María nos enseña a tener fe. Creer es reconocer que la mano invisible de Dios actúa y llega precisamente a donde el hombre no puede llegar. Creer es también permanecer hoy en esta difícil y dramática situación con esperanza cristiana. La dificultad del momento presente, las guerras que parecen barrer toda esperanza y destruir la confianza en el hombre. La desorientación que nos rodea, no anula nuestra firme certeza de que Dios no abandona a quienes lo aman, que nosotros no estamos solos y que Dios dirige la historia.
María nos enseña también a entrar en el tiempo de la gestación, un tiempo de paciencia, silencio y espera. Las cosas del hombre se hacen en un instante; las cosas de Dios tardan y llegan lentamente. Es necesaria una larga gestación para que nazca lo nuevo. Ya no sabemos esperar. Queremos controlar los acontecimientos, pero se nos escapan y nos desorientan.
Me gusta pensar que el embarazo de María se nutrió también de la paciencia, la fe, el silencio, la escucha, la oración y el caminar, y esto llevó a María a ver y reconocer en sí misma los lugares y acontecimientos donde la mano de Dios hizo algo nuevo: en su prima Isabel (Lc 1,39-45), en su esposo José (Mt 1,18-25).
Hoy no lo entendemos todo, no somos capaces de interpretar correctamente lo que está sucediendo y este es quizás uno de los elementos que más nos desorienta: no poder descifrar y decodificar el dramático momento presente; no poseer la clave de interpretación, la cual nos permite controlar las noticias, el presente y la deriva interminable de violencia, injusticia y dolor. Pero la certeza de que nada nos separará del amor de Dios, la seguridad que obtenemos de su fidelidad, no puede fallar y nada, absolutamente nada ni nadie, debe separarnos jamás del amor de Dios.
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