La democracia como acracia
En algún lugar, que mi Mnemosine no atina a recordar con suficiente diafanidad, debo haber leído que “la verdadera y auténtica democracia solo es posible pensarla y ejercerla como acracia”. Desde hace unos 2.500 años, los griegos, que todo lo sabían, o casi todo en verdad, se dieron un sistema de organización socio-política que atinaron en llamarle con el sugestivo nombre de “democracia”. El étimo de la palabra casi mágica pero esencialmente problemática y en rigor –estricto sensu– polisémica hunde sus raíces en esa entidad sociodemográfica gaseosa que unos y otros entendemos como el pueblo.
El demos, esto es, el bajo pueblo descalzo, harapiento, desdentado, chancletudo, preterido de todos los siglos y épocas, el tumulto y la turba que se aglomera en las inmediaciones de los mercados y va a misa los domingos, el pueblo que asiste a los sepelios de sus deudos, el que paga sus impuestos y se enferma y muere de mengua en un pasillo de un destartalado hospital por falta de insumos médicos; en fin, el “bravo pueblo” que canta el himno nacional y hace colas por un tubo de dentífrico y una barra de jabón en medio del abrasador sol y la implacable lluvia de un desvencijado país que ya no se sabe a ciencia cierta si aún es una país o ya es exactamente un remedo de él.
Si la democracia es, repetimos, en su histórica raíz etimológica, el gobierno del pueblo ejercido por el pueblo y para el pueblo, entonces, obviamente ese mismo gobierno (kratos= poder) se ejerce explícitamente desde el anonimato de lo colectivo a través de una figura simbólica representativa que conocemos con el nombre de sufragio. Por ejemplo, yo elijo a un representante y deposito en él mi confianza para que, en mi nombre, transitoriamente, hable y actúe investido de poder que yo le conferí en comicios libérrimos, secretos y consensualmente confiables. Si, hipotéticamente, llegado el caso, estimo que la confianza que yo deposité en mi representante ha sido defraudada y me siento traicionado puedo apelar a mi derecho inalienable de solicitar “revocatorio de mandato” previa solicitud de rendición periódica de cuentas a través de los mecanismos jurídico-políticos e institucionales que la misma democracia crea para tales fines.
Evidentemente, como dicen los textos elementales de la teoría política, la soberanía reside en el pueblo, quien la ejerce a través del voto. De modo tal que la cacareada democracia participativa y protagónica, una vez electo el diputado, el alcalde, el gobernador, el presidente u otro representante popular, queda confiscada y expropiada por el representante de marras quien hará todo lo que políticamente esté a su alcance para burlar los mecanismos de vigilancia y control que establece la ley en la materia. Una de las peores aberraciones jurídicas constitucionales que han pretendido infructuosamente instituir los regímenes políticos con vocación militarista y totalitaria es la de la socorrida “reelección indefinida”. Iosif Stalin, Kim Il-sung, Nicolae Ceaucescu, Fidel Castro, Hugo Chávez… todos ellos de nítida e irrevocable filiación filotiránica intentaron con más o menos éxito implantar una dictadura monopartidista y vitalicia que durara per secula seculorum, hasta el fin de los tiempos; naturalmente, pronto sea dicho, sus tristemente célebres ejecutorias fueron llevadas a cabo siempre invocando el sacrosanto término de origen griego.
Únicamente es posible hablar, en puridad, de democracia cuando estamos en presencia de una meridiana separación de poderes. Sean los poderes sobre los que teorizó Montesquieu, sean los otros que propuso Bolívar como instancias institucionales complementarias, a saber, el Poder Electoral, el Poder Moral o Ciudadano.
Todo poder, si en verdad presume de ser democrático, debe aspirar a ser como la esfera pascaliana, “cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna”; es decir, el poder reside en el pueblo quien lo delega circunstancialmente y lo reclama para sí cuando este lo estima pertinente. No cabe duda, tal pareciera que Venezuela vive justamente una coyuntura histórica signada por una exigencia de carácter cíclico. La actual coyuntura socio-política por la que atraviesa el país es asaz neurálgicamente delicada. Su élite gobernante está literalmente de espaldas a la historia e insiste en remar contracorriente y colocarse en sentido adverso al devenir de nuestro tránsito republicano.
El país clama agonalmente por un giro sustantivo en las políticas públicas que están llevando a millones de connacionales al abismo de la pobreza extrema y de la miseria atroz. Legiones de venezolanos ya cruzaron el umbral de humana condición y se lanzan a los tachos de basura a hurgar entre restos de desechos en busca de algún resto de comida para no morir de hambre. Sin metáforas. Obviamente, a la luz de toda evidencia, un país así no puede ufanarse de vivir en una democracia tal como se conoce en el mundo civilizado.
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