martes, 8 de diciembre de 2020

España ya saldó su deuda con la comunidad sefardí

 

España ya saldó su deuda con la comunidad sefardí

Las últimas manifestaciones de Vox acerca de la inmigración hispanoamericana revelan el conflicto entre el Estado de derecho y el Estado de bienestar

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Toledo es promocionada turísticamente como «la ciudad de las tres culturas» (María del Alba Orellana)
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El Ministerio de Justicia español ha alertado sobre la difusión de falsas noticias sobre el reconocimiento de la nacionalidad española a los sefardíes. El plazo para obtener la ciudadanía por este cauce finalizó el 1 de octubre de 2019 y “no se volverá a abrir”.

Desde el organismo oficial se ha reiterado que el término ha caducado y que “no existe posibilidad de reapertura del plazo de solicitud ni se ha establecido ningún nuevo procedimiento”.

Fue un portal que se abrió durante un corto período. Pero la contundencia con que el Ministerio se ha expresado con respecto a su clausura evidencia que la prédica de las derechas europeas en pos de la homogeneidad cultural viene ganando terreno en la arena política del continente.

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Así lo revela al menos el estudio de Tjitske Akkerman, del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Amsterdam, sobre políticas de inmigración en la Unión Europea: “Los partidos políticos de extrema derecha (…) comparten una ideología nuclear que podría calificarse de nacionalismo xenófobo y promueven un discurso antiinmigración (…). Existen indicios que apuntan a que cada vez más estos partidos influirán en las agendas y políticas de inmigración de los partidos tradicionales”.

Y al describir el perfil de estos partidos puntualiza: “En Europa occidental, el principal grupo objetivo del nacionalismo han sido los inmigrantes (tanto económicos como refugiados), y los partidos de extrema derecha han señalado en particular a los inmigrantes procedentes de países musulmanes (…) ya que consideran el islam la mayor amenaza para la seguridad y la identidad nacionales”.

Por su parte, en Europa del Este, continúa la especialista, “Viktor Orban, primer ministro de Hungría y líder del partido Fidesz-Unión Cívica Húngara, se postuló como el paladín de una Europa cristiana y solicitó, junto con los dirigentes políticos de Polonia y Eslovaquia, acoger sólo a refugiados cristianos”.

La afiliación religiosa como criterio y la multiculturalidad como “antivalor”

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No deja de resultar intrigante que a esta altura del siglo XXI la religión de una persona siga configurando un factor determinante para definir su destino. ¿No resulta ello repugnante a los principios más elementales del “Estado de derecho”? ¿Y no es acaso aún más sorprendente que dicha consigna emane de partidos que se autoetiquetan como “democráticos”?

Efectivamente, como señala la autora citada, “existe controversia respecto a si los partidos de extrema derecha pueden ser considerados democráticos. (…) El ultranacionalismo y el antipluralismo (…) los sitúan en los límites de la legitimidad de las democracias liberales“.

Subraya al respecto Michael Minkenberg en “Transforming the transformation? The East European radical right in the political process”, de 2015, que de alguna manera, “existe una línea tenue, cuando no difusa, entre los partidos de extrema derecha y los partidos fascistas antidemocráticos”.

El desprecio por la diversidad cultural es, en efecto, la única interpretación plausible para las manifestaciones de los dirigentes de Vox en España, que mientras alegan “no tener políticas antiinmigratorias”, por otro lado aspiran a restringir en los hechos la entrada a su territorio a aquellos que “comparten sus valores y cultura”, “privilegiando la inmigración hispanoamericana”. Una auténtica contradicción en términos.

El largo conflicto español con lo judío

El cierre del portal para la adquisición de la ciudadanía por parte de los judíos sefardíes se inscribe en una larga historia de animadversión contra dicha comunidad, animosidad que se remonta ya a los tiempos de los reyes visigodos y encuentra su clímax en los edictos de expulsión de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón.

