El asesinato de El Nacional, por Fernando Rodríguez
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Es necesidad primordial de todo despotismo secuestrar y monopolizar el verbo de la polis, la información y la comunicación entre los ciudadanos. Es un truismo al cual se le podría agregar que en las dictaduras populistas –para adjetivarlas de alguna manera– se caracteriza por dejar algunos espacios, cada vez menos –el estrangulamiento es progresivo como el de George Floyd– para maquillar su espantoso rostro. Suelen también adjuntar a cada crimen comunicacional una sofística y primitiva razón jurídica que suma al asunto su omnipotencia judicial (todo el poder es del tirano), torpe, por supuesto, suele ser la pantomima legal.
En ciertas dictaduras muy poco elaboradas para producir mensajes que aspiren a una mínima inteligencia o capacidad de seducción, tal nuestro gobierno tropero e ignaro, incapaz de hacer un (1) periódico estable y decente en más de 20 años, incluso con obesidad petrolera y, sí, la televisión más vulgar y chabacana de una tradición televisiva bastante infame, en esas dictaduras decimos, se sustituye la calidad por la cantidad para inculcar en los oprimidos que hay una sola palabra y, por tanto, un solo mandato: los del déspota. No importa el rating inalcanzable sino el enmudecimiento de los espectadores, estrechar cada vez el espacio para su voz, la respiración de Floyd. Por eso su signo emblemático es la cadena, todo el mundo a oír a cada rato la misma perorata, repetitiva, infame y desarticulada. ¿Quién puede olvidar las horas y horas de delirio sin lógica ni norte de Chávez o las secuelas más pedestres del menos dotado Maduro? Dueños y sicarios de la palabra de las polis.
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Yo no voy a hacer el recuento de las muy diversas maneras que ha utilizado el gobierno para imponer su auto proclamada hegemonía comunicacional. Desde la compra de medios con la pistola en la espalada, hasta el atropello físico de periodistas en las calles, pasando por abominables implantaciones de leyes y abusos de la justicia servil, clausura de estaciones y periódicos y destierro del papel, censura pura y simple en todos sus matices… y pare de contar. Lo fundamental de ello lo ha dicho magníficamente Marcelino Bisbal en un artículo reciente.
Tan solo quería hacer énfasis en la última barbaridad en esa área donde debería habitar y expandirse el espíritu colectivo, el ataque realmente delictivo contra El Nacional. Y no está de más recordar que se está atentando contra un diario de tres cuartos de siglo, que durante muchos decenios fue uno de los más importantes periódicos de América Latina, verdadera ágora política nacional, lugar de la cultura, escuela de notables tradiciones periodísticas.
Manuel Caballero escribió hiperbólicamente por allá, por los inicios de la democracia puntofijista, que la opinión pública venezolana tenía su epicentro en los tres podres del Estado, el rector de la UCV y el director de El Nacional. Manuel podía ser hiperbólico, pero algo parecido sucedió por mucho tiempo.
Los golpes incesantes de la dictadura lo fueron mermando y limitando hasta reducirlo a su dañada presencia actual, pero allí sigue resistiendo y batallando. Ahora se le pretende hacer desaparecer, enterrar.
Y vale la pena señalar que, por la causa más injusta imaginable, ni siquiera por opinar o propagar una información propia sino por reproducir una noticia que ya era de circulación mundial: las declaraciones de un antiguo y estrecho secuaz de Cabello que saltó la talanquera y denunció que este estaba ligado al narcotráfico (recuérdese que hoy hay una formal acusación en Estados Unidos por la misma causa contra él y una millonaria y poco común recompensa por su captura).
Además, esto se produce después de una transacción en que las partes involucradas supuestamente cesaban sus hostilidades y a más de un quinquenio de los hechos. Y, por supuesto, no hay que dejar de recalcar que el ciudadano ofendido en su honra es el más grande insultador de la pradera en un programa realmente sui generis de la televisión, cuyo nombre mismo anuncia su siniestra catadura: Con el mazo dando.
Como se habrá visto, la reacción nacional e internacional ha sido mayúscula y seguirá aumentando. También sabemos la sinvergüenzura de los mandones de turno frente a quienes los increpan, así sean los países y sectores más civilizados del planeta y con las más sólidas razones.
Pero ante ese atropello alevoso e implacable debemos por ahora tratar de mostrar su corrupta y fétida contextura.
PS. Sirvan estas líneas mi modesta solidaridad con un diario que me brindó en diversas etapas de mi vida las más generosas y libres posibilidades de expresarme.
Fernando Rodríguez es filósofo. Exdirector de la Escuela de Filosofía de la UCV.
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