Suicidas
No pasan muchos días sin que uno se entere de que hubo otro suicidio
Martes, febrero 13, 2018 CUBANET| Luis Cino Álvarez
LA HABANA, Cuba.- No cesan los rumores y comentarios sobre el suicidio de Fidel Castro Díaz-Balart, el primogénito del difunto Comandante. Muchos consideran que eso da una idea de cuan malo está el ambiente “por allá arriba”. Pero los más son los que especulan sobre los motivos que pueda haber tenido alguien como él para quitarse la vida. Descreídos a fuerza de tanta mentira de Estado, no aceptan la explicación oficial de que estaba muy estresado y deprimido. Como si haber sido secuestrado y separado de la madre desde niño y ser hijo de Fidel Castro no fuera suficiente motivo para estar traumatizado de por vida.
El comentario que más oigo es el de que si alguien como Fidelito, que tenía todos los problemas resueltos, y de qué manera, que vivía como un príncipe –aunque no heredero, eso se da por descontado-, que viajaba el mundo y participaba en jolgorios en grande, donde podía hacerse selfies con Paris Hilton, estaba estresado y deprimido, al punto de querer quitarse la vida, qué quedará para los cubanos de a pie que vivimos como cucarachas, sin saber siquiera, no digamos con qué dinero llegaremos al fin del mes, sino si tendremos algo que comer al día siguiente, si es que antes no se nos viene encima el techo.
No es casual que haya tantos suicidios en Cuba. Teniendo en cuenta datos oficiales, que seguramente son bien conservadores, se calcula que la tasa de suicidios en el país es de alrededor del 20% por cada 100 000 personas
En el año 2015, según la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI), el suicidio era la décima causa de muerte en Cuba. Pero todos suponemos que esté un poco más arriba, después de los accidentes de tránsito, los infartos, los accidentes cerebrales y el cáncer.
En los informes oficiales (policiales, forenses, demográficos, etc.) evitan utilizar el término “suicidio”. Tan dados como son en la Cuba oficial a los eufemismos, prefieren utilizar uno bastante largo: “muerte por lesiones autoinfligidas intencionalmente”. Capaces como son de cualquier absurdo, no sé si lo usan también cuando no hay lesiones, como en los casos de envenenamiento, que son de los más frecuentes, sobre todo en las mujeres y los adolescentes.
Y es que a los mandamases les es muy difícil aceptar el hecho de que haya tantos cubanos que prefieran la muerte antes que la felicidad del paraíso socialista. Peor aún si el suicida es uno de los grandes, de los suyos. Y han sido muchos: Haydée Santamaría, Osvaldo Dorticós, el comandante Alberto Mora, Nilsa Espín, la cuñada de Raúl Castro, que cuentan que se dio un tiro en el baño de su despacho en el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Casi siempre los suicidas de alcurnia se dan un tiro. Pero luego, el periódico Granma, órgano oficial del Comité Central del Partido Comunista, y el NTV, a través de su adusto y bigotudo presentador, informan que el compañero o la compañera fallecieron “repentinamente”. Fue excepcional que informaran que Fidelito atentó contra su vida.
Hasta hace unos años, y probablemente todavía en muchos casos, si había sido alterado el orden y “la tranquilidad ciudadana” en el intento, enviaban a prisión (o al Pabellón Carbó Serviá, del Hospital Siquiátrico Mazorra, que es lo más parecido a una cárcel, con sus siquiatras-carceleros) a los suicidas fallidos. Especialmente si eran reclutas del servicio militar obligatorio. ¿Cómo van a atentar contra sus vidas, que como los medios de producción, los de información y todo lo demás, también pertenecen al Estado?
