Todos los acentos de la tempestad
PRODAVINCI 30/12/2020
Todos los hombres tienen un acento subjetivo
que recuerda a un animal o una planta.
(Ramón Díaz Sánchez)
Repica.
Repica.
No contesta.
Por fin atiende el teléfono móvil. El fijo no funciona desde hace más de dos años.
Había caminado al mercado, a la farmacia, a la panadería.
Mi madre, que vive en Maracaibo, ciudad alguna vez petrolera, hace sus diligencias a pie porque no hay gasolina. Un vecino la lleva en automóvil de cuando en cuando, si consigue unos litros, si puede pagarlos en dólares en el mercado negro, en el túnel de las madrugadas.
Ironía. Mi mamá nació en Maracaibo porque mi abuelo fue fiel a las promesas de prosperidad del petróleo. Por eso partió de Bielorrusia en 1932. Por eso hizo viajar a mi abuela, prima lejana a quien nunca había visto.
En agosto de este 2020 la producción petrolera venezolana estaba por debajo de los 400.000 barriles diarios, nivel similar al de 1934, año en que nació mi madre.
Por el petróleo mis abuelos emprendieron otra migración en 1938, esta vez cerquita, a Cabimas, en la Costa Oriental del Lago de Maracaibo. En uno de los ferris recién estrenados para enhebrar los augurios de las dos orillas. Había que estar lo más cerca posible del frenesí, aunque allí el calor fuese más impío y la casa con techo de zinc. En Cabimas nacería mi tío, único varón de cuatro hermanos. Apenas mi mamá terminó la primaria volverían a esa «suerte de Cartago y Constantinopla en aleación extraña» que era Maracaibo, en palabras de Ramón Díaz Sánchez en un ensayo de 1938, citado por Arturo Almandoz.
Mi abuelo no era hombre robusto ni de «vísceras curadas por la irradiación yódica del mar», como describe el mismo Díaz Sánchez en Mene (1936) a aquellos que, con «apetitos desbridados», llegaron al Zulia para formar las cuadrillas de extracción: «Almas familiarizadas con todos los acentos de la tempestad».
Antes de echarse al océano, mi abuelo –moreno como nadie más en la familia– jamás había visto corrientes que no fuesen las del río Vístula. Era vendedor de puerta en puerta. Le decían “el turco”, como a cualquier extranjero que comercializaba mercancía por cuotas. Él prefería cláper, onomatopeya proveniente del yídish, por el clap-clap-clap que hacen los nudillos al golpear la madera. Su acento jamás consiguió limadura, se acopló, eso sí, a las desbocadas tempestades de este lado del mundo.
De aquellos años en la Costa Oriental la familia siempre recordó dos espantosos incendios. El de un baño en Cabimas, con el que se esfumaron los documentos polacos de mis abuelos. Y el que devoró el palafítico poblado de Lagunillas de Aguas, dejando sin pertenencias y casi sin vida a Jeannette, hermana de mi abuelo, quien había viajado incluso antes que él, también embrujada por los prestigios del oro negro. Después de aquel incendio del 13 de noviembre de 1939, Jeannette, su esposo y sus dos hijos fueron reubicados en Lagunillas de Tierra. Mi prima Dinah dice haber visto una fotografía que los mostraba de pie frente a un ranchito de madera, en una calle sin asfaltar. He jurado tener en mis manos esa imagen sepia, pero sé que la he inventado de tanto oír a mi mamá diciendo, cuando atravesábamos Lagunillas, “por aquí vivían Jeannette y Haim Leiv en una casita de madera”. En mi memoria ese por allí es de tierra y desolación.
Otra prima, Esther, sabe poco de los días de sus abuelos paternos en la Costa Oriental del Lago. Rememora, en cambio, que su abuelo materno se salvó del incendio de Lagunillas porque había sido un avezado nadador en Europa y consiguió abordar la última piragua que partió del desastre.
El “negro óleo de la tierra” ha sido un pariente.
Mi abuelo murió en 1972 seguro de que el lago de Maracaibo fue un destino cumplido. Tanto lo creyó que se dejó llevar por unos paisanos y en sociedad establecieron una planta procesadora de mariscos en La Cañada de Urdaneta. Pasé muchas tardes allí porque mi papá era muy amigo de Antonio, el español que administraba la cotidianidad de la empresa. Del lago llegaban a nuestra mesa cangrejos azules que se convertirían en mi lujosa y hoy inalcanzable magdalena proustiana.
Recuerdo el día que arribó a casa un frasquito de mayonesa a medio llenar, con una nata espesa y muy negra. Obsequio que alguien hizo a mi papá y que él aceptó confiado en que el petróleo aplacaría mis piojos. El envase pasó días sobre la mesa de la máquina de coser, cogiendo despiadado sol, sin que nadie se atreviese a darle paradero. Un buen día mi mamá lo destapó, lo olimos con asombro y de inmediato fue a dar al bajante de la basura. Quisiera haber retenido aquel hedor. Dicen que el petróleo puede oler a asfalto, a huevo podrido, a ajo. Dicen que algunos tipos ni siquiera son negros del todo, que los hay verdes y amarillos e incluso rojos. El crudo –bella palabra usada como sinónimo de lo que suponemos cocido durante milenios por el fondo de la tierra– debe tener negros en el negro, quizá un negro azabache, negro bujía, negro ala de cuervo. Decoradores y arquitectos pusieron de moda el azul petróleo, gama de azules grisáceos que recomendaban como relajante y sofisticada.
