Rap cubano: tortura comunitaria en Centro Habana
Los vecinos sólo quieren se les respete su privacidad, el derecho a elegir qué género de música escuchar, cuándo, a qué hora, y dónde
Martes, mayo 14, 2019 |CUBANET Víctor Manuel Domínguez
LA HABANA, Cuba.- La promocionada cultura comunitaria en Cuba no es más que otro ejercicio estéril para imponer criterios estéticos, normas temáticas afines a la revolución, acaparar espacios, moldear gustos, y vender una falsa imagen de tradición e identidad en cada manifestación artística, sin respetar el derecho a la individualidad, elegir géneros, y a participar o no de esa espuria masificación cultural.
El evento “artístico” que domingos alternos tiene como escenario el área deportiva ubicada en la esquina de San José y Escobar, Centro Habana, más que un acercamiento espiritual a la población para el disfrute del arte, se convierte en un foco de contaminación sonora y ambiental, tanto por la imposición de un género, el rap, como por el pandemónium en que sume a la vecindad
El pasado día 6, frente al vertedero convertido en “referencia moral colectiva por su nivel de identidad y permanencia en el barrio”, y reunidos tras pintarrajeadas paredes que permiten a los curiosos ver una deteriorada cancha de baloncesto a través de una reja, la Agencia Cubana de Rap realizó una actividad cultural en la comunidad que los vecinos nombraron “tortura comunitaria”, por el intolerable ruido, las frecuentes riñas, y el elemento social que asistió a la presentación.
Un par de bafles gigantes, un DJ y un presentador, que a cada disparate que hilvana como morcilla en tarima de agro mercado vocifera un “ahí namá”, capaz de despertar a un elefante sedado y a un muerto, sirven de soporte a diferentes raperos con nombres indescifrables y un estalaje de sobrevivientes de un naufragio, que aúllan de seis a nueve de la noche textos intrascendentes que, por los elevados decibeles, impiden conversar, ver y oír la televisión, estudiar, leer, o conciliar el sueño.
Sólo un grupo de tomadores de “Macarrán” (última marca del alcohol de bodega, o Havana Fu), un rastafari, dos trabajadoras sexuales en busca de yumas por la zona, y algunos jóvenes enajenados acudieron ese día de mayo a un espectáculo que acalló los ruidos tradicionales del barrio, como el grito de balcón a balcón, la reproductora de los bici taxis, el claxon del auto rentado por un ex proxeneta de la comunidad, los números de la charada china, y hasta el ¡Ataja! movilizador.
Pero el rechazo total del vecindario al evento pseudo cultural comunitario no es por la supuesta vulgaridad, la crítica social, el sexismo, la discriminación de la mujer y otros textos parametrados por el Decreto Ley 349, impuesto para controlar lo que se canta, escribe, pinta, danza, actúa y visualiza en el país, sino porque no existe un ser humano normal en este mundo que sobreviva cuerdo a este ataque sónico de Rap, o “rapicidio”, como prefieren nombrarlo algunas víctimas.
Y no es que imaginen o esperen a Frank Fernández interpretando al piano El vuelo del Moscardón, frente a las nubes de moscas que cubren el basurero, a Leo Brower sacándole a su guitarra los acordes del Concierto de Aranjuez mientras dos muchachas se tiran de las greñas sobre los desechos, ni a Omara Portuondo cantando a capela “Silencio/ que están durmiendo/ los nardos y las azucenas”, entre el bullicio de buzos, indigentes y ladridos de perros que hurgan en los tambuchos de basura colocados frente al área de San José y Escobar, convertida en Olimpia Rap.
Tampoco sueñan con que Viensay Valdés interprete La muerte del cisne frente al lago de aguas albañales del lugar, ni siquiera que venga la orquesta El Niño y la verdad a poner a bailar a los centro habaneros con el tema “Le dio una cosa mala”, y mucho menos Silvio Rodríguez a decirles que “Vive en un país libre”, cuando no existe un directivo del sector, cuadro del Poder Popular, organismo del Estado ni padrino de religión al que acudir para “que nos quite esta sal de encima” –la tortura comunitaria–, como diría el popular y desaparecido –¿en el exterior? –, grupo Kola Loca.
Si la Agencia Cubana de Rap tiene su sede en Zanja, entre Gervasio y Escobar, donde estaban las ruinas del cine Finlay, los afectados se preguntan por esta “extensión de la cultura comunitaria. ¿Por qué no realizan allí su evento e invaden la tranquilidad y afectan la salud de los vecinos de la otra cuadra, que sufren diversos síntomas de malestar los domingos en que hay sesión de Rap?
¿Qué hacen o dónde se meten los organismos, las instituciones, los núcleos del partido y la UJC, las organizaciones de masas y toda esa comparsa revolucionaria, con los cientos de leyes o decretos redactados en el país para combatir la epidemia de contaminación sonora que afecta a la población? ¿Sólo son aplicables cuándo un aburrido ciudadano trata de ahogar sus insalvables problemas económicos y sociales dándose un banquete de reguetón, ruma o timba en su hogar?
Los vecinos sólo quieren se les respete su privacidad, el derecho a elegir qué género de música escuchar, cuándo, a qué hora, dónde y no sufrir, sin su consentimiento ni poder hacer nada, esta invasión sonora en el interior de su hogar, perpetrada por una institución cultural de un Estado que antepone la ejecución de un plan de acciones culturales como propaganda política al respeto a la privacidad, la tranquilidad ciudadana y la convivencia social que tanto se jacta de proteger.