No pasan muchos días sin que uno se entere de que hubo otro suicidio. Alguien que se ahorcó, se envenenó, se lanzó de una azotea, se dio un tiro, se cortó las venas, se dio candela, se tiró debajo de las ruedas de una guagua. Por cualquier motivo: porque tenía un cáncer terminal, porque descubrieron que estaba desfalcando en grande al Estado y no quería ir a la cárcel, porque no se resignaba a verse vieja y fea en el espejo, porque hacía meses que no podía tener una erección, porque agarró a la mujer en la cama con otro, porque se cansó de que lo llamaran tarrúo; porque el marido la dejó, sin trabajo y con dos hijos más pequeños, por otra, varios años más joven; porque no se decidía a salir del closet y aceptar sin más ni más que es maricón, con lo machistas que siguen siendo en este país, digan lo que digan Mariela Castro y el CENESEX; o sencillamente, porque se cansó –“se obstinó”, como dicen mis paisanos, “de seguir con esta vida de mierda.”
Ayer se suicidó uno de mis vecinos. Vivía en la esquina de mi casa, en Calle Segunda y Novena. Se llamaba Juan, tenía cincuenta y tantos años, era albañil y de los buenos. Era de Holguín, pero llevaba más de 30 años en La Habana. Bebía mucho, estaba prácticamente alcoholizado, y decidió dejar la bebida de golpe y porrazo. La abstinencia lo hizo sentirse muy mal. Y para colmo, hace varias semanas, una hermana suya que vivía en Lawton se suicidó dándose candela. Últimamente Juan andaba muy deprimido. Ya ni se asomaba a la puerta. Sara, su mujer, que se convirtió en Testigo de Jehová porque está segura con tantas señales como hay de que ahora sí está cerca el Armagedón, lo encontró, temprano en la mañana, cuando se despertó, colgado de una rama de un árbol del patio.
Mi esposa, que este mes cumple los 46, lleva cinco años enferma de los nervios. Cada vez está peor. Los periodos de crisis son más frecuentes y fuertes. En busca de la ayuda de Dios, se metió en una iglesia evangélica, pero eso la alteró más. Apenas come y ya casi no escucha música ni ve películas o telenovelas. Se siente agobiada por los demasiados problemas familiares, asustada por el futuro incierto, incapaz de remontar la depresión. Tengo miedo de que tome ejemplo de Juan. Dice que ya descansó, que lo envidia. No para de anunciar que se quiere morir, que un día de estos se atiborra de pastillas o se cuelga y termina con todo. No escucha razones. Me tiene en vilo, muy asustado. Y muy deprimido. Al punto de que varias veces, de tan angustiado como me he sentido, me ha pasado por la mente la idea de matarme… Solo que no se me ocurre cómo. Y enseguida, tan rápido como viene, se me quita esa puñetera idea. Señal de que no estoy tan jodido. Todavía. Puedo resistir. Escribiendo hago catarsis. Y así no reviento.
El comentario que más oigo es el de que si alguien como Fidelito, que tenía todos los problemas resueltos, y de qué manera, que vivía como un príncipe –aunque no heredero, eso se da por descontado-, que viajaba el mundo y participaba en jolgorios en grande, donde podía hacerse selfies con Paris Hilton, estaba estresado y deprimido, al punto de querer quitarse la vida, qué quedará para los cubanos de a pie que vivimos como cucarachas, sin saber siquiera, no digamos con qué dinero llegaremos al fin del mes, sino si tendremos algo que comer al día siguiente, si es que antes no se nos viene encima el techo.
No es casual que haya tantos suicidios en Cuba. Teniendo en cuenta datos oficiales, que seguramente son bien conservadores, se calcula que la tasa de suicidios en el país es de alrededor del 20% por cada 100 000 personas
En el año 2015, según la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI), el suicidio era la décima causa de muerte en Cuba. Pero todos suponemos que esté un poco más arriba, después de los accidentes de tránsito, los infartos, los accidentes cerebrales y el cáncer.
En los informes oficiales (policiales, forenses, demográficos, etc.) evitan utilizar el término “suicidio”. Tan dados como son en la Cuba oficial a los eufemismos, prefieren utilizar uno bastante largo: “muerte por lesiones autoinfligidas intencionalmente”. Capaces como son de cualquier absurdo, no sé si lo usan también cuando no hay lesiones, como en los casos de envenenamiento, que son de los más frecuentes, sobre todo en las mujeres y los adolescentes.