En algún momento mi papá, como tantos jóvenes empresarios de la región, formó parte de la Cámara de Comercio de Maracaibo y del Club de Leones. Un fin de año se organizó un paseo a un campo petrolero y fui con él. Puedo suponer que había ocurrido ya la nacionalización del primero de enero de 1976, que tendría yo algo más de diez años. Recuerdo el Pullman de ida y vuelta, con gruesas cortinas que había que zarandear para recobrar el paisaje. Recuerdo el suculento almuerzo en un salón también penumbroso y luego el recorrido en lancha a través de un bosque de gigantes, mientras una voz de tour extranjero explicaba el proceso de extracción.
Esa fue la primera de tres veces que navegué en el lago. Otra ocurriría en el yate de un muchacho buenmozo que una amiga seducía. Me llevó de chaperona. Salimos del Club Náutico y anclamos en un lejos que dejaba ver las dos costas y el puente hacia el sur. Me eché al agua solo para quitarme el mareo y el arrepentimiento de haber secundado aquel sábado atronador. En esos mismos años abrieron una ruta de catamaranes entre Maracaibo y la Isla de Zapara y fuimos a un playón justo donde encarnan su litigio las aguas dulces del lago y las salobres del Golfo de Venezuela. No sé cuánto duró aquel empeño turístico.
Luce inverosímil que a fines del siglo XIX hubo regatas en el lago y hasta el cosmopolita Club Alemán de Remos de Maracaibo, con jóvenes atléticos «trajeados con pantalón inglés de cuero blanco, chaqueta de franela azul y gorra blanca con emblema plateado». Así los reseñaba Elisabeth Gross en su libro Vida alemana en la lejanía, publicado en Hamburgo en 1921.
En mi infancia –aunque aún se veían audaces bañistas en la avenida El Milagro– era usual ir a playas fuera de la ciudad, hacia el norte. Nunca del todo limpias, solo relativamente cercanas y con cocoteros. Nadábamos entre una capa tornasolada que evadíamos como si se tratase de un aguamala. Era el agua mala de los desatinos, los derrames que son noticia desde antes de que soñaran la puesta en marcha del primer pozo. No pocas veces regresábamos insolados y con los pies salpicados de un chicle negro que mi mamá nos quitaba con un trapito empapado en benzol. Por eso empezamos a ir a Caimare Chico, más lejos, camino a la frontera con Colombia, una orilla turbia y oleada de cara al Golfo, con chipichipi de muchos colores que recogíamos para hacer sopas que siempre dejaban arena entre los dientes.
Cuando nos visitaban amigos o parientes foráneos, los llevábamos a ver las cabrias lacustres y el muro de contención. Cruzábamos el puente General Rafael Urdaneta en el Conquistador azul de mis padres y seguíamos sin detenernos hasta Lagunillas. Todavía podíamos subir sin vigilancia alguna hasta la cima del dique, caminar sobre las piedras, tirar pedruscos al lago, ver el atardecer. De regreso, otra Ítaca quedaba en el pitillo por el que sorbíamos agua de un coco muy frío.
La última vez que fuimos sería en las postrimerías de los años ochenta. No pudimos pasar de una cerca alambrada. Ya no había casas sino una zona burocrática y el dique a lo lejos. Construido a partir de 1938 y con cuarenta y siete kilómetros de largo, se veía mucho más alto que en mis remembranzas. Crece cada cierto tiempo –el fenómeno se llama subsidencia– porque la tierra se hunde y de no hacerse el debido mantenimiento sobrevendrá una inundación que arrasará con aquella vastedad amarilla, desaliñada, provisoria.
Quedan en mis evocaciones otras muchas idas a la Costa Oriental.
Visitábamos a una familia italiana, dueña de una óptica en Cabimas. Regresábamos de noche, a veces a medianoche, odisea hoy inadmisible. Recuerdo los quince años de una hija de Giulio en la casa club de uno de los campos, una fiesta en la que mi papá me dio a probar whisky con Pepsi Cola y bailamos con una orquesta en vivo que me atrevería a pensar que era Guaco.
Visitábamos a mi prima Esther, que apenas se graduó de ingeniero en la Universidad del Zulia halló trabajo en Maraven y le asignaron una casita en Campo Carabobo, en la misma Lagunillas de sus abuelos. Una casita gringa, sin rejas, con jardín y aire acondicionado central. Yo la recordaba amarilla, ella asegura que era blanca y roja.
Cuando regresábamos de vacacionar en el frío de La Puerta o La Mesa, en el estado Trujillo, mi papá prefería desviarse de la troncal más expedita y tomar la vía que atravesaba los campos para ver los balancines, ruidosas jirafas entre la maleza.
