Pentatlón: la lucha por la hegemonía mundial, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Tienden a ser usados como sinónimos, pero no son solo dos conceptos distintos sino opuestos: dominación y hegemonía. ¿Cuál es la diferencia? Dominación, la palabra indica, hace referencia a un sujeto que subordina a otro hasta el punto de que puede llegar a convertirlo en un objeto. Hegemonía, en cambio, supone la primacía de un sujeto con respecto al otro, sin buscar convertirlo en un objeto sino en interlocutor. La dominación, por lo mismo, no excluye la violencia. La hegemonía en cambio la excluye radicalmente. Diferencia que, antes que a nadie, debemos a Antonio Gramsci. La hegemonía, para el filósofo italiano, es siempre cultural. Para alcanzarla hay que estar dotado del don de la palabra, del logos de la lógica, de la persuasión que viene de la razón.
1.- Marxista como era, Gramsci intentó separar la política del PC italiano de la impuesta por la Rusia de Stalin. Con razón es considerado como uno de los diseñadores de la democracia social moderna. Incluso intelectuales de la extrema derecha europea buscan convertirlo en uno de sus puntos de referencia, entre ellos Alain de Benoist quien, utilizando el concepto de hegemonía cultura, intenta probar la superioridad de la cultura europea por sobre las culturas emigrantes, algo que nunca habría pasado por la cabeza de Gramsci.
El hecho objetivo es que el marxismo de Gramsci terminó contradiciendo y trascendiendo al marxismo de los comunistas. Así lo captó a fines del siglo pasado uno de los pensadores políticos más interesante de los EE. UU., Joseph Nye Jr., quien sirviéndose de conceptos gramscianos propuso una estrategia internacional al presidente Clinton, la que tuvo excelente acogida. No erraríamos si afirmáramos que la teoría del «poder blando» de Nye (en contraposición al poder «duro» o violento) fue una de las claves del gobierno de Obama y, con toda seguridad, lo será también del de Biden.
Los Estados Unidos, es la idea gramsciana de Nye en su libro clave «Soft Power», no deben ejercer una dominación mundial, pero sí pueden y deben, en compañía de sus aliados, constituir un centro hegemónico mundial.
Si tuviéramos que ilustrar con ejemplos la diferencia entre dominación y hegemonía, podríamos remitirnos a las dos ciudades-Estados más importantes del mundo griego: Esparta y Atenas. Quien lea la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídedes, podrá comprobar cómo Esparta llegó a ejercer una fuerte dominación militar sobre Atenas. En contrapartida, nunca pudo alcanzar su hegemonía sobre el micromundo helénico. ¿Quién habla hoy de la filosofía, del pensamiento, del arte de los espartanos? Atenas, en cambio, ha continuado iluminando la historia universal. Platón, Sócrates, Aristóteles y tantos más, siguen siendo pilares hegemónicos del Occidente cultural y político.
¿Por qué escribo acerca de este tema? Por un objetivo declarado y preciso: contradecir a todos a los que subscriben la tesis de que China está a punto de ejercer su poder hegemónico sobre el planeta, desbancando a los Estados Unidos y a Europa.
*Lea también: Una encrucijada terminal para la nación: Cubazuela o Chinazuela, por Vladimiro Mujica
2.- China, en efecto, está en condiciones de superar la fuerza económica y comercial, incluso la militar, de las principales naciones occidentales. No obstante, está lejos de ejercer hegemonía en otros espacios constitutivos de la realidad. Aun más lejos que esa antigua potencia industrial que fuera la URSS. En efecto, durante determinados momentos, pareció que, gracias a la explotación masiva de la fuerza de trabajo, la URSS llegaría a superar a los Estados Unidos. Cuando en 1957, el Sputnik-2 y la legendaria perrita Laika llegaron a la luna, cientos de opinadores anunciaron que ese día había quedado sellada la superioridad de la URSS sobre Estados Unidos y Europa. Pero fue solo una ilusión.
A diferencia de la China de hoy, la URSS intentaba, además, disputar a Occidente su hegemonía política y cultural.
Miles de intelectuales occidentales declararon su amor a Stalin. Pero ya sabemos cómo terminó el experimento. No llevó al fin de la historia, pero sí reventó a la URSS. Nadie ha dicho que ese será el caso de China, pero es difícil pensar que alguna vez ese inmenso país llegará a convertirse en centro hegemónico mundial, entendiendo por hegemonía, reiteramos, algo muy diferente a la simple dominación. A diferencias de la ex-URSS, China no ofrece ninguna utopía y más de alguna distopía. Que es y será una gran potencia económica y militar, sobre todo en el espacio asiático, está fuera de duda. Pero que va a ser un centro hegemónico mundial, es una posibilidad más que difusa.
3.- Mi tesis: hegemonía es un concepto que surge de la suma y síntesis de —aunque parezca paradoja— diversas hegemonías. Quiero decir: ninguna nación está en condiciones de ejercer hegemonía en todos los terrenos (o espacios o registros o niveles) Una nación puede ser así hegemónica en la economía y ocupar un lugar subalterno en la cultura. Pongamos un ejemplo deportivo:
Desde que los griegos antiguos inventaron las olimpiadas no ha habido ningún país que haya ocupado el primer lugar en todas las competencias deportivas. El ganador es el que acumula más medallas de oro, plata y bronce. La hegemonía, esta es la idea, es una noción que, al igual que en las olimpiadas, surge de la competencia entre diversas disciplinas.
