La Fundación Santa en Las Calles, de Valencia, invitó a Daniela Salama a participar en el proyecto Pasos Por Sonrisas: la idea era que corredores “vendieran” los kilómetros que harían en la Maratón CAF para ayudar a los niños con cáncer. Era una suerte de recolección de fondos. Daniela, que conoce bien distintas caras de esta enfermedad, no dudó en aceptar.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Daniela Salama se espabiló rápido. No podía quedarse más tiempo entre las sábanas, y se levantó con el impulso de saber que le esperaba un día importante: hoy, 17 de marzo, es la Maratón CAF 2024, y ella la correrá con la ilusión de ayudar a unos cuantos niños que padecen cáncer, enfermedad que conoce muy bien.
Ella vive en Valencia, pero llegó a Caracas ayer junto a otros corredores del club en el que participa, con quienes se hospedó en el Hotel Waldorf, en La Candelaria, para acompañarse en estas horas previas de sabrosa adrenalina. Acaban de desayunar con prisa, y ahora, a las 5:10 de la madrugada, salen hacia el punto de partida.
Hay mucha gente en las avenidas: una procesión de runners frenéticos desemboca en Los Caobos, el bosque ya repleto de deportistas que saltan, se estiran, hacen sentadillas y flexiones. Aquí, en el kilómetro cero, la madrugada se percibe oscura, densa, fría. “Ojalá el día se mantenga así, fresco”, dice un corredor. “Sí, porque el calor puede ser nuestro enemigo”, comenta otro.
—¡A disfrutaaaaaaaaaar la carreraaaaaa! —exclama el animador, cerca de la salida.
En medio de tanta gente no encuentro a Daniela, pero sé que está disuelta en el río eufórico que en breve se va a desbordar por la ciudad. Como todos, ella tratará de cruzar la meta cuanto antes. “Ojalá que a las 7:50. Ese es mi objetivo; ese y ayudar a los calvitos”, me dijo hace días cuando me contó su historia.
Ahora son las 6:00 de la mañana. Que en este momento Daniela esté corriendo es una paradoja. Lo lógico sería que anduviese en muletas o en silla de ruedas. A los 8 años, su madre se percató de que ella tenía un hematoma en la pierna derecha y la llevó al médico. Tras varios exámenes, los doctores determinaron que se trataba de un fibrohistiocitoma. Es decir, cáncer. Debieron proceder con una cirugía para extirparle la lesión maligna, y tuvieron que quitarle también parte del cuádriceps, el gran músculo que soporta al cuerpo y permite que movamos las rodillas para que podamos saltar, caminar, agacharnos y correr.
Daniela además recibió radioterapia, lo cual, si bien terminó de erradicar las células cancerosas, a los años le produjo un efecto secundario inesperado: su pierna izquierda, hasta entonces sana, dejó de crecer. Fue necesaria una nueva operación para frenar el crecimiento de la pierna derecha, de modo que ambas se mantuvieran simétricas.
Gracias a esa intervención, Daniela pudo llevar una vida más o menos normal, aunque siempre aparecían secuelas del pasado. Sus extremidades se revelaban frágiles. Le dolían los pies; sufrió varios esguinces. Iba al colegio, enyesada y con muletas, y, apenas se recuperaba, hacía deporte: encontró en la actividad física un modo de desafiar el destino estático al que muchos creían que debía resignarse. Con autorización médica, practicó voleibol en el liceo, y cuando comenzó a estudiar contaduría en la universidad, se unió a un equipo de fútbol. En un partido, se dio un golpe y reapareció “una manchita” en una de sus piernas. El incidente no pasó a mayores pero su médico la increpó:
—¿No deberías cuidarte? Tienes antecedentes… Ese deporte es muy agresivo.
Daniela, asustada, abandonó el fútbol.
Incursionó en el tenis pero no le gustó.
Y fue después cuando, en medio de un nuevo cáncer, apareció el running para sacarla de la cama.
