Luego de la verificación ciudadana, la noche del 28 de julio en una zona popular de Caracas, el coordinador de un centro electoral dijo que, por una “orden de arriba”, nadie podía quedarse con una copia del acta de escrutinio. Los presidentes de las mesas, los testigos de los partidos y los ciudadanos presentes se opusieron. Este es el testimonio de dos testigos de la Plataforma Unitaria en ese centro.
—Mi señora, lamento decirle que no le podremos dar las copias del acta de escrutinio —me dijo el coordinador del centro electoral.
—¿Cómo que no? —respondí.
—No, no, no será posible. Es una orden de arriba.
—¿Arriba? No, mi amor, arriba está Dios, y Dios no permite injusticias: qué va, esto no se va a quedar así.
El domingo 28 de julio me levanté trasnochada. No había logrado dormir bien. Pensando y pensando en lo que pasaría en el país, me costó quedarme dormida. Como a las 4:30 de la madrugada me cansé de dar vueltas de un lado a otro y me paré, me di un baño con agua bien fría, me vestí, monté mi café y mientras estaba listo, hice una oración. No me la paso metida de pata y cabeza en una iglesia dándome golpes de pecho, pero católica, muy creyente, aquí tengo mi medallita de San Benito, y le pido mucho a la Virgen María. Ese domingo necesitaba —necesitábamos todos— la protección y la compañía divina. Yo siento que la oración tiene poder. Por eso le pedí al Señor que las cosas fluyeran.
Mi marido salió del cuarto cuando ya estaba sirviendo el café.
—Bueno, negro, llegó el día —le dije.
—Sí, mami, a darlo todo —me respondió.
Ambos seríamos testigos de la Plataforma Unitaria en un centro electoral en el que siempre ganaba Chávez. Nosotros mismos votamos ahí, por el oficialismo, no sé cuántas veces.
Pero esto se lo llevó quien lo trajo. La gente se comenzó a ir a otros países (de hecho, nuestros dos hijos están en Perú, haciendo delivery para ayudarnos a nosotros aquí). A muchos jóvenes los mataron en las OLP, esas redadas diabólicas de exterminio. Y pasamos hambre porque no se conseguía nada… horas y horas en las colas para comprar una pasta, un arroz, si acaso una harinita. Me inventaba unas arepas de yuca, que quedaban sabrosas; o de fororo, que nada que ver: sabían a cartón.
Nos tardamos, pero al final, a los coñazos, con todo eso, terminamos entendiendo que la revolución había sido una estafa. Yo comparaba. Antes, en los 90, con mi trabajo de secretaria, y mi marido con el suyo de mensajero, manteníamos la casa: éramos pobres pero sin esa precariedad, sin esa urgencia. En fin. Todo se fue volviendo sal y agua, ya la platica no nos alcanzaba. Me saqué el carnet de la patria porque sin él no nos darían la bolsa del CLAP, y bueno, la verdad es que nos hacía falta.
Me sentía humillada. No había comida, se iba la luz, se iba el agua, el internet no servía. Como comenzamos a ser críticos en el barrio, los del consejo comunal nos vieron feo. “Estos se creen una gran vaina”, nos decían. Pero no éramos los únicos. Muchos estábamos hartos, solo que no todos lo expresaban.
Un día, nos quitaron la bolsa de comida: “A esos no, que son unos escuálidos”, dijo la jefa de calle, como si ese beneficio lo diera ella de su bolsillo. Y nunca más nos entregaron una. Gracias a Dios el pan no nos faltó. Resolvíamos con lo que nos mandaban nuestros hijos. Y con los trabajos que nos salían. Yo también soy costurera y cocinera, y mi marido es electricista y plomero.
Cuando supimos que venían estas elecciones él y yo nos movimos. Algo había que hacer para ayudar a salir de esta gente que nosotros pusimos en el poder. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Fuimos a donde un señor que está con la oposición y le dijimos: “Aquí estamos, ¿qué podemos hacer?” y él nos dijo: “Sean testigos”. Nos dieron un taller, aprendimos qué era correcto y qué no. “Cuiden los votos”, nos dijeron al final.
Y eso, cuidar los votos, es lo que haríamos ese domingo.
Nos tocaba en el centro en el que siempre hemos votado. Mi marido, en una mesa; yo, en la otra. A eso de las 5:40 de la mañana llegamos al colegio en el que estudiaron mis hijos. Me vinieron recuerdos de cuando los llevaba de la mano, apurada, porque ya iba a ser la hora de entrada. Cuántas veces los dejé en esa puerta y me quedaba parada, viéndolos irse con sus morralitos y sus loncheras, diciéndoles adiós con la mano.
