Bajo su falsa apariencia de oración rudimentaria, accesible en todas partes y a todos, el Rosario “concentra en sí mismo la profundidad de todo el mensaje evangélico”, escribe el papa san Juan Pablo II en su carta apostólica Rosarium Virginis Mariae (2002).
Orar es, en efecto, recordar —es decir, hacer presentes y actuales— los principales episodios de la vida de Cristo y esto, a través del corazón, la mirada y los recuerdos de su Madre. Apoyados en las avemarías, nos convertimos en contemporáneos de los hechos salvíficos realizados por Jesús: su Encarnación y su vida oculta (misterios gozosos), su vida pública (misterios luminosos, añadidos por Juan Pablo II en 2002), sus sufrimientos y su pasión (misterios dolorosos), el triunfo de su resurrección (misterios gloriosos). Y así entramos en comunión viva con Él, a través de María.
Para que la repetición del avemaría no sea algo mecánico o supersticioso, sino un “camino de asimilación del misterio”, es necesario respetar su dimensión contemplativa y cristocéntrica.
En su carta, san Juan Pablo II ofrece algunos consejos en este sentido. Invita, en particular, a enunciar el episodio meditado fijando la mirada en una imagen que lo representa. Luego dejemos que “Dios hable” proclamando el pasaje bíblico correspondiente. Después, antes de empezar la decena, conviene que nos quedemos unos momentos en silencio. Para dar relieve al nombre de Jesús, centro de gravedad del avemaría, podemos incluir palabras evocadoras del misterio (para la Transfiguración, por ejemplo: “Y Jesús, cuyo rostro brilla como el sol, es bendito”). ¡La parte más difícil es empezar!
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