Che, el héroe de los miedos
El hombre que encarna el mito también tembló ante la muerte
Lunes, octubre 9, 2017 | Tania Díaz Castro
LA HABANA, Cuba.- Ernesto Che Guevara (1928), ya prisionero aquel 9 de octubre de 1967 en la Quebrada del Yuro, Bolivia, exclamó lleno de miedo ante la muerte para que no lo mataran: “Valgo más vivo que muerto”.
Era el hombre que, subido a un muro y fumando un tabaco, comandó 180 fusilamientos en la fortaleza habanera de La Cabaña, a través de juicios sumarios; el hombre que acabó con la industria cubana porque nada sabía de economía y quien ejecutó al guía campesino Eutimio Guerra y luego escribió: “Le disparé una bala calibre 32 al hemisferio derecho de su cerebro, la cual salió de su sien izquierda. Se quejó un rato, luego murió”.
Es el hombre que, gracias a la propaganda castrista, con decenas de estatuas por el mundo, se ha convertido en mito, en héroe guerrillero y hasta en culto religioso en el sureste de Bolivia.
El hombre que calificó “al odio como factor de lucha, como odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar…”
Aquella “fría máquina de matar” sentía demasiados temores. En el libro de la historiadora Ariet están contados. También por su padre Guevara Lynch, por Cupull y González, por el general Villegas Tamayo y hasta por el mismo héroe guerrillero, en Pasajes de la guerra revolucionaria. Allí, le dijo a un joven en 1965: “Si algún soldado veterano de nuestra guerra de liberación dice que nunca ha corrido, miente. Todos corrimos y pasamos por el período en que hasta las sombras nos asustan”.
El 6 de julio de 1952, en una carta que envió a su madre desde Colombia, le confiesa sus “complejos nochísticos, por el miedo que siempre he tenido al agua de noche”. Una anécdota que le cuenta cómo no pudo salvar a una gallina que se la llevaba la corriente del río.
También ese año, en compañía de Alberto Granado, cuenta el mismo Che “el miedo bárbaro” que sintió durante el ascenso de un cerro, a treinta metros de altura, cuando perdió el apoyo de una piedra y quedó media hora dándose valor para seguir subiendo.
En otra ocasión, cómo en 1958, para no ser atrapado por la tropa de Sánchez Mosquera, un aguerrido militar del Ejército de Batista, cuenta: “Emprendí una zigzagueante carrera, llevando sobre los hombros mil balas que portaba en una tremenda cartuchera de cuero, y saludado por los gritos de desprecio de algunos soldados enemigos. Al llegar cerca de un refugio, mi pistola se me cayó. Mi único gesto altivo de esa mañana triste fue frenar, volver sobre mis pasos, recoger la pistola y seguir corriendo, saludado esta vez por la pequeña polvareda que levantaban como puntillas a mi alrededor las balas enemigas”.
En el libro de Cupull y González, página 33, aparece esa misma historia, pero contada por el General Villegas Tamayo, uno de los hombres del Che. Dice: “Al descubrir el Che que desde una casa, la tropa del Ejército nos daba el alto y comenzaba a dispararnos, nos dio la orden de correr. Ellos a tirarnos y nosotros a correr más rápido, hasta que logramos estar a salvo. Yo creo que esa fue la vez que más corrió el Che en su vida, porque aquello parecía una competencia de campo y pista”.
Y para terminar, otra anécdota del comandante: “Llevando el caballo de las riendas, me interné en los cafetales. Al llegar a una casa abandonada, un tremendo ruido me sobresaltó hasta el punto de que por poco disparo, pero era solo un puerco, asustado también por mi presencia”.
¿Pudiéramos imaginar qué habría sentido el guerrillero ante la muerte, aquel 9 de octubre, una muerte provocada precisamente por las circunstancias?
Era el hombre que, subido a un muro y fumando un tabaco, comandó 180 fusilamientos en la fortaleza habanera de La Cabaña, a través de juicios sumarios; el hombre que acabó con la industria cubana porque nada sabía de economía y quien ejecutó al guía campesino Eutimio Guerra y luego escribió: “Le disparé una bala calibre 32 al hemisferio derecho de su cerebro, la cual salió de su sien izquierda. Se quejó un rato, luego murió”.
Es el hombre que, gracias a la propaganda castrista, con decenas de estatuas por el mundo, se ha convertido en mito, en héroe guerrillero y hasta en culto religioso en el sureste de Bolivia.
El hombre que calificó “al odio como factor de lucha, como odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar…”
Aquella “fría máquina de matar” sentía demasiados temores. En el libro de la historiadora Ariet están contados. También por su padre Guevara Lynch, por Cupull y González, por el general Villegas Tamayo y hasta por el mismo héroe guerrillero, en Pasajes de la guerra revolucionaria. Allí, le dijo a un joven en 1965: “Si algún soldado veterano de nuestra guerra de liberación dice que nunca ha corrido, miente. Todos corrimos y pasamos por el período en que hasta las sombras nos asustan”.
El 6 de julio de 1952, en una carta que envió a su madre desde Colombia, le confiesa sus “complejos nochísticos, por el miedo que siempre he tenido al agua de noche”. Una anécdota que le cuenta cómo no pudo salvar a una gallina que se la llevaba la corriente del río.
También ese año, en compañía de Alberto Granado, cuenta el mismo Che “el miedo bárbaro” que sintió durante el ascenso de un cerro, a treinta metros de altura, cuando perdió el apoyo de una piedra y quedó media hora dándose valor para seguir subiendo.
En otra ocasión, cómo en 1958, para no ser atrapado por la tropa de Sánchez Mosquera, un aguerrido militar del Ejército de Batista, cuenta: “Emprendí una zigzagueante carrera, llevando sobre los hombros mil balas que portaba en una tremenda cartuchera de cuero, y saludado por los gritos de desprecio de algunos soldados enemigos. Al llegar cerca de un refugio, mi pistola se me cayó. Mi único gesto altivo de esa mañana triste fue frenar, volver sobre mis pasos, recoger la pistola y seguir corriendo, saludado esta vez por la pequeña polvareda que levantaban como puntillas a mi alrededor las balas enemigas”.
En el libro de Cupull y González, página 33, aparece esa misma historia, pero contada por el General Villegas Tamayo, uno de los hombres del Che. Dice: “Al descubrir el Che que desde una casa, la tropa del Ejército nos daba el alto y comenzaba a dispararnos, nos dio la orden de correr. Ellos a tirarnos y nosotros a correr más rápido, hasta que logramos estar a salvo. Yo creo que esa fue la vez que más corrió el Che en su vida, porque aquello parecía una competencia de campo y pista”.
Y para terminar, otra anécdota del comandante: “Llevando el caballo de las riendas, me interné en los cafetales. Al llegar a una casa abandonada, un tremendo ruido me sobresaltó hasta el punto de que por poco disparo, pero era solo un puerco, asustado también por mi presencia”.
¿Pudiéramos imaginar qué habría sentido el guerrillero ante la muerte, aquel 9 de octubre, una muerte provocada precisamente por las circunstancias?
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