En Cuba la primavera sigue siendo negra
Este 18 de marzo llega a su final la medida punitiva que me impuso el fiscal con alma de inquisidor que me mostró con todo rigor la magnitud de su desprecio
BOSTON, Estados Unidos. ─ Por más que quiera no puedo borrar de mi memoria el día en que transité sin escalas de una apacible siesta a una pesadilla en tiempo real. En principio era un sueño profundo, fruto de un despertar en horas muy tempranas y las secuelas de una enfermedad digestiva que me había obligado a buscar los servicios de un especialista.
Minutos antes había llegado de la consulta. Llevaba varios días padeciendo los embates de una dolencia crónica, provocada por la acumulación de tensiones y una deficiente dieta alimentaria. Recuerdo que desperté rodeado de policías uniformados y vestidos de civil.
No se trataba de imágenes incorpóreas. Estaban allí para revisar cada palmo de la casa amparados en una orden de registro que apenas pude ver debido a mi somnolencia. Los vi llevarse objetos personales “sospechosos”, como novelas clásicas, libros de poesía y ensayos, un puñado de folletos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, copias de artículos periodísticos de mi autoría, revistas informativas, fotos de familia y una vieja máquina de escribir marca Underwood.
Aquella escena ─vivida en una casa del municipio Centro Habana, donde vivía una difunta tía de Nancy, mi esposa─ no envejece en mis redes neuronales y vuelve a ocupar un primer plano 18 años después. Los tres quedamos atrapados entre la horda de usurpadores que nos lanzaban de vez en vez miradas de odio combinadas con diligentes alusiones al más puro estilo de los psicópatas. Era solo el comienzo de un viaje a las zonas más oscuras del infierno. De ahí salí esposado rumbo a mi inmueble ubicado en el municipio de Habana Vieja. Iba custodiado por dos sicarios en el asiento trasero de un automóvil con chapa particular.
Me esperaba el mismo procedimiento: una exhaustiva pesquisa, incautaciones y la orden de guardar silencio absoluto, pauta que incumplí al tratar de exigir una explicación a un trato excesivamente desproporcionado y que tendría como colofón un juicio sin garantías y una pena carcelaria de dieciocho años por transgresiones asociadas al activismo contestatario, en mi caso, debido al ejercicio del periodismo independiente.
El 18 de marzo de 2003 yo era protagonista de un episodio que padecerían otros 74 activistas prodemocráticos a lo largo y ancho de la Isla. Ese día comenzó la razzia que impresionó al mundo civilizado. Varios gobiernos y personalidades de la política, el arte, la academia y la literatura reaccionaron con urgencia, arrancando algunas concesiones al paso del tiempo. Ninguno de los encartados cumplió las largas sanciones de entre 10 y 28 años, aunque para la gran mayoría la salida de la cárcel fue sustituida por el destierro.
Desde entonces no se ha producido por parte de la dictadura una reacción similar. La represión continúa, pero con la estrategia de la selectividad de por medio, como ha ocurrido desde el surgimiento y consolidación del movimiento pacífico que aboga por un Estado de Derecho.
Hay quienes vaticinan una repetición de aquel castigo ejemplarizante, pero no estaría muy seguro de que algo parecido ocurriera por las connotaciones que eso traería consigo en un mundo más informatizado, donde todo se conoce al instante gracias a las interconexiones globales vía internet. Tampoco está Fidel Castro, la persona que presumiblemente autorizó la detención masiva de la primavera de 2003 y la única con la capacidad de reducir el impacto de las desaprobaciones a nivel internacional gracias a la aureola mística que llegó a poseer desde su irrupción en el ámbito político nacional hasta su muerte.
Este 18 de marzo llega a su final la medida punitiva que me impuso el fiscal con alma de inquisidor que me mostró con todo rigor la magnitud de su desprecio. Tanto fue así que le agregó tres años a la petición inicial de quince.
La noticia del aumento llegó en la primera visita familiar en la prisión de Guantánamo, en el extremo oriental del país. El sitio escogido para profundizar los efectos del escarmiento. Me encontraba a más de 900 kilómetros de mi lugar de residencia.
Dieciocho primaveras han transcurrido desde entonces. El final de la infame condena que me endilgaron y que ningún abogado podía alterar, más allá de sus habilidades profesionales. Eso me hizo saber el letrado en un rincón de la sala 10 minutos antes de la vista oral. La primera y única vez que lo vi. Todo era parte de un libreto escrito en las oficinas del alto mando del poder totalitario.
Lo más triste de toda esta película, mayormente terrorífica y salpicada a menudo de cierta hilaridad, sin que por el ello el espanto pierda relevancia, es la continuidad del mal con todo los peligros y sobresaltos que eso entraña. En la distancia rememoro los dos años que estuve tras las rejas sin apartar de mi mente a quienes permanecen dentro de la Isla a expensas de las bajezas y odios zoológicos de las huestes de chivatos y policías.
Me cuesta decirlo, pero por más que aguzo la vista no veo la luz al final del túnel. Quizás es el punto de vista que logro captar desde el ángulo en que me encuentro. Una perspectiva muy personal y respetuosa de otras interpretaciones coincidentes o no.
Solo me resta decir que he hecho todo lo humanamente posible por que Cuba sea un país inclusivo y próspero. No me arrepiento de haber invertido casi tres décadas en esos menesteres, a pesar de los fracasos y las desilusiones. Es una causa justa y eso basta para no arrepentirse de nada.
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