Ya en tiempos de los visigodos, cuando Leovigildo logra unificar el territorio bajo su égida, y su sucesor Recaredo abandona el arrianismo para convertirse al cristianismo ortodoxo, los sucesivos Concilios de Toledo fueron adoptando medidas cada vez más agresivas contra la comunidad judía que hasta entonces habitaba pacíficamente el territorio de la otrora cosmopolita Hispania romana.

Los nombres de los reyes visigodos Sisebuto, Sisenando, Chintila, Chindasvinto, Recesvinto, Ervigio y Egica compiten por la “pole position” de la intolerancia contra lo que dieron en llamar “la perfidia judaica”.

Al “piadoso rey Sisebuto” le cabe el dudoso honor histórico de haber iniciado la feroz persecución, que completó con una singular maldición sobre sus sucesores para el hipotético caso de que osaren desconocer sus leyes antijudías.

Así pues, de la prohibición de acceso a cargos públicos o la celebración de matrimonios mixtos y las restricciones a la construcción de sinagogas o embellecimiento de las existentes, el acoso fue escalando a la interdicción de prácticas rituales como la circuncisión, bajo pena capital por lapidación u hoguera o, en el mejor de los casos, amputación genital para quienes la practicaran (de ser mujeres, el corte de la nariz), y la reclusión en “guetos” de los cuales solo se autorizaba salir de día para trabajar.

Finalmente, bajo Egica, el XVII Concilio toledano ordenó la confiscación de todos los bienes, la esclavitud perpetua y la disgregación de las familias, mediante la entrega de los hijos de los judíos a familias cristianas. Una aberración propia de los peores despotismos.

Pensar que santos y doctores de la Iglesia católica como Isidoro de Sevilla, Braulio de Zaragoza, Ildefonso de Toledo (también patrono de municipios de Guatemala y Perú) o San Julián de Toledo pudieran presidir tales concilios o redactar sus disposiciones se nos torna difícil de asimilar.

Como ha subrayado el historiador británico Edward Arthur Thompson en su obra “Los godos en España” la terrible persecución sufrida por los judíos bajo los reyes visigodos ”no tiene parangón en los otros reinos católicos de la época”. En idéntico sentido, el también británico Roger Collins, afirma en “España en la Alta Edad Media”: «El trato dispensado a los judíos tanto por parte del poder secular como de la Iglesia en el reino visigodo es el rasgo más negativo de su historia»

La libertad llega por Gibraltar pero se acaba en Granada

La llegada de los musulmanes a la península en el año 711 constituyó para los judíos “una brisa de aire fresco” que les permitió practicar nuevamente su culto y continuar su vida, a cambio solamente de pagar impuestos.

En Al-Ándalus, al sur de la península ibérica y bajo dominio musulmán, la comunidad judía pudo ocupar un lugar relevante, tanto en el comercio como en la actividad cultural. Bajo emires y califas los judíos no encontraron cortapisas para trabajar como traductores, diplomáticos, médicos, astrónomos, músicos o poetas.

Pero la hostilidad habría de retornar junto con el proceso de la Reconquista. Sentimiento del cual la reina Isabel la Católica y su esposo Fernando de Aragón fueron, sin duda, máximos exponentes.

En efecto, el afán por la homogeneidad “religiosa y cultural” que impregnó esa cruzada, especialmente en su etapa final, no sólo barrió con lo que quedaba del esplendor nazarí, sino que también se tradujo en la lisa y llana expulsión de los judíos del ahora católico reino.

Convengamos que había antecedentes. Ya en 1412 la corona de Castilla había ordenado a los judíos dejarse la barba y portar una rodela roja cosida a la ropa a modo de identificación (un claro antecedente del hexagrama amarillo hitleriano) y en Aragón se había declarado ilícita la posesión del Talmud. Pero “la cuestión del criptojudaísmo”, esto es, la continuidad secreta de las prácticas judaicas, persistía.

