Neruda y yo
Desde adolescente soy un gran admirador de Pablo Neruda, uno de los mayores poetas de lengua castellana del siglo XX. Tengo un libro dedicado por él, cuya dedicatoria dice: “Para Eduardo Mayobre, su tío, Pablo Neruda. 1963. Septiembre. Isla Negra”. El cuento es el siguiente:
En agosto de 1963 llegó a Chile mi padre, José Antonio Mayobre, a encargarse de la Secretaría Ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas. Sucedía al mítico economista Raúl Prebisch, su maestro. En Septiembre Neruda nos invitó a almorzar en su casa de Isla Negra, entonces mucho más humilde y hermosa que ahora, después de la ampliación que el poeta le hizo con los reales que le deparó el Premio Nobel y de las reformas posteriores para transformarla en museo. Éramos solamente Neruda y su señora, Matilde Urrutia, mi padre y yo y una señora, para mí entrada años pero obviamente atractiva para los otros dos comensales varones.
Yo estaba sumamente entusiasmado ante la perspectiva de conocer al admirado autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Nos preparamos con cuidado. Mi padre llevó unaAntología de Neruda con el objeto de que se la dedicara. Yo, con la altanería de los 17 años, dije que no llevaría nada. Si quería dedicarme algo debía hacerlo por propia iniciativa.
La conversación fue muy grata y se desarrolló en torno a anécdotas que contaban Neruda y mi padre sobre sus experiencias anteriores con el propósito evidente de llamar la atención de la atractiva señora, cuyo nombre no recuerdo. Yo era un simple observador. Las historias de ambos resultaban seductoras, pero con toda sinceridad debo decir que los cuentos de mi padre eran más amenos que los del gran poeta. En vista de lo cual Neruda aprovechó su condición de anfitrión y trajo un libro fascinante sobre mascarones de proa de barcos antiguos, una de sus debilidades, que acaparó la atención. Un poco apabullado, la reacción de mi padre fue citar un poema de Salvatore Quasimodo, quien en 1959 había ganado el Premio Nóbel, todavía esquivo al gran poeta chileno. Es muy corto y dice así: “Cada quien está solo sobre el corazón de la tierra, traspasado por un rayo de sol, y de pronto es la tarde”.
De repente se retiró Neruda y volvió a los pocos minutos. Traía un libro y, para mi sorpresa y satisfacción, me lo dedicó. Se trataba de Canción de Gesta, una colección de poemas políticos. Cuando volví a Santiago y lo leí prolijamente me di cuenta que el regalo no había sido gratuito. Parte de los poemas se referían Venezuela y había uno, especialmente sangriento, que se dedicaba a Rómulo Betancourt. Se titula “Un demócrata extraño” y comienza con los siguientes versos: “Betancourt se sentó en las esperanzas/ de Venezuela como un fardo espeso/ este señor es cuadrado por fuera/ y es opaco por dentro como un queso”. Me entró la sospecha de que el generoso ofrecimiento había sido una forma indirecta de hacerle llegar a mi padre ese poema, porque durante el largo almuerzo nunca se mencionó la situación política venezolana.
Canción de Gesta, como buen libro de encargo, contiene algunos de los peores poemas de Neruda. El poeta, en cuanto disciplinado militante comunista, debía pagar tributo a su partido. Lo hacía, pero sin la inspiración de sus mejores obras. Hace poco, leyendo la extensísima Historia de la Venezuela política Contemporánea de Juan Bautista Fuenmayor, comunista de su propio comunismo, me encontré con que en su evaluación del gobierno de Betancourt transcribe in extenso el poema de Neruda. No se había perdido del todo la función del poeta de crear dogmas, a favor de Stalin o en contra del padre de la democracia en Venezuela. Buena lección.
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