El día que la policía atacó a los socorristas de la UCV; por Valentina Oropeza
Por Valentina Oropeza | 11 de mayo, 2017 PRODAVINCI
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—Hola, ¿me escuchas?
—Sí.
—¿Cómo te llamas?
—Pedro.
—Hola Pedro, ¿qué te pasó?
—Me atropelló una tanqueta.
—Okey. Somos de Primeros Auxilios UCV. Soy médico y te estamos llevando a Salud Chacao para que te atiendan.
—Tengo seguro, llévenme a una clínica.
—Llegaremos en dos minutos.
—Quítese la máscara antigás doctora, quiero verle la cara a los médicos que me están salvando.
La doctora L descubrió la mitad de su rostro, lo justo para garantizar que estaba protegida y podía seguir atendiendo a Pedro. Se desplazaban a bordo de una camioneta pickup roja, doble cabina, sin techo, identificada con cruces verdes, habilitada por el grupo de Primeros Auxilios UCV para brindar asistencia prehospitalaria a los lesionados en las protestas contra el gobierno del presidente Nicolás Maduro en Altamira, al este de Caracas, el miércoles 3 de mayo de 2017.
Pedro llegó desmayado a manos de la doctora L, pero a los 30 segundos recuperó la conciencia. Tenía taquicardia, tensión baja y estaba muy pálido. Cuando le dio la vuelta y le levantó la camisa, encontró un hematoma que le hizo presumir que sufría una hemorragia interna. Le inmovilizó el cuello con un collarín y dio la orden de salida. Había que “extraerlo” de inmediato de las revueltas.
La doctora L prefiere no revelar su identidad para evitar el bombardeo de mensajes por redes sociales. Asistió a Pedro junto con tres socorristas más: Alirio Perafán, un cruzrojista de 63 años con experiencia en seguridad industrial y buzo especializado en rescate, que lideraba el grupo ese día y conducía el vehículo; su hijo Ricardo Perafán, un universitario corpulento de 19 años; y la enfermera Silenay Cardier, una morena cándida de 21 años graduada en la Universidad Central de Venezuela.
Poco después de las cuatro de la tarde dejaron a Pedro en la sala de Emergencias de la Clínica El Ávila, en el municipio Chacao, y regresaron a toda prisa a la Plaza Altamira. En la hora siguiente asistieron a dos personas con quemaduras y a otra que se asfixió con los gases lacrimógenos. El cuarto paciente presentaba un traumatismo en el tobillo izquierdo, pero una estampida de manifestantes que corrió hacia el norte de la plaza cuando se intensificó la refriega los obligó a montar al muchacho en la camioneta, rodar hasta la avenida San Felipe y estacionarse frente a la Plaza Bélgica.
Mientras los manifestantes buscaban refugio en los edificios de la zona, los socorristas desalojaron al paciente de la camioneta para que se resguardara en una residencia adyacente por iniciativa de unos vecinos. Entonces apareció un grupo motorizado de la Policía Nacional Bolivariana (PNB). Vestidos con chalecos verdes, los agentes dieron señales fugaces de aprobación a los miembros de Primeros Auxilios UCV, quienes portaban cascos blancos con cruces verdes pintadas, banderas blancas con más cruces verdes impresas, e iban vestidos con uniformes médicos. Los socorristas se sintieron tranquilos.
Cinco minutos más tarde, mientras chequeaban los insumos disponibles en los botiquines, un segundo grupo de policías en moto los rodeó. Ricardo y Silenay se quedaron inmóviles en la parte trasera de la camioneta y levantaron las manos: él portando una bandera de cruz verde en la derecha; ella mostrando las palmas embutidas en unos guantes. La camioneta quedó rodeada por 16 motos, al menos 13 pertenecientes a la PNB, cada una con un conductor y un parrillero.