Y así es como en 1478 Fernando e Isabel requieren del papa Sixto IV el aval para la instauración del Tribunal de la Santa Inquisición. Y de hecho, fue justamente el inquisidor Tomás de Torquemada el redactor principal del decreto de expulsión de los judíos de la península ibérica, cuyo texto central reza: “Acordamos de mandar salir a todos los judíos y judías de nuestros reinos y que jamás vuelvan a ellos”.

Sin excepciones, y castigando asimismo a quienes osaran auxiliarlos u ocultarlos, los judíos tuvieron que salir presurosamente del territorio, malvendiendo sus propiedades, sin poder cobrar sus créditos, y sin poder siquiera sacar del país monedas acuñadas, armas ni caballos, cuya exportación estaba interdicta.

Poco después, a modo de premio, el Papa Alejandro VI concedió a los reyes el oficial título de “Reyes Católicos”.

Una ironía contemporánea

No deja de resultar irónico que gran parte de los cuantiosos ingresos de que España disfruta en concepto de turismo se deben, no obstante, a sus breves oasis de “multiculturalidad”.

Toledo se vende al mundo como “la ciudad de las tres culturas” y explota comercialmente el acceso a mezquitas y sinagogas que siguen portando los nombres con que sus usurpadores cristianos las “rededicaron”: la Mezquita del “Cristo de la Luz”, la Sinagoga de “Santa María la Blanca”.

En Córdoba, donde el turismo se concentra especialmente en el atentado arquitectónico perpetrado a la mezquita califal mediante el agregado de una iglesia católica exactamente en su centro, también es dable encontrar estatuas evocativas de personajes musulmanes y judíos, como Averroes y Maimónides, que tanto aportaron al desarrollo científico y literario de la Europa medieval.

Cultura de la incultura

Soslayar el aporte de saberes –y también de placeres, literarios, musicales, y hasta gastronómicos–procedentes de otras tierras, condenar al ostracismo a personas que ningún delito han cometido, o limitar su ingreso a un territorio con base en su religión o tradiciones, constituye una conducta que, siguiendo a Alberto Benegas Lynch (h) en su artículo “Nacionalismo, cultura de la incultura”, no puede sino ser calificada de “narcisismo de trogloditas”.

En efecto, escribe allí este autor con su proverbial vehemencia: “Seguramente no hay mayor afrenta a la cultura que los postulados que provienen de aquella corriente de pensamiento que se conoce con el nombre de “nacionalismo”. (…) El nacionalismo pretende establecer una cultura alambrada, una cultura cercada que hay que preservar de la contaminación que provocarían aquellos aportes generados fuera de las fronteras de la nación. Se considera que lo autóctono es siempre un valor y lo foráneo un desvalor, con lo que se destroza la cultura para convertirla en una especie de narcisismo de trogloditas que cada vez se asimila más a lo tribal que al espíritu cultivado que es necesariamente cosmopolita”.

Ensayando una explicación

Tratando de entender, ¿cómo se explica que ciertos partidos políticos seduzcan a un número cada vez más significativo de electores con propuestas antimigratorias propias de tiempos y mentes medievales?

En tren de aventurar una respuesta, cabe pensar que ello se debe fundamentalmente a las prestaciones a las que tales inmigrantes accederían en condiciones “competitivas” con los locales en un sistema de “estado de bienestar”.

Como explica Jon Lacomba, profesor de la Universidad de Valencia, “De hecho, en la campaña electoral de Vox en 2019, a imitación de otros partidos en Europa, se hizo uso del eslogan “o nosotros, o ellos”, una forma primaria de trazar una nítida frontera entre los que son de casa y los que no lo son”.

El dilema queda así planteado a modo de enfrentamiento tribal: una tribu abusadora, una tribu pagadora. Los números puros y duros indican otra cosa, pero tal es la percepción que va medrando en la población.

Por eso, mientras el estado de bienestar no sea literalmente desmantelado, el debate persistirá.

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