martes, 7 de marzo de 2017

Resentidos

Resentidos

Carlos González Nieto
No es fácil decir si el chavismo es expresión sintomática del resentimiento o si el resentimiento es uno de los síntomas de aquel. Lo que sí parece claro y cierto, a juzgar por la evidencia empírica, que ya es histórica, es que el chavismo en sus expresiones conforma un conjunto de signos reveladores de un todo negativo. Es decir: un síndrome. De él participan por igual trastornados, pervertidos, psicópatas y, de manera genérica, hordas de resentidos. Gente con la cual, para decirlo un poco filosóficamente, “no se puede”.
Desde luego que una cosa son los malandros empoderados y otra los pusilánimes de a pie. Los primeros habrán de purgar sus crímenes a bordo de un crucero por el Estigia, que no existe cárcel humana apropiada, y los otros –llamémoslos con diplomacia “cándidos” o “cautivos”– tendrán que reflexionar sobre la inconveniencia de no discernir y creer que alguien igual a ellos puede ser digno de confianza como para entregarle el poder de una nación. De todas formas, unos y otros están conectados por un mismo y único arrebato, el del resentimiento, criminal en los menos y suicida en los demás, aunque siempre detestable.
Más de una mente lúcida ha dicho que todos los pueblos tienen el gobierno que se merecen, pero André Malraux quiso ir un poco más allá. No es que tengan el gobierno que se merecen, decía el escritor francés, sino a los gobernantes que se les parecen. Voilà! Tal pensamiento ayuda a entender por qué, a estas alturas de la guerra de exterminio declarada desde el poder, los exterminadores siguen teniendo a tantos acólitos entre sus propias víctimas: están hermanados en el resentimiento, en la rabia del reconcomio y de ahí no los saca nadie. No se puede.
Un resentido es, con ayuda del DLE de la RAE, una persona “que se siente maltratada por la sociedad o por la vida en general”. Y, por más que la emocionalidad de los resentidos lo niegue, “sentirse” no es “ser”. Sentirse agraviado no es haberlo sido en efecto. O, en todo caso, habría que recordar que todos, de alguna u otra manera, hemos sufrido agravios “en la sociedad y en la vida en general”, pero solo unos cuantos la emprenden contra el mundo para resarcirse. A los ojos de estos pobres perturbados, todo el prójimo es el culpable de sus penas y miserias, lo cual equivale –stricto sensu– a no tener prójimo. La historia de la humanidad abunda en resentidos que han convertido una rabieta en un holocausto.
Por otro lado, sentir simpatía por su propio verdugo, bajo la forma de un gorila dictador apuntalado por un ejército de traidores que mantienen secuestrado a todo un país, no es nada normal; hace tiempo que la psicología lo definió como algo sindrómico y le puso el nombre de Estocolmo, casualmente la ciudad donde se entregan todos los premios Nobel menos el de la paz. Valga el símbolo para recordar cuán arduo será alcanzar la paz mientras los victimarios mantengan tantas simpatías entre sus rehenes. No se puede.
La satrapía niega sus crímenes flagrantes y miente con obscenidad. Entretanto, los votantes que la secundan, aun a costa de su propio aniquilamiento, practican la negación como mecanismo de defensa, vieja estrategia inconsciente que borra –simula borrar– el horror real para fabricarse un mundo paralelo donde no quepan ni su equivocación ni su ceguera. En ese mundo de fantasía, entonces, es mentira que el presidente del Tribunal Supremo de Justicia sea un hombre con prontuario, o no hay nada de malo en que la ministra de Asuntos Penitenciarios sea camarada de los reos más peligrosos y les dé licencias, o es totalmente veraz la canciller cuando afirma que el régimen erradicó el hambre y la pobreza.
Entre los facinerosos del régimen que mienten, invierten, pervierten y falsifican la realidad, y las manadas de tontos útiles que practican la negación autodefensiva, existe además un cierto código tácito de argumentación para defender lo indefendible: el de la relativización y el camuflaje con “mentiras a medias”. Así, por ejemplo, no se invoca nunca la inocencia de los sobrinitos acusados de traquetos, sino que se acusa al acusador de haberlos secuestrado y encima declararlos culpables en vísperas del Día Internacional de la Mujer, como se lamentó el sátrapa, para ensañarse con la pobre tía. Mismo discurso del vicepresidente acusado de “prominente narcotraficante” allá en el imperio, donde se gastó más de 100.000 dólares en una carta abierta en su propia defensa y no fue capaz de decir que era inocente, sino que los fiscales no tenían pruebas. Nada los separa del chavista de la esquina, portador de un solo mantra para conjurar, en vano y neciamente, cualquier crítica: “¿Y es que en la cuarta no robaron?”. Así no se puede.
Los resentidos, desde poetas y académicos hasta médicos y ajedrecistas, son gente obcecada y niegan la obviedad. Drenan su reconcomio gozando con el sufrimiento ajeno, aunque también sean víctimas, solo que reconocer la realidad y mantener su filiación a los autores de la debacle sería admitir una parafilia masoquista o una pulsión suicida. La buena noticia para estos individuos es que la negación y el síndrome de Estocolmo, entre otros, tienen cura. La mala noticia para el resto es que los resentidos no tienen la madurez necesaria para ir a terapia porque, justamente, y como dice el psicólogo Enrique Barrera, la madurez es tener conciencia de la realidad; no negarla.
El 19 de diciembre del año pasado el cantante Miguel Ignacio Mendoza, mejor conocido como “Nacho”, lo expresó con diafanidad: “Hace tiempo comulgué con la realidad de que existen almas desgraciadas que por intereses personales son capaces de humillar, pisotear, asesinar, robar, violar leyes o inventar leyes nuevas (…) a favor de su corrupción desenfrenada, pero no logro concebir que seres humanos con hambre y con una calidad de vida en el subsuelo sigan apoyando un ideal que cada vez los empobrece más y convierte a un país entero en una zona de guerra. ¿Hasta cuándo los defensores de a pie de la ‘revolución’ se mantendrán en tan venenoso letargo?”.
Cosas veredes, amigo Nacho. Los resentidos nunca pierden su esencia. Solo trashuman, cambian de piel o transmigran (por ejemplo, de gorila a pajarito), pero nunca se redimen. La única certidumbre con ellos es que no se puede.

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