Alirio y la doctora L quedaron junto a la puerta del piloto. Para preservarse de los efectos de los gases lacrimógenos, policías y socorristas, portaban máscaras: “¿Quiénes son ustedes?”. “Nos los vamos a llevar”. “¿Quién es el dueño de la camioneta?”, alcanzó a escuchar la doctora L. Apuntó a Alirio como representante del grupo y ofreció sacar su identificación del koala que rodeaba su cintura y la acreditaba como médico y voluntaria de Primeros Auxilios UCV.
Los policías no escucharon razones. A Alirio le arrancaron un radio transmisor que llevaba enganchado entre los botones de la camisa. Comenzaron a registrar la camioneta. Dos agentes intentaron romper con picahielos los neumáticos de la parte delantera y trasera del lado izquierdo del vehículo. Ricardo avanzó para respaldar a su padre pero dos policías en moto le bloquearon el paso. Al frenar, el parrillero lo golpeó en el pecho con la culata de un arma de perdigones y lo dejó sin aliento. Trató de soportar el impacto de pie. Temía que si caía al suelo, le pasarían la moto por encima o se lo llevarían detenido.
Silenay vio salir humo blanco debajo de la camioneta y retrocedió. No entendía por qué el vehículo se estaba quemando. Los policías habían lanzado dos bombas lacrimógenas debajo del auto. Como la puerta del piloto estaba abierta, lanzaron otras dos dentro de la camioneta que reventaron el parabrisas y quemaron el tablero. La enfermera pensó que debía resguardarse de la escalada para ayudar a sus compañeros si alguno resultaba herido. Desde los balcones los vecinos gritaban: “¡Hijos de puta, déjenlos!”.
Un hombre que circulaba en una moto y buscaba la asistencia de los cruz verde fue retenido por otros policías y estaba de pie, a dos metros de la doctora L. Aunque ella se había presentado como médico, uno de los policías volvió a preguntarle si lo era. Ella asintió y él la desafió: le dijo que atendiera al joven que estaba a su lado, justo antes de dispararle un perdigonazo en una pierna. La doctora L no vio la agresión de frente, la percibió con estupor de lado. Le gritaron que entregara el koala. Por la voz y la contextura supuso que era una mujer. La doctora intentó explicarle que debía desabrochar el bolso atrás. La agente no tuvo paciencia y jaló el koala tan fuerte que hizo caer a la doctora al piso, sobre sus rodillas. No le quitaron el koala.
Ricardo y Silenay no corrieron con la misma suerte. Dos parrilleros tomaron sus botiquines. El de Ricardo tenía collarín, tijeras para cortar pantalones, mango de bisturí, hojillas de bisturí, pinza mosquito y analgésicos. Todo lo había comprado él mismo. Silenay perdió gasas, agua oxigenada, vendas, un inmovilizador cervical y el dinero del día.
Los policías abordaron las motos y emprendieron la retirada. Silenay vio al último uniformado que quedaba de pie disparar una bomba que le pasó a menos de un metro a Alirio. Una vez que desaparecieron, Ricardo se sobrepuso al ahogo. Creía que la camioneta podía incendiarse. Salió corriendo, abrió la puerta del piloto y sacó la primera bomba con la mano descubierta. Cuando se disponía a retirar la segunda, encontró un guante de carnaza en el piso, lo tomó y expulsó el artefacto. La doctora L se distanció del vehículo, agobiada por el gas lacrimógeno que los envolvía. Ricardo cayó al piso; no podía aguantar más la respiración y le dolía la boca del estómago. Sus compañeros corrieron a asistirlo: “Cálmate, cálmate, respira normal”, le decían. Alirio se incorporó de inmediato para buscar transporte y llevarse a su hijo. Ricardo no recuerda cómo llegó a la clínica.
***
Esta crónica se elaboró a partir de los testimonios de los cuatro socorristas que fueron atacados por un grupo de agentes de la Policía Nacional Bolivariana el miércoles 3 de mayo de 2017 en la Plaza Altamira, en Caracas.
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