Cuando seamos pobres y no lo sepamos
ROBERTO GIUSTI | EL UNIVERSAL
martes 18 de agosto de 2015 12:00 AM
Cuando la Perestroika aireó 73 años de aislamiento y desconocimiento cabal de lo que había ocurrido, tanto adentro como afuera de la Unión Soviética, los rusos tardaron en comprender que la conversión del socialismo al capitalismo y los intentos por construir una verdadera democracia, al hacerse real, resultaba más difícil que nunca. Atenazado por la inercia ante una crisis cuyo detonante final era la baja de los precios petroleros, Gorbachov se debatía entre el cambio de modelo y la eventual pérdida del poder o la vuelta atrás con el endurecimiento de la represión, mientras una ola secesionista sacudía las 16 repúblicas de la Unión. Pero a esto se agregaban las contradicciones provocadas por la apertura al mundo occidental y el acceso de la sociedad a la información, con la caída de un muro invisible que había mantenido a cientos de millones de personas viviendo en una falsa realidad.
Todo esto lo pude constatar al asistir a un Festival de Cine Español (en el cual los espectadores descubrirían las películas de un tal Pedro Almodóvar), cuando antes de la función anunciada (El Matador), exhibieron unos cortos turísticos de la Costa Brava con primeros planos en regodeo de humeantes paellas valencianas, langostas asadas, profusión de charcutería y vinos ante cuya imagen la audiencia, arrobada, exhalaba un ¡ah...! colectivo y sobrecogedor. Para los rusos la constatación de tanto derroche y lujo resultó ofensiva y esclarecedora, máxime cuando estaban sufriendo, por primera vez, además de la escasez de siempre, el fenómeno de la hiperinflación. Descubrían, así, que el hombre nuevo y demás pamplinas del aparato propagandístico del régimen no eran sino una más de las monstruosas y masivas engañifas del siglo XX. Pero descubrían, además, que los millones de muertos que pusieron durante la guerra contra el nazismo solo habían beneficiado a Occidente, mientras que a ellos les correspondió amoldarse a otra versión del totalitarismo bajo la férula del stalinismo cuyo último heredero, consideraban ellos, no era otro sino un Gorbachov que los llevaba al borde de la catástrofe.
Al atisbar un corto de promoción turística (no por cierto el mejor reflejo de la realidad extramuros porque la vida en el capitalismo tampoco es leche y miel y eso lo comprenderían los rusos con el tiempo) la constatación, por contraste, del fracaso del denominado "socialismo real" se mezclaba con la ofensa a la dignidad de su condición, acuñada en la escasez perpetua y por tanto en una relación con los objetos y el consumo que bien podrían encajar en la era precapitalista. No en vano Boris Yeltsin confiesa en sus memorias el choque que sufrió al visitar un supermercado en EEUU. "Cuando descubrí los estantes a punto de desplomarse bajo el peso de centenares y millares de productos enlatados, me sentí mal por mi patria, por nosotros. Resulta espantoso que se haya podido reducir a ese estado de miseria a una tierra tan rica como la nuestra".
La irregularidad en los suministros y la escasez hacían de hábitos rutinarios como los regímenes balanceados de alimentación, una sofisticación inaudita que sacaba sonrisas a los moscovitas cuando preguntábamos por ellos. Era muy difícil conseguir, entre los últimos soviéticos, algún vegetariano a la manera del Conde León Tolstoi o un cultor de las manías postmodernas del ejercicio o las supervitaminas. No había en Moscú tiendas naturistas o venta de productos orgánicos y/o integrales, toda una industria en Occidente. Las opciones alimentarias de los rusos eran limitadas y la escasez llegó a desvirtuar la gastronomía tradicional. La preocupación por el colesterol o los triglicéridos constituían un problema secundario. Y si alguien regresaba a la casa con un buen trozo de carne de cerdo, nadie le hacía ascos y todos comían sin remordimientos ni temor.
Pero la tragedia de la "dictadura del proletariado" se manifestaba en todos los órdenes, desde la manipulación de la historia a la existencia, por ejemplo, de una medicina desasistida y atrasada, al punto de que a fines del siglo XX no había en los hospitales (lo que no ocurría en las clínicas para la nomenklatura) jeringas desechables. La carencia de bienes y la imposibilidad de sustituirlos con la frecuencia propia del consumismo en países donde un par de zapatos nuevos se desecha por estar pasados de moda, implicaba una relación íntima y prolongada con los objetos de uso personal. Así, por ejemplo Zinaída, nuestra conserje, tenía un par de botas que le habían pisado la barba a diez inviernos consecutivos y a esas alturas ningún pie que no fuera uno de los suyos podía adaptarse a las sinuosas grutas de sus interioridades, lo cual no impedía que cuando ya estaban en las últimas y llegaba la hora de comprar unas nuevas, las colocara en una tienda de ropa usada a ver si podía sacarles un último provecho porque, por esos días, lo que mandaba era el mercado negro y en las tiendas del Estado, cuyos precios eran irrisorios, reinaba el vacío y la desolación.
