PLATERO
Rodulfo González
En mi humilde
tumba, amada, cuyo sitio exacto de ubicación terrenal sólo tú conoces, porque
todos los días la visitas para iluminarla con silvestres flores del camino,
deberás colocar, cuando lo consideres prudente, un ejemplar de Platero
y yo, el mágico libro de Juan Ramón Jiménez, que nutrió
de encanto y de ternura muchos instantes de mi incomprensible vida, llena de
frustraciones, de pesares, de cantos dolientes y de alguna que otra
satisfacción ganada en desigual lucha a otros, que por ser poderosos, se
creyeron con derecho a ella.
Con Platero y yo iluminando mi
sepulcral soledad, podré sentirme vivo otra vez, amada, y disfrutar su
lectura sin par y mirífica, cual el agua del pozo donde Juan Ramón contemplaba
las estrellas y como las florecillas del camino, de efímera vida, que el
asnillo y su amigo, tan compenetrados, admiraban ensimismados en su belleza
silvestre, cuando recorrían los prados de Moguer.
Seguro, amada, que tal como lo hacía cuando mi cuerpo físico estaba vivo y no
era, cual ahora, un amasijo de huesos que pronto se volverá polvo, tampoco
tendré el valor suficiente para leer el capítulo de su muerte, por demasiado
triste, por tan patético, porque Platero, para mí, está vivo y en tal condición
está pastando en los prados del cielo con Juan Ramón encima y Zenobia
contemplándolos. ¿Muere el niño que todos llevamos dentro? ¿Verdad que no,
amada?
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