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EFE/ Miguel Gutiérrez

Venezuela  vive, sin lugar a dudas, un régimen político al margen del orden constitucional y de los principios universales de la democracia. Una autocracia que busca, sin lograrlo, revestirse de formas democráticas. Tratan de aparentar que son una democracia, cuando en realidad han establecido un régimen de terror basado en el fraude, la corrupción y la violación de los más elementales derechos de la persona humana. Todo ello prevalidos del control político sobre la Fuerza Armada Nacional y del establecimiento de grupos armados al margen de la ley.

La historia del desmontaje del Estado de Derecho ha sido progresiva, ya es larga y diversa. No pretendo desarrollarla en este artículo de opinión, pero preciso que ella comenzó desde el mismo momento de la juramentación, como presidente de la República ante el antiguo Congreso Nacional, del comandante Hugo Chávez el 2 de febrero de 1999.

El desconocimiento de la Asamblea Nacional elegida en diciembre de 2015, la designación de los magistrados exprés para el TSJ en esa misma ocasión, el establecimiento de una inconstitucional  Asamblea Nacional Constituyente en 2017, las adelantadas y fraudulentas elecciones presidenciales de mayo de 2018, y finalmente la inconstitucional y fraudulenta elección  de la Asamblea Nacional en diciembre de 2020, configuran un cuadro de poderes fácticos que en la cotidianidad están ejerciendo funciones. No cabe duda de su total ilegitimidad e ilegalidad.

Hemos llegado a una situación donde estas dos características son una constante en la vida pública, que se han extendido casi por todo el cuerpo societario. Inclusive, la ilegalidad e ilegitimidad, se van extendiendo hasta entes, como universidades, partidos políticos, gremios y sindicatos. La democracia no solo ha dejado de ser una forma de gobierno, ha dejado de ser también una forma de vida. La cultura de la ilegalidad, el individualismo y el autoritarismo  ha contaminado a casi toda la sociedad, hasta el punto de que ya lo único legítimo que queda en Venezuela es la ciudadanía.

Es en ese marco que el poder fáctico designa a un nuevo Consejo Nacional Electoral. El Poder Electoral por supuesto nace con esas mismas características. Era ilusorio pensar que la cúpula roja designaría un cuerpo no controlado por ellos. A pesar de que la Constitución de 1999 es categórica respecto a la independencia de los rectores, a los jefes de la revolución no les importan dichas normas. No las cumplen, como no cumple ninguna otra que les limite en el ejercicio del poder.

Lo cierto es que ya está en ejercicio de funciones un equipo de nuevos rectores, así como se permitió la continuidad a otros, algunos de ellos en abierta contradicción con el orden jurídico. Lo relativamente novedoso es que en medio de la decisión de privilegiar el control político en el sistema electoral, se designaron, como rectores principales, a dos ciudadanos no militantes de la revolución. Igualmente, se permitió la incorporación al cuerpo de otros dos ciudadanos no oficialistas como suplentes del renovado CNE. Sin entrar a hacer juicios de valor sobre las personas designadas es importante examinar el significado de esta decisión.

Como era lógico esperar, en una decisión de esta magnitud, se ha desatado un tormentoso debate en medios de comunicación y en redes sociales. Cada vocero u opinador pone su acento en la naturaleza jurídica de la misma, en el perfil de las personas designadas, y en lo que será el desenvolvimiento del órgano en esta nueva etapa.

Para sectores importantes y valiosos de nuestra sociedad, su origen y composición los lleva desde ya a un rechazo total, absoluto, hasta el punto de sostener con base en esta situación, su negativa definitiva a participar en ningún proceso electoral convocado u organizado por el mismo.

Para otros, la presencia un poco más significativa de rectores no oficialistas constituye una oportunidad para rescatar la confianza en el voto, y por lo tanto su simple designación un rescate en la confianza en nuestro sistema electoral.

No soy de los ciudadanos que se inscriben en ninguna de las dos corrientes. Pienso que la participación electoral o la abstención son elementos estratégicos y tácticos en una lucha política que pueden asumirse, en un sistema autoritario, según las circunstancias sociales, culturales y fácticas que deban enfrentarse en un momento dado.

Comencemos por apreciar en toda su dimensión la realidad en la que estamos inmersos. Ciertamente el régimen ha cerrado, casi que por completo, la ruta electoral. Ya la hemos denunciado y protestado con nuestra abstención en la elección parlamentaria. No obstante esa táctica no puede ser permanente, ni puede repetirse ante cada evento. Podemos asumir eventos futuros como ejercicio político para buscar desde adentro del mismo, abrir cauce nuevamente a la fuerza del voto. Para ello la sociedad democrática debe prepararse con anticipación. Si nos limitamos exclusivamente a la denuncia y no avanzamos en la rearticulación de las plataformas unitarias incrementaremos nuestra desmovilización.

Asumir esta línea no significa hacerlo, desde la misma perspectiva y forma de los sectores y actores políticos, que el régimen coapto para convertirlos en opositores de opereta. Los llamados colaboracionistas o alacranes han participado, no con el objetivo de disputar el poder a la camarilla roja, sino para desempeñar el papel de comodines de un teatro simulado que busca hacer creer la existencia de un sistema electoral competitivo.

La posibilidad de promover eventos electorales, por ejemplo el referéndum revocatorio, o de concurrir a elecciones previsibles, como las regionales, por parte de sectores opositores auténticos debe asumirse en unidad y con clara determinación de oposición. Ello no significa que han caído en la corrupción adelantada por la dictadura, ni tampoco que son actores políticos ingenuos, no conscientes de la realidad  de un sistema electoral intervenido. No se pueden confundir lucha electoral con alacranismo o corrupción electoral, como no se puede confundir sexo con prostitución.

Lo cierto es que hoy tenemos una pequeña apertura en la conformación del CNE. No un nuevo Poder Electoral. ¿Hasta dónde llegará esa apertura? ¿Cuál será el comportamiento de los nuevos rectores? El tiempo lo dirá. Los hechos, las circunstancias políticas, la dinámica del poder, la fuerza de la ciudadanía y la geopolítica, serán los que nos señalen la verdad.

La tarea de los que hacemos política es cambiar la realidad. Por supuesto que los demócratas esperamos de los rectores no chavistas una defensa intensa, honesta, eficiente de los derechos políticos de la sociedad. Debemos concederles una oportunidad. Por eso afirmo que el tiempo será el mejor elemento para hacernos un juicio de su actuación. Resulta, por lo menos temerario, adelantar juicios a priori.

Conscientes de que están en minoría a lo interno de ese cuerpo, también el tiempo nos mostrará cuánto está dispuesto a ceder la cúpula roja. Cuántas de las garantías electorales confiscadas están dispuestos a devolver al ciudadano. La pequeña apertura es solo en la nomenclatura para crear un espejismo, o la apertura va a llegar hasta garantizar el derecho al sufragio y poder ejercerlo “mediante votaciones libres, universales, directas y secretas”, tal como lo consagra el artículo 63 de la vigente Constitución.

Desde mi perspectiva, si es por la cultura y los valores del chavismo, prevalecerá su comportamiento hegemónico y fraudulento. Pero la dinámica puede cambiar, la realidad interna del régimen, la capacidad organizativa y de lucha que muestre nuestra sociedad, la coyuntura internacional y otros factores del llamado ambiente político real, pueden lograr una apertura mayor que permita avanzar a procesos que logren el cambio en la conducción del país. El tiempo lo dirá.

Para lograrlo es menester actuar, luchar y avanzar en la acción política.