El diente roto, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Alberto M., uno de los mejores vecinos que tuve en Juan Pablo II, en Montalbán, se alegra por haberme ubicado al fin, tras leer por aquí hace poco un suceso relacionado con mi antiguo apartamento. Me dice que continúa viviendo en Parque Uno y que sobrevive pese a la pérdida de un riñón, motivo por el cual ha dejado a un lado la cerveza y el cigarro.
Al igual que lo hacíamos en aquellos años —antes de que mi esposa y yo abandonáramos el país—, cuando solíamos manifestar contra Maduro por los alrededores de los edificios, él prosigue con sus protestas porque no cesan los apagones o no hay agua o por otros malos servicios, con el detalle de que ahora se unen vecinos de los diez edificios del complejo habitacional de la Misión Vivienda, bautizado Juan Vives Suriá, muchos de los cuales ya dejaron de ser chavistas.
No es un secreto que en ese sector se rigen bajo un ordenamiento –iba decir legal– justiciero impuesto por los dos grupos de colectivos armados oficialistas que aseguran no ejercer la violencia contra la gente de Montalbán.
Para convencerme de que eso es así, Alberto me cuenta que en uno de esos colectivos milita un sujeto que fue el albañil que le acondicionó el apartamento cuando él se mudó a Juan Pablo II en los años 90. Entonces gobernaba Rafael Caldera por segunda vez y Caimán, que es como lo llaman, era apenas un joven que hacía excelentes trabajos bajo la tutela de su padre, reconocido maestro de obras, y un tío con quienes conformaban una pequeña empresa de albañilería.
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Han pasado muchos años y Caimán —en realidad se llama Josué— es ahora un adulto rodeando los 40 que integra uno de los grupos colectivos, pero no ha dejado de ser agradecido y atento hacia mi vecino. Justamente, prevalido de esa amistad, Alberto se topó con él un sábado y tras el saludo habitual le comentó que dos chamos de esos edificios lo habían atracado a él y a su sobrina.
Uno se quedó afuera en la moto y el otro bajó a pie hasta el estacionamiento los despojó de los celulares y la cartera, pero se sobrepasó con tocamientos lascivos contra su sobrina.
“¡Descríbemelo!”, ordenó Caimán en tono molesto y mi exvecino se apuró en hacer un retrato hablado, destacando que el chamo tenía un diente roto. Alberto me cuenta que después de ese reclamo pasaron los meses, se topaba de vez en cuando con Caimán quien cabalgaba una moto y cuando Alberto bajaba la ventanilla del carro para saludarlo, el exalbañil le recordaba con una seña inconfundible que estaba pendiente con el asunto.
Una tarde de mayo cuando llegaba a su casa, Alberto notó que Caimán le esperaba. “Me asusté… porque uno no sabe con qué pueden venir esos tipos”, escribe mi vecino. Simplemente que su grupo colectivo había localizado y ajusticiado detrás del basurero al chamo que le robó. “Acompáñame para que lo veas, antes de que se lo lleve la furgoneta del Cicpc”.
Alberto se asustó y se fue detrás sin protestar. Al llegar descubre con horror que si bien el cadáver mostraba un diente roto, no era quien lo había asaltado. En voz baja le explica a Josué que se habían equivocado. “Coño, pero ¿no me dijiste que tenía el diente roto?”, preguntó alterado Caimán, mirándolo con tono severo. Alberto le responde que sí, pero le aclaró de nuevo que no era el que lo robó. Caimán le dijo “quédate aquí un momento” y se dirigió a la esquina para conversar con sus compañeros.
Al rato de lo que parecía ser una deliberación parlamentaria, con votación y todo, regresó y lo tranquilizó “no hay rollo, Albertico… ¡Me dicen los camaradas que ese guevón también tenía malas mañas…! sostuvo. “Y mala leche que tuviera también el diente roto”, quiso decir Alberto, pero solo lo pensó porque no era justo hacer de ese infortunio algo gracioso.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España
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