Pedro Carmona Estanga: El cáncer de la corrupción
La corrupción se ha convertido en un cáncer global, en un monstruo de mil cabezas, alimentado por el crimen organizado, llámese narcotráfico, minería ilegal, o por los jugosos negocios que se manejan a través de contratos, en cuyas prácticas incurren también empresas con frágiles valores éticos. Uno de los más célebres ejemplos ha sido el de la brasileña Odebrecht, cuyos tentáculos alcanzaron a varios presidentes y expresidentes en Brasil y en el resto de América Latina, aunque en las investigaciones faltaron algunos, especialmente Nicolás Maduro, quien presuntamente recibió varias decenas de millones de dólares sin que la justicia venezolana haya movido un dedo, amén de que la empresa hizo cobros importantes en el país por obras que nunca ejecutó.
Otro caso relevante ha sido el de Petróleos de Venezuela (PDVSA), la otrora referente de buena conducción y segunda empresa energética del mundo, la cual ha sido saqueada y destruida, dando origen a incalculables fortunas ilícitas de funcionarios y negociantes con alta capacidad para repartir parte de sus beneficios con integrantes de la cúpula gobernante. Las pesquisas realizadas en varios países desarrollados han llevado a la congelación de cuentas, bienes y a sanciones a largas listas de depredadores del patrimonio público venezolano, incluyendo negocios con alimentos subsidiados, que no es otra cosa que con el hambre del pueblo, en las famosas cajas CLAP, en lo cual ha estado a la cabeza el célebre “agente” del gobierno de Venezuela, el colombo-venezolano Alex Saab, hoy detenido en Cabo Verde, de cuyas ejecutorias apenas empieza a verse la punta del “iceberg”, como alfil de oro que ha sido de los mayores casos de irregularidades del régimen chavista.
Los indicadores internacionales ilustran sobre la magnitud del cáncer de la corrupción. El índice de percepción de corrupción que publica la organización Transparencia Internacional evalúa de cero a cien a 180 países, siendo cero total corrupción y cien ausencia de ella, con un promedio global de tan solo 43%, indicativo de que la mayoría de países ha sido incapaz de reducir la corrupción en el sector público. Los seis países “top” en baja corrupción en 2019 fueron Dinamarca, Nueva Zelanda, Finlandia, Singapur, Suecia y Suiza, todos con porcentajes iguales o mayores a 85%, en tanto que los seis países más corruptos del mundo son en orden de importancia: Somalia, Sudán del Sur, Siria, Yemen y Venezuela. Este último ostenta la más deplorable representación negativa de América Latina, al ubicarse en la posición 176 de los 180 países analizados.
Visto en porcentajes, dicho índice muestra que las mejores ejecutorias en el continente corresponden a Canadá con 77%, Uruguay 71%, EE.UU. 69% y Chile 67% y Argentina 46%. Y en el otro extremo Venezuela con 16%, Haití 18%, Nicaragua 22%, Guatemala 26%, México 29%, Brasil 35% y Colombia 36%, es decir que, salvo los cuatro primeros, los demás están muy por debajo del promedio mundial. En el caso de Colombia, donde pese a los esfuerzos que se realizan la corrupción tiene una dimensión importante, y ocupa un lugar prioritario en las preocupaciones de la opinión pública, la organización Transparencia por Colombia plantea la necesidad de proteger a los denunciantes de actos de corrupción, lograr que más allá de los anuncios de investigaciones por corrupción, que haya sanciones efectivas por parte del poder judicial, además de la urgencia de una “profunda reforma política”, capaz de asegurar entre otros, transparencia en el financiamiento de las campañas y de los partidos, en el contexto de una decidida y urgente reforma electoral.
Otro indicador relacionado con la incidencia de la corrupción en algunos países del continente lo proporciona el Índice Mundial de Competitividad del World Economic Forum, uno de cuyos pilares para la comparación entre 141 países del mundo, es la debilidad institucional y el nivel de corrupción. En dicho índice, el número uno y referente mundial es Dinamarca, en tanto que Venezuela ocupa un lugar vergonzoso en la posición 139, Haití es el 134, Nicaragua 127, Guatemala 121, México 116, Ecuador 99, Perú y Brasil 91, Colombia 85, Panamá 81, Argentina 73, Costa Rica 44, Chile 26, Uruguay 23, EE.UU. 22, y el mejor es Canadá como No. 9. La Venezuela “revolucionaria” se confirma así en el penúltimo lugar entre los países más corruptos del mundo.
Está demostrado que la corrupción política, judicial, policial y empresarial está directamente relacionada con la debilidad institucional de los países, y con la influencia del crimen organizado, al ser un factor que permea profundamente a las sociedades, deteriora valores y principios, y termina por favorecer la impunidad a cambio de “coimas” y favores. Ello sin dejar de lado que son también parte de la corrupción el abuso de poder, el irrespeto al Estado de Derecho, los fraudes electorales, la opacidad de las ejecutorias gubernamentales, y los atropellos a los derechos humanos.
La corrupción sirve frecuentemente de señuelo en ofertas electoreras populistas en numerosos países, que al alcanzar el poder devienen en gobiernos laxos o cómplices en dicha lacra. Se presume que los movimientos de izquierda deberían dar ejemplo de probidad administrativa, pero la realidad muestra lo contrario. En el caso de Brasil, en los gobiernos de Lula da Silva y Dilma Roussef floreció la corrupción, entre otros en Petrobrás, Odebrecht y en otras empresas contratistas. En Argentina proliferaron grandes negociados e ilícitos durante la dinastía de los Kirchner. Es dramático el caso de Nicaragua con Ortega y su esposa la vicepresidenta Rosario Murillo, enriquecidos y perpetuados en el poder. En Ecuador, Rafael Correa cooptó la independencia de los poderes públicos, como también Evo Morales en Bolivia incurrió en el conocido fraude electoral y en una generalizada falta de transparencia. Pero el más notable caso de la historia de América Latina es el de la Venezuela de Chávez-Maduro, en el cual el robo y la malversación de recursos públicos es histórico, cercano a US$ 500 mil millones, pese a que Chávez llegó al poder en 1998 enarbolando la bandera de la lucha contra la corrupción. En Colombia, es notorio el caso de algunos alcaldes de Bogotá provenientes de organizaciones políticas de izquierda, como también el resultado de la nefasta politización de la justicia, traducida en ineficacia y en altos niveles de impunidad prevalecientes.
Es pues común a la región la necesidad de hacer de la lucha contra la corrupción un tema primordial, y promover las reformas requeridas con determinación, pues ello estimularía el adecentamiento de los partidos políticos, el financiamiento de las campañas, y la erradicación de la compra de votos o de su manipulación electrónica. Cuando un candidato a alcalde, gobernador o al Congreso recibe financiamiento de fuentes no transparentes para cubrir sus costosas campañas, se verá luego obligado a retribuir a sus aportantes con contratos y prebendas, que constituyen una de las fuentes fundamentales de corrupción. Es inaceptable que la rapacidad haya llevado a la inmoral conducta de gobernantes nacionales o regionales en algunos países a negociar con los alimentos de los niños o con sobreprecios en los equipos de salud o de asistencia requeridos para combatir la pandemia del COVID-19. América Latina debe por tanto asumir como un pilar institucional la lucha sin cuartel contra la corrupción, y la denuncia a sistemas laxos o cómplices que mancillan la imagen de América Latina y el Caribe como una región de débiles principios. Para ello, es un deber ineludible adoptar las mejores prácticas, basadas en el ejemplo de países que dentro de sus particularidades, son un referente mundial en transparencia y probidad administrativa.
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