Censura y corrupción
La reciente condena, en primera instancia, de David Natera, director del Correo del Caroní, por difundir información sobre un caso de corrupción en la empresa estatal Ferrominera del Orinoco, confirma la estrecha relación que existe entre la corrupción y la censura. Esa sentencia pone de relieve la sensibilidad de algunos jueces para proteger la reputación de algunas personas; pero, aunque pueda ser casual que las personas favorecidas por esas decisiones judiciales estén vinculadas al actual gobierno, no es simple coincidencia que, en estos últimos diecisiete años, esos mismos jueces no hayan actuado con igual contundencia para perseguir y castigar a quienes han saqueado los bienes públicos. Tampoco es mera casualidad que, bajo un régimen abrumado por las denuncias de corrupción, se utilice sanciones penales para intentar silenciar a la prensa libre, impidiendo que los ciudadanos tengan acceso a información de interés público.
La libertad de expresión, que garantiza el derecho de difundir y recibir informaciones e ideas de toda índole, ocupa un lugar destacado en la jerarquía de los derechos humanos. Se trata de un derecho que hace posible un debate franco y abierto sobre asuntos de interés público, y que es la vía para canalizar nuestra participación en la toma de decisiones públicas; ésta es la forma más inmediata y directa para autogobernarnos y aproximarnos a lo que Chávez llamó “la democracia participativa”. A diferencia de otros derechos humanos, la libertad de expresión es un instrumento del proceso político y, como tal, forma parte de la esencia misma de una sociedad democrática; es parte del sistema de frenos y contrapesos que permite controlar a aquellos a quienes se les ha confiado el ejercicio del poder. Nuestra propia Constitución le reconoce ese carácter fundamental y, a diferencia de otros derechos, prohíbe que la libertad de información pueda ser restringida incluso en estados de excepción. Por ello, resulta aún más sorprendente que la sentencia en contra de Natera, junto con la condena a 4 años de prisión y al pago de una cuantiosa multa, se agregue la prohibición de publicar noticias relacionadas con el empresario autor de la demanda.
Desde luego, la libertad de expresión puede entrar en conflicto con otros intereses igualmente dignos de protección y, en ese caso, los tribunales tendrán que ponderar cuál es el derecho o interés social que debe prevalecer. Pero, excepto en la Venezuela bolivariana y en alguna tiranía como las de Zimbabwe o Corea del Norte, cuando está en discusión un asunto de interés público, como es la preservación del patrimonio del Estado, la jurisprudencia constante de los tribunales nacionales e internacionales se ha inclinado por la primacía de la libertad de expresión. Llama la atención que, precisamente en el país que se proclama paladín del socialismo del siglo XXI, un individuo que podría estar involucrado en hechos constitutivos de delito, que lesionan a la sociedad en su conjunto, pueda disfrutar de mayor protección que el interés general.
Puede que el autor de la sentencia de marras se hay preguntado por qué debe permitirse que se critique a un gobierno que cree que está haciendo lo correcto. La respuesta es muy simple: además de herramienta del proceso político, la libertad de expresión tiene el propósito de garantizar que la imaginación, la creatividad, y el libre flujo de informaciones e ideas de toda índole hagan posible el progreso colectivo. Por eso, es curioso que, en el paraíso del socialismo del siglo XXI, una libertad política como ésta se vea estorbada por un juez que, desconociendo la letra y el espíritu de claras disposiciones constitucionales, se inclina por proteger el honor de quien, voluntariamente, eligió contratar con el Estado y someterse al escrutinio público.
Sin duda, la reputación de las personas es un bien jurídico digno de protección. Pero, para hacerla prevalecer, no se puede recurrir a cualquier artilugio; para los casos en que alguien se considere afectado por informaciones inexactas o agraviantes, la Constitución ha previsto “el derecho de réplica y rectificación”; pero la Constitución no permite la adopción de medidas que, por la vía de sanciones penales o pecuniarias, anulen o supriman la libertad de expresión, conduciendo a la autocensura de otros comunicadores sociales que no deseen verse expuestos a un desatino semejante. Los excesos de la libertad de expresión se corrigen con más información; no con censura a los medios de comunicación social, procurando impedir que haya una ciudadanía bien informada.
Durante estos largos diecisiete años, quienes mal gobiernan Venezuela han demostrado ser enemigos de la libertad de expresión y de los derechos humanos; han logrado imponer la hegemonía comunicacional como la forma más eficaz de lograr el silencio informativo, y casi han conseguido que todos los casos de corrupción en que sus funcionarios están involucrados pasen desapercibidos. Sin embargo, la pregunta que no pueden callar es por qué algunos jueces pueden sentir la tentación de manchar su propia reputación, exponiéndose a que alguien les considere cómplices de un sinvergüenza.
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