La peligrosidad revolucionaria, por Luis Alberto Buttó
Twitter: @luisbutto3
Como tantos otros términos de extendida utilización en la tarea de describir acontecimientos, fenómenos y procesos sociales, es imposible alcanzar la cabal comprensión del vocablo revolución si este no se contextualiza en la perspectiva conceptual y temporal correspondiente, determinada en función de la realidad concreta que pretende describir.
En consecuencia, es perentorio preguntarse acerca del significado intrínseco y los alcances reales de los autodenominados movimientos revolucionarios, cuando el estudio de estos se aborda desde la óptica del devenir político en el marco del fenecido siglo XX y lo transcurrido de la actual centuria.
Dicha interrogante adquiere mayor relevancia en sociedades donde el modelo de dominación política se aviene con los indicadores definitorios de revolución triunfante, al igual que en aquellas donde el crecimiento, la expansión y el fortalecimiento de los movimientos revolucionarios permiten vaticinar que, a la vuelta de cierta temporalidad, estos coronen sus aspiraciones de conquistar las maquinarias gubernamental o estatal. En el primer caso estamos hablando del poder constituido. En el segundo, es un poder en vías de constituirse.
Lo primero que debe puntualizarse al respecto es el carácter fundamentalista de todo movimiento revolucionario, resulta de la funcionalidad asignada a la arquitectura institucional, una vez materializada la captura del poder político. Las revoluciones victoriosas despliegan en su actuar la mayor intransigencia política posible, dado el caso que solo pueden entenderse a sí mismas como exitosas si logran someter a la población que vive bajo sus dictados mediante la activación de la fuerza concentrada en los instrumentos punitivos del Estado o el gobierno.
Esto quiere decir que, bajo cualquier excusa y en toda circunstancia, las revoluciones recurren a la persecución y practican la exclusión de quienes no comulgan con el ideal oficial. El disenso es anatema para los movimientos revolucionarios. El punto de partida de la aberrante dicotomía entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, estos siempre tildados con calificativos denigrantes que buscan cosificar a las personas, es la identificación o no con lo que los ideólogos revolucionarios establecen a priori como bien común superior, sintetizado en absurdos principios teóricos-filosóficos del tipo la creación del hombre nuevo, la más irracional entre todas las utopías engañosas.
En otras palabras, al justificarse per se, las revoluciones se gestan con la única finalidad de subsistir en el tiempo, independientemente de que ello implique anular material y espiritualmente al individuo y someterlo a sacrificios incuantificables. En este sentido, las revoluciones son despóticas por definición y constituyen hoy en día un retroceso de época, en el entendido de que el bienestar y desarrollo de la persona humana debe ser el norte de los sistemas políticos modernos. En sus logros y acciones las revoluciones demuestran ser lo contrario porque asumen que las privaciones colectivas impuestas forman parte del tránsito al orden emergente. Obviamente, las privaciones en cuestión no aplican a la élite dirigente.
Las revoluciones abjuran de los mecanismos y formas democráticas. Más concretamente, el revolucionario jamás llegará a ser demócrata porque conceptúa a la democracia liberal representativa, la única realmente existente, como etapa anómala a ser superada.
Por consiguiente, desde el manejo del poder, el discurso político revolucionario se centra en la repetición de consignas polarizadoras y la recurrente amenaza de que no se permitirá comportamiento alguno fuera de los marcos de acción trazados por la propia revolución. No hay piedad al momento de hacer cumplir la máxima dentro de la revolución todo, fuera de ella nada.
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Los movimientos políticos revolucionarios son fanáticos por antonomasia; de allí su extrema peligrosidad. Para el revolucionario solo existe la verdad revelada y de cara al cumplimiento de la profecía no admite controversia alguna. En las revoluciones el pensamiento crítico escuece y conforma inadmisible traición a la causa. Las revoluciones reemplazan a la divinidad y la nueva fe desplegada se resume a entonar el cántico de la pegajosa payasada de encontrarse en el lado correcto de la historia.
El credo revolucionario es el prefacio a la conculcación de las libertades políticas y civiles consustanciales a la modernidad. Las revoluciones triunfantes son el epílogo de esas libertades.
Para decirlo de otro modo, todo camino revolucionario tiene un final invariable: el autoritarismo o el totalitarismo. Por eso, las revoluciones, al hacerse poder, sí traen consigo el fin de la historia.
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