—¿Pararme un domingo temprano para entrenar? ¡Eso no va conmigo! —decía al ver a quienes se levantaban a trotar esos días en los que ella prefería dormir hasta tarde.
Una vez hizo una carrera de 10 kilómetros solo para marcar el check en una lista personal de cosas por hacer, pues correr “en serio” no le interesaba. Pero sucedió que, en 2016, su padre comenzó a recibir quimioterapia tras ser diagnosticado con cáncer de esófago. Una prima runner viajó a Valencia a visitarlo, y al encontrar a Daniela tan apagada, la convidó a una media maratón en Caracas.
—¿Y si mi papá se agrava? ¿Y si de aquí a allá está muerto?
—Si eso pasa, no vas. Pero al menos inscríbete.
Le hizo caso. Asistió a ese evento, y ahí escuchó que en unos meses sería la maratón CAF. “La carrera de todas las carreras”, “es mágica”, “es increíble”. Picada irremediablemente por el gusanito de la curiosidad, Daniela se preguntó: “Si hice 21k casi sin entrenar, ¿no podré con 42 si me preparo?”. “Claro que sí”, se respondió.
Al comenzar a correr con frecuencia, se dio cuenta de que moverse le ayudaba a manejar la ansiedad por la débil salud del padre. A pensar en algo más que en la enfermedad. Cuando se entregaba a esa sucesión de kilómetro tras kilómetro tras kilómetro, el tiempo quedaba suspendido. La bulla de afuera se silenciaba. Se animó tanto que buscó a un entrenador personal para que la asistiera en el proceso. Pero le advirtió:
—No puedo hacer sentadillas porque me falta parte de un cuádriceps. Tú sabes, tuve cáncer…
—…Pero haz una, para ver —la interrumpió.
Ella la hizo.
—Haz otra.
—…
—Otra.
—…
—No sé quién te dijo que no podías hacer sentadillas: sí puedes, acabas de hacer tres.
A partir de entonces, entrenó fuerte, aunque luego sentía dolores intensos en sus extremidades. Los ejercicios de fuerza le costaban más que a otras personas, pero fue descubriendo que, con disciplina, podía ejecutarlos. Que desarrollar su musculatura la ayudaría a llegar lejos.
A los meses, viajó a Caracas para la maratón CAF 2016: le resultó una experiencia alucinante. Miles de corredores, miles de personas aupándolos, una ruta hermosa: sobre el asfalto, agradeció su vida y pidió por la vida de su papá. Regresó a Valencia convencida de que el running sería para ella, más que un deporte, un nuevo estilo de vida.
El cáncer puede ser como un fantasma. Aparece, desaparece.
Después de aquella maratón que su hija le dedicó, el padre de Daniela fue declarado en remisión, pero al poco tiempo las células malignas reaparecieron, por lo que tuvieron que operarlo, y, en medio de la cirugía, falleció. A los tres meses, llegó a la familia un nuevo diagnóstico oncológico: ahora María, la hermana de Daniela, tenía un tumor maligno en una mama y comenzó a recibir quimioterapia.
Lo dicho: el cáncer puede ser como un fantasma. Aparece, desaparece, aparece.
Corriendo, Daniela atravesó la tormenta. La rabia, el miedo, la tristeza, la ansiedad. Cuando las aguas se calmaron un poco, vio la oportunidad de darle otro sentido a sus entrenamientos para la CAF 2017, en la que sin duda iba a participar.
Para promover la prevención del cáncer de mama, salía a trotar con una franela que decía: “CAF se corre de rosa”, y contaba en redes sociales su historia y la de su familia. Además, le insistía a la hermana: “Tu fuerza es mi fuerza… Si tienes fuerzas para seguir con las quimios, yo tendré fuerza para correr por ti”.
Era una forma de darle —y darse— ánimo.