Y es que a los mandamases les es muy difícil aceptar el hecho de que haya tantos cubanos que prefieran la muerte antes que la felicidad del paraíso socialista. Peor aún si el suicida es uno de los grandes, de los suyos. Y han sido muchos: Haydée Santamaría, Osvaldo Dorticós, el comandante Alberto Mora, Nilsa Espín, la cuñada de Raúl Castro, que cuentan que se dio un tiro en el baño de su despacho en el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Casi siempre los suicidas de alcurnia se dan un tiro. Pero luego, el periódico Granma, órgano oficial del Comité Central del Partido Comunista, y el NTV, a través de su adusto y bigotudo presentador, informan que el compañero o la compañera fallecieron “repentinamente”. Fue excepcional que informaran que Fidelito atentó contra su vida.
Hasta hace unos años, y probablemente todavía en muchos casos, si había sido alterado el orden y “la tranquilidad ciudadana” en el intento, enviaban a prisión (o al Pabellón Carbó Serviá, del Hospital Siquiátrico Mazorra, que es lo más parecido a una cárcel, con sus siquiatras-carceleros) a los suicidas fallidos. Especialmente si eran reclutas del servicio militar obligatorio. ¿Cómo van a atentar contra sus vidas, que como los medios de producción, los de información y todo lo demás, también pertenecen al Estado?
No pasan muchos días sin que uno se entere de que hubo otro suicidio. Alguien que se ahorcó, se envenenó, se lanzó de una azotea, se dio un tiro, se cortó las venas, se dio candela, se tiró debajo de las ruedas de una guagua. Por cualquier motivo: porque tenía un cáncer terminal, porque descubrieron que estaba desfalcando en grande al Estado y no quería ir a la cárcel, porque no se resignaba a verse vieja y fea en el espejo, porque hacía meses que no podía tener una erección, porque agarró a la mujer en la cama con otro, porque se cansó de que lo llamaran tarrúo; porque el marido la dejó, sin trabajo y con dos hijos más pequeños, por otra, varios años más joven; porque no se decidía a salir del closet y aceptar sin más ni más que es maricón, con lo machistas que siguen siendo en este país, digan lo que digan Mariela Castro y el CENESEX; o sencillamente, porque se cansó –“se obstinó”, como dicen mis paisanos, “de seguir con esta vida de mierda.”
Ayer se suicidó uno de mis vecinos. Vivía en la esquina de mi casa, en Calle Segunda y Novena. Se llamaba Juan, tenía cincuenta y tantos años, era albañil y de los buenos. Era de Holguín, pero llevaba más de 30 años en La Habana. Bebía mucho, estaba prácticamente alcoholizado, y decidió dejar la bebida de golpe y porrazo. La abstinencia lo hizo sentirse muy mal. Y para colmo, hace varias semanas, una hermana suya que vivía en Lawton se suicidó dándose candela. Últimamente Juan andaba muy deprimido. Ya ni se asomaba a la puerta. Sara, su mujer, que se convirtió en Testigo de Jehová porque está segura con tantas señales como hay de que ahora sí está cerca el Armagedón, lo encontró, temprano en la mañana, cuando se despertó, colgado de una rama de un árbol del patio.
Mi esposa, que este mes cumple los 46, lleva cinco años enferma de los nervios. Cada vez está peor. Los periodos de crisis son más frecuentes y fuertes. En busca de la ayuda de Dios, se metió en una iglesia evangélica, pero eso la alteró más. Apenas come y ya casi no escucha música ni ve películas o telenovelas. Se siente agobiada por los demasiados problemas familiares, asustada por el futuro incierto, incapaz de remontar la depresión. Tengo miedo de que tome ejemplo de Juan. Dice que ya descansó, que lo envidia. No para de anunciar que se quiere morir, que un día de estos se atiborra de pastillas o se cuelga y termina con todo. No escucha razones. Me tiene en vilo, muy asustado. Y muy deprimido. Al punto de que varias veces, de tan angustiado como me he sentido, me ha pasado por la mente la idea de matarme… Solo que no se me ocurre cómo. Y enseguida, tan rápido como viene, se me quita esa puñetera idea. Señal de que no estoy tan jodido. Todavía. Puedo resistir. Escribiendo hago catarsis. Y así no reviento.
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