¿Y después de la capitulación?
Con la llegada del año 2000, tal y como pasó casi en todas partes del mundo, habitaba en el país un cierto optimismo. Más allá de las expectativas que despertaba la llegada de Chávez al poder, el 2000 puso la mesa servida para pensar prospectivamente al país. Ciertamente, eso ocurrió, solo que después de largos 17 años y en contraposición con la modernidad, Venezuela se encuentra firmemente atascada en el subdesarrollo.
La historia latinoamericana ha dado cuenta de que el subdesarrollo ha sido la consecuencia de malos gobiernos y malas políticas. Otros expertos han señalado que el subdesarrollo en la región es la consecuencia de la lucha permanente de la ideología y la política de la izquierda frente a la derecha y viceversa. Los politólogos concuerdan con que allí se centra el problema de no poder visualizar una economía diferente y construir un Estado fuerte. El subdesarrollo, por lo tanto, ha sido el simple resultado de la lucha por el poder.
Cuando se analizan algunos enfoques sobre desarrollo y economía moderna, aparece una explicación mucho más cercana a la realidad que da cuenta del diagnóstico actual que presentan muchos países semejantes al nuestro. El subdesarrollo es el producto de la disociación entre poder y conocimiento. Tal combinación hace irrefutable que a partir de allí se explique el origen de la actual crisis política, económica y social que atraviesa Venezuela.
La actual lucha política entre gobierno y oposición ha desdibujado a Venezuela como identidad, asunto este de importancia suprema a la hora de visualizar al país como concepto y objetivo, en lugar de presentarlo como “propiedad” de la política. Con la polarización, la obligada visión de desarrollo ha pasado a un segundo plano. En su lugar, se ha optado por una parte a inyectar una buena dosis de patriotismo y por la otra a colocar una especie de optimismo sustituyendo la forma y contenido de un proyecto de país. De manera que no resulta contradictorio ver a la sociedad venezolana distraída y sin brújula. Se trata de un país que a estas alturas mira el final del túnel solo si hay un nuevo gobierno.
Así las cosas, será entonces con la llegada de un nuevo gobierno y no antes cuando se sabrá sobre los retazos de modernidad que nos dejó el tiempo y también se sabrá lo lejos que está el desarrollo. Se sabrá que el problema de la economía no eran solo las políticas heterodoxas ni los heterodoxos. Sabremos al fin que los problemas de inflación, déficit fiscal, deuda externa e interna y productividad no se arreglan con las recurrentes normas de la economía de finales del siglo pasado (medidas fiscales y monetaristas). Sabremos que más empleo y mejores salarios no implican productividad real. Reconoceremos que la privatización tiene otras aristas y que no siempre son efectivas; y sabremos que el Estado hoy está llamado a hacer más de lo que hacía.
También nos convenceremos de que las reservas de petróleo más grandes del mundo no alcanzan para sembrarnos optimismo. La vida del venezolano con base en el petróleo tiene el tiempo contado.
Cuando llegue un nuevo gobierno, será cuando sabremos que con otros políticos no se hacen necesariamente mejores políticas ni mejores leyes. Nos sorprenderemos al saber que la cultura política anda entre las ruinas. Probablemente pisaremos tierra y sabremos que la burocracia de la derecha no es tan diferente de la de la izquierda y que el Estado no deja de ser de un lado ni del otro un “Estado parasitario”. Sabremos que la aparición de nuevos políticos no significa la llegada de nuevos líderes convertidos en visionarios.
Cuando se imponga la norma constitucional y ocurra la capitulación del actual gobierno, se pondrá en evidencia la realidad que ignoramos durante todo este tiempo de confrontación política; se sabrá más sobre las debilidades de la sabiduría política y económica venezolana. También sabremos que el mundo es otro; que la robótica está definiendo una nueva matriz productiva en el mundo; que las tecnologías de frontera han disminuido la demanda de energía fósil y amenazan con desaparecerla en algunos lugares de la geografía, y que la esperanza de vida se definirá porque respiremos más limpio. Apreciaremos mejor que la pobreza no se reduce con populismo y que cerrar la brecha entre ricos y pobres depende del valor agregado que generen los trabajadores producto del conocimiento que generen. Finalmente, comprenderemos que la ciencia no es una parte extraña del país y que los científicos no son un decoro en el armario.
Estos 17 años no se recuperarán, y no hay manera de que eso ocurra. Los próximos años marcarán una incertidumbre nunca antes vista en el país, pero será inevitable transitar hacia una etapa pospetrolera. Irreversiblemente se definirán los nuevos modos de caminar del país, solo que cuando eso ocurra, sabremos también que la improvisación cubierta con "políticas de aliento" no alcanzará para administrar la decepción.
A falta de pactos y de un proyecto nacional moderno y consensuado, ese podría ser el destino.
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