Daniela repitió “Tu fuerza es mi fuerza”, como un mantra, a lo largo de la CAF 2017, y llegó a la meta (a las 4 horas, 17 minutos y 34 segundos) a recoger una medalla que no le pertenecía: vestida de rosado, fue a entregársela a María, y le dijo: “Eres una campeona”.
Al tiempo, la hermana entró en remisión. Y, con la esperanza de que el cáncer no volviera nunca más, celebraron.
¿Para qué corremos? Daniela dice que el ser humano corre por instinto. Para escapar, para sentir el cuerpo, para olvidar, para segregar endorfinas. “Muchos llegan a la pista por una calamidad y descubren que es sanador. Es que cuando corres entras en un estado meditativo… a mí me ha cambiado la vida”, me contó como para convencerme de que el running es la panacea.
Obligada por circunstancias, solo se ha detenido tres veces. Cuando por el apagón nacional de 2019 suspendieron la carrera en la que iba a participar; cuando la pandemia paralizó al mundo en 2020; y cuando en 2021 tuvo que pasar nuevamente por el quirófano porque tenía quistes en las mamas, y una biopsia reportó presencia de “células atípicas”.
Déjà vu.
¿Cáncer de nuevo?
—No, no —la calmó el doctor—, pero es mejor sacar los quistes porque se pueden malignizar. Tú sabes.
Al recuperarse de esa cirugía preventiva, regresó al ruedo para carreras cortas mientras volvía a su forma física, hasta que en 2023 se inscribió en la maratón CAF, ahora con un propósito distinto.
Santa en Las Calles, fundación que apoya a personas en situación de vulnerabilidad en Valencia, contactó a Daniela y a otras corredoras para invitarlas a participar en el proyecto Pasos Por Sonrisas: la idea era que, bajo el lema #YoApoyoAUnCalvito, “ofrecieran” sus #kilómetrosCAF a cambio de algo de dinero. Es decir, que la carrera sirviera como una campaña de recolección de fondos para comprar tratamientos, insumos médicos y comida para niños con cáncer, cuyas familias no tienen cómo costear los gastos que la enfermedad supone.
Daniela ni lo pensó. Claro que quería participar. La iniciativa resonaba con su pasado y era la oportunidad de que sus zancadas tuvieran un sentido más allá del deportivo: una forma de que cada milla contara. Tanta gente se animó a “comprar” sus kilómetros que vendió más de 42. “A muchos les decía que como no tenía más kilómetros, les vendía un lugar en la barra”.
Cuando en aquella carrera la ruta se le hizo cuesta arriba, pensó en “los calvitos”, y siguió hasta el final: uno de ellos la esperó en la meta para entregarle una rosa, una medalla y para darle las gracias. Daniela, con las lágrimas atragantadas, le dio un abrazo largo.
Hoy, de nuevo, está recodando a los calvitos.
Entre los más de 5 mil 500 corredores que andan por Caracas, hay 22 que lo hacen por los niños con cáncer de Valencia, a quienes apoyan en la Fundación Santa en las Calles. Porque siguen necesitando mucha ayuda: un informe de la organización Acción Solidaria sobre el acceso derecho a la salud en el estado Carabobo refiere que en 2024 las personas con esta enfermedad conforman uno de los grupos más vulnerables debido a las carencias del sistema público sanitario. “Los dos desafíos más frecuentes (…) son el acceso a los medicamentos y tratamientos, ya sea por los altos costos o por falta de disponibilidad (…)”, dice el documento.
Daniela no está recorriendo 42 kilómetros porque hace poco completó esa distancia y consideró prudente recuperarse antes de volver a un trayecto tan extenso. Se inscribió en la media maratón, pero “vendió” más de los 21 kilómetros que está haciendo y, como en 2023, tiene gente en la barra.
Ahí va, identificada con el dorsal 2711.
Sonríe.
Viste shorts y zapatos negros y franela azul.
