Víctimas del socialismo del siglo XXI
Esperaba dentro del carro mientras el motor se calentaba. La calle estaba vacía y la radio callada. Algunos truenos sonaban al inicio de una nueva jornada. Un día nublado, lluvioso y decretado no laborable por el presidente “obrero” de Venezuela. ¡Qué paradoja!
A pesar del decreto, fue como un día de trabajo. Y antes de darle marcha al vehículo imaginaba lo que me esperaba. Una suerte de periplo por todas las farmacias de San Diego, en busca de un medicamento que en cualquier otro país desarrollado se vende por doquier.
Era un poco más de las siete de la mañana cuando hice la primera parada. Mi madre se bajó en lo que parece un almacén vacío, al que los venezolanos de la Venezuela en crisis llamamos supermercado. Después de dejarla en una larga cola fuera del establecimiento, seguí rumbo a mis otros destinos.
No sorprendía nada, ni la larga cola ni la degradación humana a la que hemos llegado. Cientos de personas en un mismo sitio esperando “lo que llegue” de los productos regulados. Cientos de venezolanos aguardando que en el almacén abran las puertas para adquirir “lo que haya”.
Metros más adelante, la historia se repetía en otro almacén y, diagonal a este, en lo que una vez llamábamos Farmatodo, cientos de personas invadían el lugar en otra larga fila. Farmatodo era la primera farmacia en mi recorrido, y fue la primera que descarté. El sólo hecho de ver tanta marginalidad y hostilidad en una cola espanta a cualquiera.
Las siguientes tres farmacias estaban incluidas en la cronología de un evidente fracaso ya previsto. La búsqueda de una caja de ácido fólico para mi madre no tuvo éxito y el inicio de las lluvias reflejaba la situación sentimental de todo un país que empieza a pesarle a cualquier ciudadano civilizado.
Mientras esperaba la luz verde del semáforo, la roja era ignorada por cualquier conductor; fiscales no había, pero las cornetas y las imprudencias sobraban. El recorrido continuó acompañado de la anarquía que representa vivir en la ciudad. Terminé en un centro comercial donde había un almacén chino y la habitual cola de quienes esperaban comprar, nuevamente, “lo que haya”. Lo irónico de todo es que en el estacionamiento una señora vendía el cartón de huevos a 2.200 bolívares. ¿Dónde habrá quedado el famoso cartón de huevos a Bs 400 que anunció el entonces vicepresidente Jorge Arreaza?
En una de mis paradas, el farmaceuta repitió el mismo himno de muchos en Venezuela, el famoso “No hay”, y después de darme algunas sugerencias de donde podría conseguir el medicamento, abandoné el establecimiento. Mientras tanto, civiles en la fila peleaban con el nuevo venezolano: los bachaqueros que intentaban colearse.
A mediodía, me encontraba en la última farmacia de mi periplo por San Diego, y escuché por última vez el “no hay” de una farmaceuta cansada de repetir lo mismo todo el día. La mala atención, los “no hay” y las lluvias son un perfecto retrato de la Venezuela de hoy. Un país decadente que prevalece sobre una tormenta que no pareciera parar.
Mi retorno estuvo marcado por las fuertes lluvias, calles y avenidas inundadas y carros accidentados; a pesar de ello, muchas colas, bachaqueros con paraguas, guarecidos debajo de un árbol o soportando el aguacero, pero nunca se detuvo la jornada de trabajo para ese nuevo espécimen venezolano.
Al recoger a mi madre en el almacén donde la había dejado estaba tan decepcionada como yo. Después de unos cuantos improperios y groserías, llegó al motivo de su molestia: “No conseguí nada, ya se había acabado todo”.
Al venezolano, después de la rabieta, no le queda de otra que esperar hasta el próximo día que le corresponde comprar, de acuerdo con el número de cédula, y eso si llega a ese día, porque quizás ya le haya comprado a un bachaquero o se haya muerto de la impotencia que representa vivir en un país víctima del socialismo del siglo XXI.
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