Para celebrar una visita inesperada del solitario de Praga, escribí este breve relato a orillas del río Magdalena y hoy quiero recordarlo a raíz de la inmortalidad del autor de El Buitre. El texto hace parte del libro de cuentos Palabras al viento.

Hay un solitario en mi escritorio

Ángel Galeano Higua

Cuando entré al estudio vi a Kafka sentado en mi escritorio. Supe que era él desde el primer instante por la forma de sus orejas. Levantó su rostro iluminado por la lámpara y me miró. De sus ojos salió un torrente turbio, cansado, como si hubiera recorrido mil laberintos previos, misteriosos y profundos. Yo le dije buenos días y él tan sólo levantó su mano izquierda. Con la derecha siguió escribiendo. Entendí que quería continuar solitario y entonces entré silencioso y saqué mi libreta de apuntes pues necesitaba revisar ciertas anotaciones. Kafka no se inmutó, siguió en su propio delirio. Utilizaba mi estilográfica y gastaba mis hojas. Trabajaba sin interrupción. No tuve necesidad de pedir a mi pequeña hija Antonieta que guardara silencio ya que, cuando llegué, ella fue quien me hizo señas con el índice en los labios y siguió peinando a su muñeca de trapo en el balcón. El televisor, encendido todos los días a esa hora por nuestra empleada del servicio, estaba apagado. El silencio era tal que podía oír el rasgueo de la pluma sobre el papel. Me senté en la mesa del comedor con la intención de revisar mis anotaciones, pero la idea de tener a Franz en mi estudio me agitaba y no podía concentrarme. Sentí necesidad de echar un vistazo para comprobar la presencia del hijo de Praga en mi apartamento, pero algo me decía allá, bien adentro, en mis propios laberintos subcutáneos e inmateriales, que no debía molestar al maestro. Pensé que si me quedaba en el comedor podría saludarlo cuando se marchara y quizás pudiera aprender algo más de su obra. Aunque no sabría cómo empezar la conversación confiaba en que algo se me ocurriría: bien fuese tocándole el delicado tema de Milena o las malas noticias de Gregorio que tanto le inquietaban. Esperé mucho rato, horas, días, meses, años… Pero Kafka nunca se marchó.

EL PEQUEÑO PERIÓDICO, 3-6-2024