El petróleo de aquella infancia y adolescencia se volvió tarea de investigación mientras estudiaba en la Escuela de Letras. Lástima que no perseveré en ella. Leí algunas de las grandes novelas del petróleo: Mancha de aceite (1935), de César Uribe Piedrahita; Mene (1936), de Ramón Díaz Sánchez; Sobre la misma tierra (1943), de Rómulo Gallegos; Guachimanes (1954), de Gabriel Bracho Montiel; Campo Sur (1960), de Efraín Subero; Oficina N.° 1 (1961), de Miguel Otero Silva; y Memorias de una antigua primavera (1989), de Milagros Mata Gil. Algunos de esos libros viajarían conmigo a Caracas. Creí que nunca querría releerlos. Hoy quiero.
En esos tiempos estudiantiles el lago era presencia de otras maneras. Muchos de mis compañeros vivían en Cabimas y Ciudad Ojeda. Madrugaban para cruzar el puente en un autobús de la Universidad del Zulia. Por eso Víctor, de los más queridos, dormitaba en las cátedras tempraneras, fueran de lingüística o poesía: se sentaba en el último pupitre, la cabeza recostada a la pared, lentes oscuros. Despertaba justo antes de acabar la clase e intervenía con frases brillantes. Ningún profesor lo pilló jamás.
Más tarde familiares y amigos hallaron trabajo en empresas petroleras. Admiraba sus agotadoras travesías en lancha, carro o autobús. A veces en todos. Mi amigo Tony además abordaba un helicóptero para llegar a plataformas en las que pasaba días a la espera del primer petróleo, que hoy evoca muy caliente, humeante, «con olor a tierra profunda, a siglos sin luz». Trabajar en “la industria” era lo natural. Yo misma me postulé para un cargo, creo que en Lagoven, asuntos de una biblioteca. Hice un larguísimo examen escrito. Cuando me llamaron para la entrevista ya me había mudado a Caracas sin vuelta atrás.
Hoy me resulta curioso que el lago, de cerca maloliente y aterrador, para mí sigue asociado a cierta ensoñación y a un acervo gastronómico. Solía ir con amigos a Santa Rosa de Agua a tomar cerveza en un palafito con rocola. Al restaurante de una marina con los mejores camarones rebosados. Con mis padres a Cabeza de Toro o Puerto Cabello, para comer pescado frito y huevas de lisa. Y un poco más allá Gato Negro, una destartalada venta de carne en brasa donde buscábamos arepas de maíz pilado.
Nada me engolosinaba más que los hogares de amigos con vistas al agua, olor a salitre, luz de agosto. Recuerdo el comedor de los Antillano Armas, abierto a una inmensidad azul. El apartamento de mi profesor Víctor Fuenmayor, en una colina redonda. La casa de los Rincón, desde donde cada 24 de julio veíamos el desfile que conmemoraba la Batalla Naval del Lago y allí a veces el aún galán Gilberto Correa, primo de ellos. Recuerdo el último apartamento de Milagros Socorro antes de mudarse a la capital, con una terraza asomada a un lago encandilante desde el que perseguí lanchas, veleros, pescadores, tanqueros, aviones, gabarras y pájaros.
Desde mi casa, por donde mirase, se distinguía un trozo de lago y siempre el mechurrio de El Tablazo, desgracia que no apagan lluvia ni ventarrones. Le encontraba cierta belleza, sobre todo en noches en las que sus llamaradas competían con los perpetuos relámpagos del Catatumbo.
Mis cuitas con el petróleo tuvieron un episodio culminante con un brevísimo novio que me “cortó las patas” porque él se veía viviendo en un campo petrolero, con una esposa y muchos hijos, y no podía imaginarme a mí allí. Hizo bien. Tampoco yo me visualizaba en una felicidad de postal postmoderna. Por aquel entonces, cuando pensaba en lo peor que podía pasarme, cuando imaginaba el lugar más lastimero para terminar mis días, venían a mi mente un campo petrolero o un pueblito del Midwest americano. Hoy sé que viviría en Iowa, en Bachaquero jamás.
La «irritable meninge negra» de la que se supone subsistiría mi generación, la de mi hijo y muchas más, es casi una mala palabra, un incordio. Pariente perverso.
Para mi mamá, que dice poquísimas groserías, sigue siendo un estimado insulto mandar a la gente a bañarse con petróleo.
De niña tenía una pesadilla recurrente: del lago se levantaba una ola oscura y colosal que avanzaba arropando la ciudad y que yo, con súper poderes mentales, conseguía detener justo antes de que llegara a mi ventana. Creía también que excavando en los patios podía hallar mene y que un día en los parques habría balancines como columpios.
Muchos en el Zulia tuvimos un pequeño imaginario asociado al petróleo. Yo, además, una genealogía. La ilusión colectiva, lejos de materializarse, encarnó en la pupila de un cíclope que hoy impide vivir en paz, que no es prieto sino rojo. Que nos traga y destierra. Que es vergüenza y desesperanza post petrolera. Que hace caminar a mi madre, a punto de olvidar que alguna vez hubo automóviles en Maracaibo.
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