De Los Caobos, pasa a la avenida Bolívar, llega a El Silencio, a la Baralt, a El Calvario, a San Martín, al puente Los Leones y sigue hacia El Paraíso. Se siente imparable, imbatible, la reina del asfalto. Avenida Fuerzas Armadas, el Helicoide, avenida Victoria. Kilómetro 15, ha transcurrido 1 hora y 20 minutos, es momento de apretar. Siente un dolorcito. El calor no ayuda. Hierve. Suda. Se echa agua. Toma agua. El dolorcito aumenta. No puede ir más rápido. Aunque se corra en grupo, llegar al final siempre es un reto individual. Un cuerpo y una mente tratando de ir más allá. “Vamooooooos”, le gritan: “Lo estás haciendooooo”. Daniela se concentra. Piensa en los calvitos. “Si ellos pueden, yo puedo”. Los Ilustres. Las Acacias. Evoca aquel viejo mantra: “Tu fuerza es mi fuerza, tu fuerza es mi fuerza, tu fuerza es mi fuerza…”
Y sigue.
—Remaaaaaataaaaaaa —gritan cerca del final, donde espero ver pasar a Daniela.
Esta es una mañana espléndida, soleada. En el cielo azul, sin una nube, vuelan guacamayas escandalosas. En la pista, veo a Spiderman y a Superman corriendo. Este es un asunto de superhéroes. También de ultratumba: una mujer disfrazada de diabla amenaza con una pancarta: “Si no corres, te llevo”. Veo a una chica con un letrero que reza: “La meta eres tú”; a una doña que agita pompones aupando a su sobrino médico que hoy se está convirtiendo en maratonista; a un indígena que corre con su penacho de plumas; a padres que cargan a sus hijos para llegar a la meta con ellos; a hijos que saltan al asfalto para acompañar a sus padres; a corredores que se echan Dencorub en las pantorrillas; a corredores que se persignan; a corredores se devuelven a remolcar a un amigo.
—¡Vaaaaamos, que te quedan piernaaaas! —le insiste el animador a un joven que viene tan demacrado que parece a punto de desmayarse.
Ojalá repita la frase cuando Daniela pueda oírla porque sí, a ella le quedan piernas: “Con el pedazo de cuádriceps que me dejaron me alcanza”, me dijo hace días.
¿Dónde está?
Son las 7:50 y no la veo.
¿Estará bien?
Sí, ahí viene: aumenta la velocidad, cruza la meta y, en ese instante de gloria de las 7: 53:04, (se) aplaude. Se queda allí, sonriendo y recibiendo con aplausos a sus compañeros de Valencia. No logro acercármele, pero sabré que, aunque demoró 3 minutos más de lo previsto, se siente satisfecha: entre las 265 mujeres que corrían en la categoría Master A, ocupó la posición 26.
—Nada mal —me dirá—, me fue bien, pero tenía tiempo que una carrera no me costaba tanto. Me concentré, pensé en los calvitos y seguí.
Ese no fue el final.
A los días, la Fundación Santa en Las Calles, en un pequeño agasajo, les dedicó a sus corredores un emotivo discurso: “Sus pasos tuvieron un impacto positivo en la vida de quienes más lo necesitan. Gracias por demostrar que el amor por correr puede ir de la mano con el amor por los demás. ¡Que sus pasos sigan marcando el camino hacia un mundo mejor!”. En el evento estaban niños que habían formado parte del programa #YoApoyoAUnCalvito y que ahora estaban sanos. Ellos les colgaron medallas a los 22 corredores que atravesaron Caracas para ayudar a quienes ahora transitan la enfermedad.
Daniela, al recibir la suya, se sintió como si estuviera en lo más alto del podio.
Este texto obtuvo el 3er lugar en el Concurso de Crónicas del Maratón CAF Caracas 2024.
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Erick Lezama
Sobreviví al cáncer para contar la vida con sus luces y sombras. Soy periodista-narrador y editor senior de La Vida de Nos, donde cada día conjugo los verbos creer y crear. Tengo la certeza de que las historias son puentes en los que nos encontramos con los demás y con nosotros mismos.
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