@rgiustia
Todo esto lo pude constatar al asistir a un Festival de Cine Español (en el cual los espectadores descubrirían las películas de un tal Pedro Almodóvar), cuando antes de la función anunciada (El Matador), exhibieron unos cortos turísticos de la Costa Brava con primeros planos en regodeo de humeantes paellas valencianas, langostas asadas, profusión de charcutería y vinos ante cuya imagen la audiencia, arrobada, exhalaba un ¡ah...! colectivo y sobrecogedor. Para los rusos la constatación de tanto derroche y lujo resultó ofensiva y esclarecedora, máxime cuando estaban sufriendo, por primera vez, además de la escasez de siempre, el fenómeno de la hiperinflación. Descubrían, así, que el hombre nuevo y demás pamplinas del aparato propagandístico del régimen no eran sino una más de las monstruosas y masivas engañifas del siglo XX. Pero descubrían, además, que los millones de muertos que pusieron durante la guerra contra el nazismo solo habían beneficiado a Occidente, mientras que a ellos les correspondió amoldarse a otra versión del totalitarismo bajo la férula del stalinismo cuyo último heredero, consideraban ellos, no era otro sino un Gorbachov que los llevaba al borde de la catástrofe.
Al atisbar un corto de promoción turística (no por cierto el mejor reflejo de la realidad extramuros porque la vida en el capitalismo tampoco es leche y miel y eso lo comprenderían los rusos con el tiempo) la constatación, por contraste, del fracaso del denominado "socialismo real" se mezclaba con la ofensa a la dignidad de su condición, acuñada en la escasez perpetua y por tanto en una relación con los objetos y el consumo que bien podrían encajar en la era precapitalista. No en vano Boris Yeltsin confiesa en sus memorias el choque que sufrió al visitar un supermercado en EEUU. "Cuando descubrí los estantes a punto de desplomarse bajo el peso de centenares y millares de productos enlatados, me sentí mal por mi patria, por nosotros. Resulta espantoso que se haya podido reducir a ese estado de miseria a una tierra tan rica como la nuestra".
La irregularidad en los suministros y la escasez hacían de hábitos rutinarios como los regímenes balanceados de alimentación, una sofisticación inaudita que sacaba sonrisas a los moscovitas cuando preguntábamos por ellos. Era muy difícil conseguir, entre los últimos soviéticos, algún vegetariano a la manera del Conde León Tolstoi o un cultor de las manías postmodernas del ejercicio o las supervitaminas. No había en Moscú tiendas naturistas o venta de productos orgánicos y/o integrales, toda una industria en Occidente. Las opciones alimentarias de los rusos eran limitadas y la escasez llegó a desvirtuar la gastronomía tradicional. La preocupación por el colesterol o los triglicéridos constituían un problema secundario. Y si alguien regresaba a la casa con un buen trozo de carne de cerdo, nadie le hacía ascos y todos comían sin remordimientos ni temor.
Pero la tragedia de la "dictadura del proletariado" se manifestaba en todos los órdenes, desde la manipulación de la historia a la existencia, por ejemplo, de una medicina desasistida y atrasada, al punto de que a fines del siglo XX no había en los hospitales (lo que no ocurría en las clínicas para la nomenklatura) jeringas desechables. La carencia de bienes y la imposibilidad de sustituirlos con la frecuencia propia del consumismo en países donde un par de zapatos nuevos se desecha por estar pasados de moda, implicaba una relación íntima y prolongada con los objetos de uso personal. Así, por ejemplo Zinaída, nuestra conserje, tenía un par de botas que le habían pisado la barba a diez inviernos consecutivos y a esas alturas ningún pie que no fuera uno de los suyos podía adaptarse a las sinuosas grutas de sus interioridades, lo cual no impedía que cuando ya estaban en las últimas y llegaba la hora de comprar unas nuevas, las colocara en una tienda de ropa usada a ver si podía sacarles un último provecho porque, por esos días, lo que mandaba era el mercado negro y en las tiendas del Estado, cuyos precios eran irrisorios, reinaba el vacío y la desolación.
@rgiustia
No hay comentarios:
Publicar un comentario