Para seguir con los griegos, ellos inventaron el pentatlón, cuyo objetivo era buscar al atleta ideal o completo, al más cercano a la perfección de los dioses olímpicos. A ese atleta, usando la noción gramsciana, podríamos llamarlo también, «atleta hegemónico». Ese atleta no era vencedor en todas las disciplinas. Incluso podía no ganar ninguna y al final, por acumulación de puntos, erigirse en vencedor del pentatlón. ¿Qué nos dice este ejemplo? Muy simple: la hegemonía resulta del equilibrio entre diversos aspectos. Y no solo en las olimpiadas.
En la antigua Grecia, los deportes del pentatlón eran: carrera a pie, lucha libre, salto largo, lanzamiento de la jabalina y lanzamiento del disco. Interesante. Si revisamos las luchas hegemónicas que tienen lugar en nuestro tiempo, también podemos detectar cinco competencias: la económica, la científico-tecnológica, la militar, la cultural y —no por último— la política. La nación, o alianza de naciones, que acumule más puntos ganará el pentatlón y solo así podrá optar a ejercer la hegemonía mundial. Se trata de cinco competencias interdependientes o si se prefiere, inter-determinadas entre sí.
La economía, es sabido, depende no solo de una más alta tasa de crecimiento, sino de muchos otros factores como la capacidad de ahorro e inversión, la capacidad de consumo, la relación equitativa entre capital variable y constante, las disponibilidades energéticas, el no deterioro del capital ecológico y humano, el desarrollo escolar, habitacional, medicinal, la ocupación de espacios comerciales, el aseguramiento de recursos derivados del saber científico y tecnológico.
El desarrollo científico y tecnológico supone, a su vez, no solo la generación de objetos automáticos sino también de la inventiva, capacidad que no solo consiste en perfeccionar objetos inventados en otros países. La inventiva puede tener lugar en espacios cerrados, como concentrar en laboratorios especializados a grupos de sabios alejados del mundo real. No obstante, ha sido probado que la inventiva puede desarrollarse mucho mejor si en una nación prevalecen garantías que faciliten el libre desarrollo del pensamiento en áreas que no son necesariamente técnicas ni científicas.
Lo mismo ocurre con la lucha por la competencia militar, a la que se supone dependiente de la tecnología. Lo que solo en parte es cierto. No podemos olvidar que, aún en tiempos ultratecnológicos como son los que vivimos, la potencialidad militar puede ser mejor activada en naciones cuyos habitantes están de acuerdo con los valores nacionales, los que en primera línea son de naturaleza cultural y política.
Naciones que logran desarrollar un alto potencial militar y mantienen un frente interno desgarrado por desigualdades sociales, con seres privados de libertad, con descontentos generalizados, con conflictos sociales y raciales, nunca estarán en condiciones de imponer su hegemonía militar sobre otras naciones. La frase de Unamuno «venceréis, pero no convenceréis» cobra en ese contexto, plena actualidad. Casi nadie en fin estará dispuesto a morir por defender un orden social y político que en el fondo desprecia.
La competencia también tiene relación con la producción de bienes culturales. Por un lado, están los que provienen de la tradición y de la religión, y esos no son intercambiables. Por otro, los que provienen del crecimiento cultural en el mundo de las artes, en el de las letras, en fin, en el ámbito de la reproducción de ideas, incluyendo las de recreación cotidiana. La utilización del tiempo libre, visto así, es fundamental para la constitución física y mental del ser humano. Divertirse, dar salida a la líbido sexual o no, o simplemente entretenerse, son aspectos que forman parte del inventario de cada cultura nacional. Difícil practicarlos en naciones controladas por un aparato ideológico como es el caso de China.
Puedo así imaginar a jóvenes chinos cantando y bailando canciones norteamericanas. Pero no puedo imaginar a jóvenes norteamericanos cantando y bailando canciones chinas.
Las culturas son traspasables y hay naciones que definitivamente irradian atractivos culturales sobre otras, aunque estas mantengan un índice de crecimiento económico y tecnológico asombroso. Los jóvenes de Hong Kong, es un ejemplo actual, no luchan para obtener mejores celulares sino por la conservación de sus libertades básicas.
La libertad cultural se encuentra a su vez unida a la libertad política. En ese sentido, la política solo puede ser institucional. De nada sirve que una nación avale la declaración de los derechos humanos si carece de instituciones que los resguarden. Menos sirve si acepta en el papel la libertad de opinión, pero sin instituciones donde las opiniones puedan cruzarse entre sí, sea la prensa, sea un parlamento libremente elegido de acuerdo a intereses y doctrinas divididas en partes llamadas partidos. La política es, se quiera o no, no solo el espacio de la lucha por el poder. Es también la actividad mediante la cual la sociedad se piensa a sí misma, el lugar donde los ciudadanos debaten sus diferencias y antagonismos entre sí.
Desde el punto de vista económico, China puede ser campeón olímpico. Desde el punto de vista político, no. Políticamente hablando, es una nación paralítica.
La contradicción de nuestro tiempo, como ya advirtiera Joe Biden, es la que se da entre democracias y autocracias. En sentido más estricto, entre democracias políticas y gobiernos antipolíticos. Al llegar a este punto debemos tomar en cuenta que no pocas autocracias han llegado al poder por vías democráticas y que durante determinados periodos han contado incluso con un fuerte apoyo popular, es decir, han representado, aunque sea solo emocionalmente, a sus pueblos. Es el caso de la Rusia de Putin con un pie situado en el Oriente histórico y con el otro en el Occidente político. China, en cambio, nunca ha conocido la vida política y mucho menos a la democracia política. Es un gran imperio económico, tecnológico y militar. Pertenece, si así se quiere, a «otra historia», hecho que subraya Henri Kissinger en su magnífico libro China (2008).
En el pentlatón de la lucha por la hegemonía mundial, China no podrá ser el campeón hegemónico. A menos, claro está, que este mundo deje de ser un mundo político.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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