Todos los bebés son nuestros
A las madres.
A los padres.
Al personal de los hospitales, clínicas y ambulatorios.
Había una vez un alma voluntariosa.
Una tarde, en medio de una reunión, dejó clara su posición. L sentí en mis adentros: un pequeño nadador giró sobre sí y se puso de cabeza. Tres meses antes de lo debido Adrián abrió los ojos al mundo. Lo vi apenas segundos. Escuché su voz y se lo llevaron.
Nació con buen peso para el tiempo de gestación pero sus pulmones estaban aún muy tiernos y toda la terquedad que albergaba ese pequeño no era suficiente para respirar. Se agotó, lo entubaron, lo llevaron a un incubadora y yo pasé mi primera noche como madre escuchando el llanto de los hijos de mis vecinos a través de la pared. Mi habitación estaba vacía.
Lo vi al día siguiente encerrado en la caja de plástico que es la incubadora, enredado en cables y sondas, con un pañal desechable que le sobraba, quería escucharlo pero sólo oía los bips de una máquina que vigilaba todos sus impulsos vitales.
Era todo piel y huesos, podía contar una a una las vértebras de la columna, se marcaban como una ristra de perlas, su barriguita abombada parecía una lechosa, era el espinazo de un pez sobre una fruta y una carita que quería vivir, niño pez, niño fruta, mi Pez Fruta.
Yo posaba mi mano sobre la transparencia que nos separaba y le preguntaba ¿qué hago con todo este amor? ¿cómo me voy a casa sin ti? Sus ojos parecían querer decirme cosas pero yo seguía hablando: pórtate bien, crece, por favor, lucha, por favor, no me abandones.
Pez Fruta luchó. El amor que lo envolvía era una fuerza inmedible. Pero eso no es suficiente. Tuvo todos los recursos para que la vida ganara. La electricidad estuvo puntual para que los aparatos que lo ayudaban a crecer funcionaran, los medicamentos y los instrumentos que necesitó para superar las dolencias propias de su estado no faltaron, una leche con fórmula especial para prematuros lo alimentó.
Un día encontré un chupón en su incubadora. Adrián tiene 13 años ahora. Miro sus ojos que siguen siendo habladores, lidio con su alma voluntariosa, me miro en su terquedad. No hay día que no recuerde que este adolescente espigado y moreno pesaba lo mismo que una mano de cambur cuando nació.
Eso no se olvida.
II
Leo con estupor unas cifras. El grito desesperado de médicos y personal sanitario de un hospital venezolano. Entre tres y cuatro bebés prematuros fallecen diariamente en nuestras instalaciones. No hay insumos, no hay medicamentos, no hay luz, no hay agua. Las incubadoras están rotas y no hay como repararlas. Entre la impotencia y la piedad, médicos y enfermeras, ubican a los pequeños en las pocas cunas térmicas que funcionan.
Es un intento desesperado, es una lucha que echa mano de lo que tiene. Apuestan por un milagro sabiendo que la ciencia deja algunos espacios al azar. Pero no son ciegos. Por eso llaman al área de las cunas el cementerio. La lija en la lengua que nombra es lo que los ata a la cordura, lo que intermedia entre el dolor y el trabajo tan duro que les ha tocado desempeñar en estos tiempos de anomia, de desidia, de desamparo. Imagino esas cunas como balsas, los bebés sobre ellas a la deriva, los ojitos de los niños que no serán buscando entender las nubes guardando el solo como un recuerdo para el que nunca tendrán una palabra con qué pronunciarlo.
Busco la fecha de la noticia. Leo febrero. Estamos en abril. Calculo las cifras de hoy, hago una cuenta rápida de los hospitales, clínicas y ambulatorios que podrían existir en Venezuela, uso mis dedos como ábaco, intento ser conservadora, sumo y siento que me desmayo. Se nos mueren como pollitos, dice el médico en la nota. Se nos mueren a todos. Porque todos esos bebés son nuestros. Esas madres, esos padres, somos nosotros. Escribo para subir a la balsa que se lleva a los nacidos antes de su tiempo. Escribo para acompañarlos en un viaje que no pidieron. Escribo para acompañar a sus padres en el llanto, en el abrazo, en la impotencia y en el seguir.
Escribo para vencer al vacío al que nos obligan desde hace 17 años. Escribo para hacernos un nosotros que grita, que repudia, que lucha, que no se deja vencer. Escribo exhausta intentando infructuosamente devolver la vida. Buscando otra oportunidad para la vida.
III
Esa oportunidad salta también de la prensa. Un motorizado es una presencia temida. Uno de ellos, uno de los miles que raspa el asfalto caraqueño, se detiene ante algo que escucha. La ciudad es una marabunta acústica.
Quienes tienen oído son capaces de aislar los sonidos que se concentran en un todo. El hombre baja de la moto, pesquisa, halla una vida en medio del monte, pide ayuda, no puede llevarlo a un hospital en la moto, no puede conducir con un bebé abandonado que llora de hambre, de sed, de frío, de miedo.
Llegan manos y brazos y voluntades y la vida de acaso tres kilos y dos horas en esta tierra no se interrumpe, sigue contrariando lo condena que le habían impuesto, brilla en el regazo de quienes lo atienden, come, bebe, agarra temperatura, acepta el regalo de un nombre, recibe sin ser consciente la voluntad desprendida de gente que no navega en su ADN. Una avalancha de medicamentos, ropa, juguetes, enseres, comida, llega para darle la bienvenida, para acompañarlo en el punto de partida, para animarlo a seguir que lo que viene es difícil pero vale la pena.
En pleno desabastecimiento dan lo poquito que tienen.
Ese poquito el todo de muchos.
Yo pienso en el motorizado.
También fue bebé.
Sabe que todos los bebés son nuestros.
Desde aquí le doy las gracias.
IV
Escribo por las razones que enumeré arriba.
Y escribo para decirle a los responsables de esto que vive Venezuela, que los juicios existen, que las penas se dictan, que la justicia llega.
Que vamos a luchar desde la palabra: la que cuenta, la que denuncia, la que no se achica ante amenazas, la que no acepta la violencia, la que entiende de libertad, de derechos, de garantías.
Tanto pesar, tanto dolor, tanto abuso, tanta inquina, no han podido minar la fuerza de quienes creen y luchan.
Aparto los sentires como quien intenta atravesar un bosque tupido. Busco un claro, un espacio por donde se cuele un halo que nos guíe.
Alumbrar tiene que ver con iluminar, con dar a luz, con acompañar, con descubrir el agua subterránea y dejarla salir a la superficie, con liberar las raíces de la tierra para que el riego les llegue.
Hay una luz que no pueden ni podrán robarnos. Lo obscuro siempre termina retrocediendo ante lo que resplandece.
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