Crímenes humanitarios
Ha ocurrido con todas las dictaduras fasciocomunistas desde que los resentidos del mundo le dieron forma ideológica a su reconcomio y lo llamaron “comunismo”: miseria, hambre, muerte. Sin excepción. Da igual que lo llamen “socialismo” –del siglo XXI, del XX o del XIX–, porque el fin es la misma ruina y ya hace bastante que Winston Churchill se encargó de lapidarlo con ese verbo poderoso que le valió el Nobel de Literatura.
Entre Mao Zedong, Stalin, Pol Pot, los Kim, los dictadores de la antigua Cortina de Hierro, los marxistas de Etiopía y toda el África “socialista”, los Castro y sus sátrapas bolivarianos, y tantos otros, suman más de 100 millones de muertos, ya sea por masacre de sus pueblos, ya sea por sus recurrentes crisis humanitarias con los no menos puntuales chivos expiatorios. Llámese capitalismo, la derecha, el eje del mal, el embargo gringo o la guerra económica, estos criminales siempre tendrán un comodín para lavarse la cara ante los incautos. Y conviene recordar que es solo eso, lavarse la cara, nada más. Nunca se tratará de disimular ni justificar un inexistente “fracaso”: no fracasan los agentes del mal cuando logran su cometido.
Todo comunista es forzosamente criminal por definición, aun los que no se hayan enterado: no hay manera, no la ha habido ni la habrá de materializar esa “utopía distópica” que no sea aplastando las libertades individuales, cometiendo el crimen de secuestrar los derechos del otro. Es imposible conjugar comunismo con libertad. No se puede. Ni siquiera en las fantasías teóricas de cubículo universitario. La praxis histórica de esta doctrina del resentimiento es patraña pura: enquistarse en el poder para saquearlo todo en nombre de los pobres y multiplicar a estos pobres hasta desintegrarlos o hasta ese su virtual exterminio que es la esclavitud.
El problema va más allá de que haya crisis humanitarias y muera la gente en masa bajo tiranías socialistas, cosas al fin y al cabo consustanciales. La tragedia se acrecienta cuando el socorro a las víctimas se ejerce como un trámite –deber moral, solidaridad, empatía– sin que al mismo tiempo se repudie la causa de la debacle, que en el caso de las dictaduras como la cubano-venezolana es la dictadura misma. El horror crece aún más cuando el verdugo, o sea el causante de la hambruna y los desplazados y la mortandad, tiene la repugnantemente falsa magnanimidad de aceptar ayuda para sus víctimas y recibe el elogio de propios y extraños por su benevolencia.
En estos quehaceres no hay fronteras difusas. Cuando una patota de antisociales como los que mantienen el poder en esta Tierra de Gracia perpetra crímenes de lesa humanidad –desde la lista Tascón hasta la destrucción ex profeso del sistema de salud y el chantaje político de los estómagos–, la ayuda humanitaria adquiere otros ribetes. Se toca la puerta para hacer entrega de la ayuda al pueblo torturado y el que abre y recibe la encomienda es el torturador. Se le dan las gracias y así se completa un círculo dantesco. En última instancia, solo en aras de la coherencia, es preferible la autenticidad del psicópata que niega y hasta roba insumos y medicamentos para cumplir así con su misión de pulverizar al pueblo; con eso ayuda a subrayar que él es la causa y que la erradicación del mal comienza por erradicarlo a él (que no pulverizarlo).
“Si mi hijo está grave y el diablo me extiende su mano con la medicina salvadora, yo le estrecho la mano al diablo”, le dijo una vez Arturo Uslar Pietri a Marcel Granier en una de aquellas famosas emisiones de Primer Plano. Más de un padre se apresuraría en asentir, pero se le olvidó algo elemental al viejo intelectual: el diablo no da nada a cambio de nada. Lo recuerda de otra manera más actual el analista Héctor Schamis, a propósito de lo que él denomina la “autodestrucción” de la MUD: “Sin libertad y sin derechos, la paz solo se logra por medio de la opresión y el sometimiento”. Es decir, la siempre citada paz de los sepulcros, que no otra cosa sino un cementerio es el resultado de las mal llamadas “revoluciones” de izquierda.
En esto de las ayudas humanitarias ante crisis causadas no por calamidades naturales o guerras sino por crímenes de lesa humanidad, se establece con diabólica sutileza un doble juego perverso. El tirano no tolera la ayuda porque supuestamente quedaría en evidencia, acaso vulnerado, y las víctimas, por mero instinto de supervivencia, estarán dispuestas a aceptar esa ayuda de forma indefinida, agradeciéndoles a sus verdugos y prolongando con ello, también de forma indefinida, el statu quo que las reduce a cosa desechable.
Lo que ignoran los cándidos es que los dictadores comunistas, antes que disimular o negar la crisis, se preocupan más bien por ocultar el deleite que les produce el sufrimiento infligido a la población. Y, por encima de todo, no puede el tirano abrir las puertas a ninguna solución: su permanencia en el poder no depende nunca de procurar el bienestar de las mayorías sino todo lo contrario, de perpetuar su miseria. Lo saben bien los psicópatas de Corea del Norte, tal vez los únicos sin prurito alguno para pedir ayuda humanitaria cada vez que se abre por allá la temporada de hambruna; los pueblos solidarios del mundo civilizado enviarán los alimentos y medicamentos de rigor, que muy probablemente serán desviados para el usufructo de la nomenklatura.
Tal vez haga falta una intersección de conceptos en la conciencia mundial. La noción de “ayuda humanitaria” quedó establecida por la ONU, en 1991, “regulada” bajo los principios de humanidad, neutralidad e imparcialidad. Faltaba más de una década para que entrara en vigencia el Estatuto de Roma, con el que se creó la Corte Penal Internacional y que entre otras cosas estableció el delito de lesa humanidad. Quizás esto impide, en la indolente frialdad del papel, que una ayuda humanitaria, necesaria ante crímenes de esta naturaleza, vaya acompañada de la respectiva denuncia contra los criminales.
Hace falta valentía para superar los pragmatismos políticos y las continencias diplomáticas. Ahora que la satrapía bolivariana ha cometido un estupro vulgar contra la organización católica Cáritas, en las narices del enviado especial del Vaticano, robándose un cargamento de ayuda humanitaria para este subpaís donde aumentan a ritmo de vértigo las muertes por abandono criminal de la salud pública, el Papa tiene una oportunidad de oro para poner el dedo en la llaga. Lo más probable es que, como hombre político, se inhiba de señalar los crímenes de un Estado malandro como el venezolano, aunque estos le golpeen los ojos, pero, como jefe de los católicos, se supone está obligado a combatir el “pecado”. Esperemos que no se haya contagiado ya de tanta farsa.
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