Todo estaba oscuro, pero ya había gente haciendo la cola. Pensé que los del Plan República no nos iban a permitir entrar, porque el viernes, el día de la instalación de las mesas, llegamos a las 7:30 de la mañana, y ya habían comenzado el procedimiento sin nosotros. Lo hicieron solo con los testigos del chavismo, cosa que no está bien. Lo reclamamos, pero el coordinador del centro electoral nos dijo que no nos preocupáramos, que el domingo no iba a haber rollo.
Así fue. Entramos, se constituyeron las mesas y como a las 6:15 votamos todos los que estábamos adentro. Después, comenzaron a entrar los ciudadanos que esperaban a las afueras.
Uno me llevó una empanada, otro me compró un café, otro me dio un paquetico de galletas. Más tarde, a mediodía, nos llevaron, a mi marido y a mí, unas viandas de arroz con pollo. ¡Qué bella la gente! Yo pensé que todo el mundo se quedaría en su casa, que después de todo lo que habíamos vivido nadie saldría a votar, y mira, estaba equivocada.
El día transcurrió sin inconvenientes. Si digo que vi algo raro, miento. Es más, hasta me puse a hablar con la testigo del PSUV que estaba conmigo en la mesa. Es una señora del barrio, muy amable, la conozco de vista, no es mi amiga. “Coño, yo sé que la vaina está jodida, yo tengo miedo de lo que vaya a pasar”, me dijo. “Tranquila —le respondí—, aquí nadie va a joder a nadie”. Le sonreí. “Bueno, que sea lo que Dios quiera”, suspiró.
La mayoría de la gente votó en la mañana. Después de las 2:00 de la tarde llegaban personas graneaditas. Como a las 4:00 me crucé con mi esposo en el pasillo y me dijo: “Negra, la cosa está tensa”. Me contó que el testigo del PSUV que estaba en su mesa sí estaba alebrestado, a la defensiva. Yo le dije que lo ignorara.
Alas 6:15 no había nadie en cola. Entonces comenzamos a presionar para que cerraran las mesas. El coordinador del centro —un hombre alto, tosco— afirmaba que tenía que esperar a que le dieran la orden.
—¿Pero quién debe dar la orden? La ley dice que cuando no haya electores en cola se cierra —respondió el presidente de la mesa.
Me fui hacia afuera y le dije a la gente que estaba esperando para entrar a la verificación ciudadana que ya debíamos cerrar, pero que el coordinador del centro lo estaba impidiendo.
¡Cierren las mesas, cierren las mesas, cierren las mesas!, comenzaron a gritar.
No sé para qué querían mantenerlas abiertas si de cualquier manera no estaba yendo nadie a votar. Quizá esperaban una operación remate que nunca se activó. A las 7:00, entonces, se cerraron las dos mesas. Y procedimos con el acto de escrutinio.
Firmé el acta. Se imprimieron varias copias, no conté cuántas. El hombre del Plan República salió para dar acceso a los 30 electores que iban a presenciar la verificación ciudadana. La gente entró nerviosa porque afuera andaban rondando unos hombres en unas motos. Supuestamente estaban armados y vestían camisas rojas. Creo que eran colectivos.
Comenzamos el conteo de mi mesa, que fue la que salió seleccionada para auditar. Lo que indicaron las papeletas era lo mismo que estaba impreso en el acta: había ganado Edmundo González.
Por mucho.
Transmitimos los resultados, sin problema alguno.
Entonces en ese momento, mi esposo dijo:
—Bueno, cada testigo debe tener una copia del acta.
Los presidentes de las mesas, sin embargo, ya se las habían entregado al coordinador del centro, porque este les había dicho: “Nadie puede quedarse con material electoral”. Fue entonces cuando lo abordé y me respondió lo que me respondió:
—Mi señora, lamento decirle que no le podremos dar las copias del acta de escrutinio.
Que no, que era una orden de arriba.
Y fue cuando le dije que arriba estaba Dios, y que Dios no permitía injusticias.
Mi marido lo enfrentó:
—Exigimos las actas.
—No, mi pana, lo siento, no te las puedo dar.
¡Entreguen las actas, entreguen las actas, entreguen las actas!, comenzaron a gritar los ciudadanos.
Y yo también gritaba, gritaba a todo pulmón. Eso se volvió una algarabía.
¡Entreguen las actas, entreguen las actas, entreguen las actas!
