¿Quién manda en Venezuela?
La pregunta no es ociosa. Su adecuada respuesta es variopinta.
Según reza la Constitución de Hugo Chávez, adoptada en 1999, la soberanía “reside intransferiblemente en el pueblo”. Y los diputados recién electos en los comicios del 6-D, según la misma, son los “representantes del pueblo y de los estados en su conjunto”. Allí está, en ella, residente, el poder constituyente y constitucional.
Thomas Hobbes afirma, por ende, que cuando se atenta contra esa soberanía “el Estado queda destruido y cada hombre retorna a la calamitosa situación de guerra contra todos los demás hombres”.
Hasta 2013 el jefe y redivivo caudillo decimonónico venezolano es Hugo Chávez. Lo es de hecho y de Derecho. Y luego se hace de la presidencia, por orden testamentaria e inconstitucional suya, su vicepresidente, Nicolás Maduro.
En realidad y en lo sucesivo los causahabientes son tres y en ese triunvirato reposa desde entonces el poder material del país: en el mismo Maduro, en Rafael Ramírez como jefe de la caja de caudales petrolera, y en Diosdado Cabello, de paso soldado y presidente de la Asamblea Nacional.
Ramírez es purgado luego y puesto a distancia –¿por Maduro, por Cabello, por ambos concordados?, no se sabe aún.
Desde el pasado 6-D la cuestión se complica. La diarquía sucesiva queda rota. En una suerte de coincidencia, por motivos distintos, la soberanía popular y la Fuerza Armada –que acompaña a sus muertos hasta la puerta del cementerio, no más allá– le cortan la cabeza y desafueran al más estridente y autoritario de los sucesores del chavismo, a Cabello.
Lo cierto es que Maduro sabe desde antes que los suyos –no solo aquel– que pierden las elecciones parlamentarias. Y rememora que Chávez también pierde y reconoce su derrota en 2007. Y al caso dice y afirma que para él es preferible perder que exponer al país a escenarios de violencia. Son sus testigos los ex presidentes que nos acompañan, venidos desde el exterior, en los días previos a la jornada eleccionaria.
Pero dicha confesión, vista a la distancia de pocos días y a la luz de lo que ocurre ahora, mejor sugiere o acaso quiere decir que efectivamente el presidente es consciente, desde antes de hacerse cierta dicha derrota, de la posible disyuntiva que hoy se hace agonal: o mantener la paz en democracia o jugar a la guerra, a costa de un hipotético desconocimiento de la voluntad popular ya manifestada.
El comportamiento de la Asamblea que preside Cabello, cuya legitimidad le ha sido retirada por el voto mayoritario y plebiscitario del pueblo, confirma que el choque de poderes y de mandos en curso no es entre el parlamento recién electo y el Presidente; es entre Maduro y Cabello, pichón de dictador, quien adopta decisiones de última hora que alteran gravemente el ordenamiento constitucional y democrático.
El gobierno –dice el fallecido ex presidente Herrera– es como el mar: rige hasta en las orillas. Empero, conforme a la doctrina constitucional democrática, ninguna asamblea que se respete como tal decide sobre asuntos espinosos y menos golpea a la Constitución una vez como pierde el beneplácito popular. Media una razón básica y de abecedario: los diputados son representantes de la soberanía nacional hasta el momento en que la misma soberanía los expulsa y desapodera.
En suma, el presidente Maduro vive su hora dilemática, su hora de la verdad.
La democracia se prueba, justamente, en la capacidad de los gobernantes para administrar sus minorías en el parlamento. Lo que le obliga al diálogo y la concertación, sin que ello sea aguamiel.
No existe conflicto de poderes posible allí donde los poderes ajustan sus comportamientos a la Constitución y se mueven, de buena fe, en el marco de sus competencias respectivas o complementarias.
Los diputados electos, por lo visto, reclaman espacios de encuentro, vigencia del Estado de Derecho, resolución de los problemas más acuciantes del ciudadano: comida, medicinas, seguridad personal, distensión mediante el cese de la conflictividad, liberación de los presos políticos.
Hasta el 5 de enero, sin embargo, con su tacón de milico retirado, Cabello golpea sobre la mesa del parlamento. Rompe la Constitución en pedazos y en su imaginería cree tener frente a sí a María Corina y a Borges: sujetos por sus esbirros, amoratados a golpes en el hemiciclo.
La pregunta, en suma, vuelve por sus fueros. ¿Podrá Cabello seguir haciendo de las suyas y lanzar al país por el precipicio llevándose a Maduro consigo?
La soberanía popular es el poder en la democracia, y la Fuerza Armada, según la propia Constitución, es la garante de esta y de su expresión hecha votos el pasado 6 de diciembre. Y Maduro, como jefe del Estado, es su comandante en jefe, su “suprema autoridad jerárquica”.
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