Invitado oficialmente estuve en los años ochenta de visita en Japón y durante mi estadía no hice otra cosa que maravillarme ante los pasos seguros que daba ese portentoso país que alguna vez por culpa de los militares fascistas salió deshonrado de una guerra mundial y logró en pocos años rescatar su dignidad y restablecer los extraviados tesoros de su inmensa cultura.

Vi en Hiroshima sobre el borde de una acera la mancha oscura e imborrable de un cuerpo humano que allí estaba sentado cuando cayó la bomba que causó estragos. Un espíritu, un alma, odios y afectos se volatilizaron en un instante para quedar convertidos en esa mancha que mi memoria tampoco ha logrado borrar.

Conocí a François Migeot, un afectuoso poeta francés autor de Scènes du Temps (le pas chassé de la lumiere, es un verso suyo: el despojado paso de la luz), casado con una no menos adorable venezolana y padres de una niña con nombre de diosa indígena o de cumbre nevada. Fui a su casa en las afueras de Tokio, una casa japonesa como las que vemos en las películas de Yasumiro Ozu con paredes corredizas hechas de papel.

Le regalé a la niñita una linterna y le expliqué su funcionamiento y para emocionada sorpresa de sus padres le dije que el verdadero portento de la linterna no estaba en ayudarnos a no tropezar con la oscuridad. Que la verdadera maravilla, le dije mirando fijamente sus admirables ojos, consiste «¡en ser tú la luz!».

¡De esto se trata! No de acumular años hasta alcanzar una edad senil llena de anhelos no realizados, de ilusiones perdidas, instantes ácidos o dulces y memorias amargas sino de ideas gratificantes, exploraciones por ámbitos desconocidos; luces y visiones. ¡Ser uno la luz! Sentir el rumor de los árboles cuando no sopla el viento.

¡No es fácil! No llegamos inmaculados a los noventa años, pero sí bajo permanentes señales de alerta. Una de ellas, lapidaria, la expresó Isidore Ducasse, el Conde de Lautreamont, el francés montevideano venerado por los surrealistas pastoreados por André Breton: «¡Una mancha intelectual no la borran océanos de eternidad!».

Son raros, en Venezuela, los políticos, mandatarios o enchufados que escapan al peso de semejante lápida; mucho menos los que mantienen marcados a hierro en la frente los estigmas del chavismo.

El papa Francisco, de salud apostólica inmarcesible apaga, sin embargo, por momentos la luz de sus oraciones para no ver el montón de euros mal habidos que el chavismo pone bajo su protección en el Banco Vaticano. No lo digo yo, lo dice Jaime Bayley con nombres, apellidos y números de cuenta.

Llegué hace años a la encrucijada de mi vida venezolana y el futuro que avizoré en mis años juveniles es éste convertido en escombros, sin dignidad, probidad, capacidad y responsabilidad que son, a juicio del poeta y abogado Jesús Peñalver, algunos de los valores y principios que deben signar el ejercicio de cualquier cargo público. Mi futuro llegó y se encuentra a mi lado molesto porque constata que bajo la dictadura militar la función pública, simplemente, no existe. Solo permanecen intactos la dignidad y el ánimo de quienes padecemos las crueles dentelladas de la satrapía.

Venezolano, amigo: te ofrezco la luz de una salida al oprobio que padecemos, para defendernos convirtámonos en linternas perfectas, es decir, consolidemos y practiquemos la desobediencia civil. Venceríamos a la ignominia cívica y a los militares traidores porque ellos manejan linternas que solo proyectan una densa y perversa oscuridad.