Pero, al parecer, resulta difícil entender que los vecinos de San José y Escobar, como los de cualquier otro lugar en Cuba, también necesitan se respete su privacidad –hasta los domingos–, para meditar sobre qué inventar para comer el lunes y el resto del mes, cómo evitar que les caiga el techo en la cabeza sin que pase un tornado, y cuál es la forma de escapar con vida del país.
vicdominguezgarcía4@gmail.com
El evento “artístico” que domingos alternos tiene como escenario el área deportiva ubicada en la esquina de San José y Escobar, Centro Habana, más que un acercamiento espiritual a la población para el disfrute del arte, se convierte en un foco de contaminación sonora y ambiental, tanto por la imposición de un género, el rap, como por el pandemónium en que sume a la vecindad
El pasado día 6, frente al vertedero convertido en “referencia moral colectiva por su nivel de identidad y permanencia en el barrio”, y reunidos tras pintarrajeadas paredes que permiten a los curiosos ver una deteriorada cancha de baloncesto a través de una reja, la Agencia Cubana de Rap realizó una actividad cultural en la comunidad que los vecinos nombraron “tortura comunitaria”, por el intolerable ruido, las frecuentes riñas, y el elemento social que asistió a la presentación.
Un par de bafles gigantes, un DJ y un presentador, que a cada disparate que hilvana como morcilla en tarima de agro mercado vocifera un “ahí namá”, capaz de despertar a un elefante sedado y a un muerto, sirven de soporte a diferentes raperos con nombres indescifrables y un estalaje de sobrevivientes de un naufragio, que aúllan de seis a nueve de la noche textos intrascendentes que, por los elevados decibeles, impiden conversar, ver y oír la televisión, estudiar, leer, o conciliar el sueño.
Sólo un grupo de tomadores de “Macarrán” (última marca del alcohol de bodega, o Havana Fu), un rastafari, dos trabajadoras sexuales en busca de yumas por la zona, y algunos jóvenes enajenados acudieron ese día de mayo a un espectáculo que acalló los ruidos tradicionales del barrio, como el grito de balcón a balcón, la reproductora de los bici taxis, el claxon del auto rentado por un ex proxeneta de la comunidad, los números de la charada china, y hasta el ¡Ataja! movilizador.
Pero el rechazo total del vecindario al evento pseudo cultural comunitario no es por la supuesta vulgaridad, la crítica social, el sexismo, la discriminación de la mujer y otros textos parametrados por el Decreto Ley 349, impuesto para controlar lo que se canta, escribe, pinta, danza, actúa y visualiza en el país, sino porque no existe un ser humano normal en este mundo que sobreviva cuerdo a este ataque sónico de Rap, o “rapicidio”, como prefieren nombrarlo algunas víctimas.
Y no es que imaginen o esperen a Frank Fernández interpretando al piano El vuelo del Moscardón, frente a las nubes de moscas que cubren el basurero, a Leo Brower sacándole a su guitarra los acordes del Concierto de Aranjuez mientras dos muchachas se tiran de las greñas sobre los desechos, ni a Omara Portuondo cantando a capela “Silencio/ que están durmiendo/ los nardos y las azucenas”, entre el bullicio de buzos, indigentes y ladridos de perros que hurgan en los tambuchos de basura colocados frente al área de San José y Escobar, convertida en Olimpia Rap.
Tampoco sueñan con que Viensay Valdés interprete La muerte del cisne frente al lago de aguas albañales del lugar, ni siquiera que venga la orquesta El Niño y la verdad a poner a bailar a los centro habaneros con el tema “Le dio una cosa mala”, y mucho menos Silvio Rodríguez a decirles que “Vive en un país libre”, cuando no existe un directivo del sector, cuadro del Poder Popular, organismo del Estado ni padrino de religión al que acudir para “que nos quite esta sal de encima” –la tortura comunitaria–, como diría el popular y desaparecido –¿en el exterior? –, grupo Kola Loca.
Si la Agencia Cubana de Rap tiene su sede en Zanja, entre Gervasio y Escobar, donde estaban las ruinas del cine Finlay, los afectados se preguntan por esta “extensión de la cultura comunitaria. ¿Por qué no realizan allí su evento e invaden la tranquilidad y afectan la salud de los vecinos de la otra cuadra, que sufren diversos síntomas de malestar los domingos en que hay sesión de Rap?
¿Qué hacen o dónde se meten los organismos, las instituciones, los núcleos del partido y la UJC, las organizaciones de masas y toda esa comparsa revolucionaria, con los cientos de leyes o decretos redactados en el país para combatir la epidemia de contaminación sonora que afecta a la población? ¿Sólo son aplicables cuándo un aburrido ciudadano trata de ahogar sus insalvables problemas económicos y sociales dándose un banquete de reguetón, ruma o timba en su hogar?
Los vecinos sólo quieren se les respete su privacidad, el derecho a elegir qué género de música escuchar, cuándo, a qué hora, dónde y no sufrir, sin su consentimiento ni poder hacer nada, esta invasión sonora en el interior de su hogar, perpetrada por una institución cultural de un Estado que antepone la ejecución de un plan de acciones culturales como propaganda política al respeto a la privacidad, la tranquilidad ciudadana y la convivencia social que tanto se jacta de proteger.
Pero, al parecer, resulta difícil entender que los vecinos de San José y Escobar, como los de cualquier otro lugar en Cuba, también necesitan se respete su privacidad –hasta los domingos–, para meditar sobre qué inventar para comer el lunes y el resto del mes, cómo evitar que les caiga el techo en la cabeza sin que pase un tornado, y cuál es la forma de escapar con vida del país.
vicdominguezgarcía4@gmail.com
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