Los presidentes de ambas mesas, que había sido tímidos ante la situación, reaccionaron de pronto:
—Te entregué todo porque me dijiste que era obligatorio, pero ¿y qué hacemos con lo que dice en la ley? ¿Lo ignoramos? La ley dice que tenemos derecho a una copia. Además, yo soy la máxima autoridad, soy el presidente de la mesa, ese documento tiene mi firma —dijo uno de ellos.
¡Entreguen las actas, entreguen las actas, entreguen las actas!
(La testigo del PSUV dijo bajito: “Bueno, yo también quiero mi copia, no sé qué está pasando”. Claro, ella no gritó, pero yo la escuché).
¡Entreguen las actas, entreguen las actas, entreguen las actas!
—Es que… señores… es una orden —se excusaba.
¡Entreguen las actas, entreguen las actas, entreguen las actas!
—¿Pero una orden de quién?
Se encogió de hombros, miró a un funcionario del Plan República, que entonces alzó la voz: “Se calman, se calman”.
Era un muchachito flacucho que podía ser mi hijo. Creo que también estaba nervioso. Mi marido se le paró al frente: “Mire, amigo, aquí se quiere violar la ley, es nuestro derecho tener las copias del acta”.
¡Entreguen las actas, entreguen las actas, entreguen las actas!
El funcionario del Plan República miró al coordinador, que seguía negando con la cabeza.
¡Entreguen las actas, entreguen las actas, entreguen las actas!
—Bueno, está bien, tengan su vaina —se rindió finalmente.
Todos aplaudieron.
Agarramos las copias, dejé que los presentes les tomaran fotos. Después escaneamos el código QR, las doblé y me las guardé en un bolsillo del pantalón.
Nos fuimos a la casa escoltados por los ciudadanos que nos acompañaron. Teníamos miedo de que los hombres armados que estaban afuera nos hicieran algo. Pero cuando salimos, ya no estaban.
Seguimos caminando.
Sentía que llevaba algo sagrado en mi bolsillo.
Al llegar, metí el acta en una cajita, y me senté a esperar el resultado. Primero cuando vi las declaraciones de unos señores de la oposición con las caras largas; y después cuando el rector Amosoro dijo que el sistema había sufrido un hackeo y anunció los resultados que todos escuchamos, me di cuenta de que nos habían querido quitar las actas para que no hubiera evidencia de la trampa. Ahí fue que entendí todo.
Me desmoralicé con lo que ese hombre dijo; mejor ni repito las groserías que grité. El negro me preparó un tecito porque sentí que me iba a dar algo. Me acosté, frustrada, y me quedé dormida de inmediato porque estaba muy cansada.
Al otro día, a mediodía, mis hijos, desde Perú me escribieron: “Mamá, cuídate mucho”. Estaban viendo por las redes que la gente había salido a protestar. Les respondí en medio del escándalo de cacerolas que se formó en el barrio: “Sí, mis amores, tranquilos que estamos bien”.
No es que nunca hubieran protestado por la casa, pero era asombroso que, supuestamente habiendo ganado Maduro, nadie celebrara. Y que el cacerolazo se activara sin que nadie lo hubiera convocado.
Por la noche, mis hijos me dijeron que saliera de la casa.
Un amigo suyo les comentó que la policía estaba buscando a los testigos de la oposición para meterlos presos. Esa noche también la pasé en vela. Sentía que iban a venir por nosotros. No quería irme de mi casa; no tengo que esconderme porque no soy una delincuente. Pero mi esposo se angustió. Y me convenció.
Metí unas mudas de ropa en un bolso y nos vinimos para acá. Aquí estamos. Seguimos con esta incertidumbre. ¿Pero sabes? Valió la pena todo lo que hicimos. En la página web que montó María Corina con las actas, aparecen las dos que tenemos nosotros, las de nuestro centro. Cuando las vi, sentí que aportamos, que ahí estábamos. Coño, sentí que cumplimos. Ahora, en estos días tan raros, de tanta tensión, estamos esperando qué es lo que va a pasar.
Algo tiene que pasar.
Con el propósito de proteger la integridad física de los protagonistas de esta historia, hemos omitido los detalles que permitan identificarlos.
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Erick Lezama
Sobreviví al cáncer para contar la vida con sus luces y sombras. Soy periodista-narrador y editor senior de La Vida de Nos, donde cada día conjugo los verbos creer y crear. Tengo la certeza de que las historias son puentes en los que nos encontramos con los demás y con nosotros mismos.
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