, de la respiración en pausa. Sería, pues, la stasis que proviene del mundo que rota. Ahora, el asombro se califica de oscuro y muerto. Sí, es posible escribir desde el otro estupor, desde la rabia y la venganza, la decepción, el estrago, el suplicio; desde aquello que marca el fin de la inocencia o del deslumbramiento. ¿Duerme usted, señor presidente? También es posible el poema desde el asombro neutro, por recurrir a una paradoja mínima. Lo sabía William Carlos Williams: «Me comí / las ciruelas / que había / en la nevera».

El poeta Harry Almela siempre fue categórico y obsesivo: «Todos escribimos desde y a partir de una tradición». ¿Desde cuál escribes?

Hay una tradición de la lengua que contiene la poesía que se admira, se respeta con matices, se adversa. Escribo con calcos mal hechos debido a la miopía: intento seguir a Vallejo o a Enriqueta Arvelo Larriva o a Jorge Eduardo Eielson y me sale pura espuma sucia, como baba. Porque la tradición no es un museo, sino, más bien, la calle, y le entran ruidos que nos fuerzan a leerla con defectos. Hay igualmente una tradición que nos llega de otras lenguas, conocidas o no, que nos desplaza o nos cambia la silla, y entonces caemos de culo sobre el piso. ¿Desde el dolor de quién escribimos entonces? Intento seguir a Emily Dickinson, a Susan Howe, a Rimbaud como si fueran poetas de Maracaibo o Mérida. El fallo de toparse con una tradición travestida tiene recompensas.

Dinos siete verbos, siete sustantivos y siete adjetivos otorgadores de sentidos en tus poemas.

Verbos: amanecer, mirar, nacer, relatar, llamarse, estar, hablar. Sustantivos: techo, estatua, parto, libro, mano, territorio, personas. Adjetivos: pálido, cerrado, fría, histórico, duro, inédito, cubierta. (Hice trampa: abrí siete libros míos y agarré el primer verbo, sustantivo y adjetivo de cada uno, sin considerar ni los títulos ni los epígrafes; solo el primer verso. Este fue el orden: LaphraseLa persona regresa, o novelaLas partes sueltasOtono (sic)En defensa del desgasteCantares digestosManual para los días críticos.)

¿Es la poesía el arte de la autopsia?

No sé si el lenguaje es la casa del Ser; estoy seguro de que la poesía es el castillo de Barba Azul. Somos sus esposas muertas, aunque nos las arreglamos para seguir moviéndonos en los cuartos cerrados, sin creer completamente en nuestra condición de cadáveres operativos. Preferimos ver con ojos propios el estado de nuestra descomposición: la espalda llena de escaras, las manos verdosas, las uñas crecidas. La poesía, el milagro zombi de lo persistente.

¿La poesía crea algo verdadero?

Creo que Narciso sí murió en el poema de Lezama. ¿Puede confrontarse esa fe con pruebas contrarias? Creo que la voz de Yolanda Pantin ha visto cómo surca el temblor sobre tu frente. Creo que Igor Barreto, un viernes, descubrió rostros en la madera caoba. Creo que Márgara Russotto solo muy tarde supo que en medio de un verano brutal, húmedo y sucio, se nos hace esperar otra estación permeable de rocío. Creo que en sus postales negras Jacqueline Goldberg remendará una amatoria sin fugas. Creo que Rowena Hill en el espejo ve la que otras ven, respetable, lastimosa quizás. Con Octavio Armand creo que Eratóstenes no merece la noche, ni la sombra, ni el asombro. El dogma de quien lee renuncia a las pesquisas forenses, instaura otros métodos de investigación, acepta la plataforma ambigua que se instala entre lo verdadero y lo errático.

¿Qué es muy tarde en tu poesía?

Es muy tarde para escribir como un adolescente, pero es siempre el tiempo siempre para escribir como un niño de siete años parecido al de J-A. Rimbaud.

Decía Seamus Heaney: «Para escribir un poema necesito las voces de mi mejor vida secreta». ¿Qué necesita Luis Moreno Villamediana?

Me da curiosidad pensar en mi vida secreta. ¿De qué me antojo cuando duermo? ¿Qué lugares visito? ¿Cómo me porto allí? «Utopía de un hombre que está cansado». Mi cuarto oscuro en este instante tiene las cortinas abiertas y entra un rayo de sol (son las 8.34 a.m. y por fin la luz rompe las nubes). Lo más secreto en mi vida es esta geografía. En otro cuarto, al lado, Carolina trabaja. Todas las mascotas la acompañan. Estoy solo en este momento único de mi vida familiar y también única. ¿Qué versión de mí escribe esta respuesta o escribió el poema más reciente? ¿Qué fantasma escogió cuál palabra? ¿Avilio de Jesús? ¿María Teresa? ¿Yo en el ficticio rol de mi supervivencia?

¿Cuál de tus poemas desearías que anduviera con nosotros?

A esta hora, en este lugar (hoy es Sábado Santo), me gustaría que ese poema fuera «Tamaño de las hojas», de Cantares digestos.

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