La trocha mocha, por Laure Nicotra
Hoy tenemos un cielo con el azul más impactante, azul de mar, azul como un día de verano en medio del invierno de Italia, azul limpio al menos arriba. Siempre cuando llueve tanto, el cielo se despeja y desde aquí se ven claros los picos merideños, con algo de nieve.
Estamos hoy obligados a mirar hacia arriba, quizá nos ayude a aliviar los avatares que nos llenan de dolor. El país con las cifras más aterradoras de nuestra historia. El país sumido en un hueso pegado del espinazo de más del 70% de los venezolanos que no tienen que comer. El país que sistemáticamente convirtieron en trizas, de manera calculada para someternos. El país menguado por la diáspora que intenta sobrevivir en el confín para ayudar a sus queridos de acá. El país donde hay inexplicablemente de todo en el mercado sin que la gran mayoría pueda adquirirlo. El país de los bodegones exclusivos que venden cuanta cosa de marcas en dólares caros y que tan sólo un pequeño grupo puede obtener. El país confinado en el abandono de una pandemia con hospitales desprotegidos y desasistidos de lo mínimo para curar una herida. El país donde los médicos mueren enfrentando un monstruo de mil patas, que se disfraza a conveniencia, de disimulo, de falsedad, de apariencia confusa. El país donde los retornados son tratados como parias en su propia patria, donde los persiguen y alertan que son portadores del virus Chino maldito. El país que los aloja, cuando consiguen pagar largas sumas para entrar, por las incontables trochas de la frontera, en unos espacios desprovistos de todo lo básico.Porque cualquier venezolano que regresa por allí, es sospechoso de traer el virus mortal.
En este país, devolverse con las tablas en la cabeza, porque lo perdieron todo, porque vieron morir a muchos, porque pasaron hambre y frío, nuestros connacionales siguen desterrados. Ni la más mínima caridad del Estado existe con el dolor que han debido transitar. Ellos vienen llenos de pánico, y aquí, sabiendo que encontrarán otro infierno peor, se atreven a intentar llegar a sus casas de origen, a lo que fue su hogar. Lo han perdido todo, y morir podría ser lo de menos, si al menos llegan donde sus familias.
Nunca imaginé que regresaran así, tal cual por donde salieron, por las trochas mochas de vigilancia epidemiológica, de peligro salvaje, de cobradores de peaje, de traficantes de miseria, de delincuentes que controlan los caminos ocultos bajo la mirada complaciente de alguna autoridad. Así llegan nuestros connacionales, atravesando el miedo, las culebras de 3 cabezas, los bichurrangos armados, los ilegales que son los únicos que operan allí. Escuchar que esos venezolanos entran de manera “ilegal” en medio de una emergencia por pandemia, es como si te lanzaran al precipicio del absurdo, de la ofensa, de la vileza, de la crueldad.
Mientras escribo sobre esto, recuerdo que la noche de anoche, murió un allegado en el hospital. Le diagnosticaron neumonía. Roso Ramírez es el nombre que retumba en mis sentidos, porque lo conocí y era un caballero bueno y silencioso amigo. Comienzan a desaparecer de este mundo en pandemia, los cercanos, los que muchos se niegan a admitir, a los que les han negado hasta su diagnóstico. No queda duda que está recomenzando el horror, de que lo padecemos a diario con todo lo demás. Llevando a cuestas la convicción que algunos personajes forman parte de la infamia, desde que comenzó la destrucción del país. Los cómplices a sueldo que encontramos en los cafés de cualquier ciudad, haciendo el juego siempre a sus amos. Desgracia infinita.
Pero allí está el azul del cielo hoy, bañándonos de aliento, reconfortando nuestros cuerpos maltrechos, para seguir, seguir y seguir.
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