Sobre la tiranía del mérito, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
(Alrededor de los libros)
El trumpismo como forma de gobierno parece haber quedado atrás. Por ahora. Pero el trumpismo, como movimiento social enraizado en la sociedad norteamericana continúa vivo y coleando. Además, parece reiterar, con o sin Trump, el nacimiento de una fuerza política, el populismo del siglo XXI al que autores como Enzo Traverso llaman posfascismo y al que preferimos llamar nacional-populismo, pues ha logrado vincular grandes movimientos de masas con ideologías ultranacionalistas. Movimientos que, a diferencias de populismos crónicos establecidos en naciones con escasa o mala tradición democrática —como son las latinoamericanas— surgen de la descomposición de las democracias liberales de Europa y, más recientemente, lo que nadie esperaba, en los propios EE. UU. El trumpismo —ya apoderado del Partido Republicano— fue y será un movimiento popular, antiinstitucional y autoritario, pero también un producto neto del descenso de la sociedad industrial en un periodo de larga transición hacia la sociedad digital.
El trumpismo, como el brexismo inglés y el lepenismo francés, representa a un movimiento de masas políticamente organizado, radical y extremista a la vez y —este es el punto nodal— que se hace cargo de demandas a las que hay que tomar muy en serio porque son verdaderas. Tan verdaderas como fueron las de la masa obrera pauperizada de los comienzos del siglo XX a la que comunistas y socialistas organizaron, sindical y políticamente. Tan verdaderas como la inflación de los años 30 o los peligros que significaba la expansión soviética, hechos que impulsaron el nacimiento de los fascismos europeos.
El trumpismo —y ese es un punto de partida del libro de Michael J. Sandel, La tiranía del mérito— es hijo de realidades verdaderas, portador de una rebelión en contra de una sociedad políticamente discriminatoria cuya nueva clase dirigente (no confundir con clase dominante: Gramsci) ya no está formada por los propietarios de los medios de producción —como fueron los capitalistas de la preglobalización— sino por una elite egoísta, encerrada en sí misma, a la que Sandel denomina meritocracia. Frente a esa elite, el trumpismo y otros movimientos similares, operan como fuerzas revolucionarias, pero en el peor sentido disociativo del término. Para enfrentarlas hay que reconocer entonces las razones que los provocan, es una de las proposiciones de Sandel. Y una de las más importantes reside en el resentimiento, no solo social, sino también cultural que, de modo ostensible, despiertan las clases políticas establecidas en amplios sectores de la ciudadanía que no han tenido acceso a la educación universitaria, fuente de origen del poder meritocratista. Este es el primer enunciado del ya famoso libro de Sandel.
Digamos de antemano que Sandel, meritorio filósofo político, no se pronuncia en contra del mérito. Tampoco piensa que el mérito no debe ser compensado; todo lo contrario. Lo que postula Sandel —y eso es lo que no logran entender sus críticos— es que el mérito no puede ni debe ser usado como ideología de una clase política y, mucho menos, como un medio para legitimar la cada vez más creciente desigualdad social que tiene lugar en los EE. UU. y otros países.
Fiel a los postulados comunitarios que viene manteniendo desde décadas –su Liberalismo y los límites de la justicia continúa siendo un clásico–, sostiene Sandel que el uso del mérito como medio de ascenso social y político debe tener un límite. Y ese límite es el deterioro del bien común, vale decir, el de la desarticulación de los lazos que constituyen a una nación como sociedad política.
Con filosófica metodología, Sandel desmonta los supuestos de la ideología del mérito. El primero dice que todo lo que hemos alcanzado en este mundo se debe a nuestros méritos. El segundo dice que todos somos dueños y responsables de nuestro destino. El tercero, el más cruel, dice que el mundo se divide entre ganadores y perdedores, siendo los últimos culpables de su propia mala suerte. El cuarto dice que solo los créditos universitarios certifican al ciudadano como agente social meritorio.
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No todo lo que hemos logrado en la vida se debe a nuestro esfuerzo, aduce Sandel, y da muchos (quizás demasiados) ejemplos.
La obtención de méritos es una carrera con distintos puntos de partida. Unos correrán 100 metros, otros 5.000 y otros la maratón, para llegar a la meta. Por cierto, hay quienes ganan la maratón, pero los que deben abandonarla por razones de edad, de formación muscular, de alimentación, son muchos. Del mismo modo, es muy distinto el caso de un estudiante universitario que logra estudiar en la universidad más prestigiosa gracias a las donaciones que hace su padre (el ejemplo de los hijos de Trump, entre muchos), al que ingresa con una beca que alcanza solo para comer. La universidad, lejos de ser el lugar de formación profesional destinada a ser invertida en el bien común, ha llegado a transformarse en muchos países en el criadero de los futuros miembros de la clase dirigente, no tanto por méritos, sino más bien como producto de desigualdades sociales.
El segundo supuesto desmontado por Sandel –el de que solo nosotros somos responsables de nuestro destino– deja claro que los éxitos y ascensos sociales suelen ser en muchos casos resultados de factores que poco tienen que ver con nuestras decisiones. En este punto Sandel introduce un factor que seguramente escandalizará a deterministas, sean científicos, filosóficos o teológicos. Ese factor, es «la suerte ». En términos de Maquiavelo –agregamos–, la fortuna en sus dos acepciones: fortuna como riqueza heredada y fortuna como suma de golpes de suerte.
La vida es contingencia pura. Casi nada de lo que hemos llegado a ser deviene de un plan. Los golpes de buena o mala suerte –revise cada uno su biografía– suelen ser determinantes. Hemos leído, por ejemplo, que magníficos proyectos personales y colectivos se han venido abajo gracias a la pandemia. Pero también hay quienes se hicieron millonarios por haber adquirido casualmente antes de la pandemia fondos donde actúan Astrazeneca, Bayontec, Johnson & Johnson, Sputnik. Nada de eso puede ser considerado como productos de meritorios planes.
Quienes hemos ganado en algunas cosas, también hemos perdido en otras. No hay ninguna razón, por lo tanto, para arrogarse superioridad por méritos adquiridos gracias a la buena fortuna ni mucho menos el asumir con orgullo un rol de ganador frente a supuestos perdedores.
Por lo demás, los méritos no siempre son propios. Si algunos logran ocupar un lugar destacado en la escala social o cultural es porque ha habido condiciones que así lo han hecho posible. No pocos académicos de mi generación, por ejemplo, pudimos estudiar en la universidad gracias a que esta era gratuita, lo que no pueden decir quienes hoy no han podido hacerlo como consecuencia de la extrema privatización universitaria que tiene lugar en diferentes países.
Asumir el rol de ganadores frente a los catalogados como perdedores no solo es un indicio de arrogancia sino de crueldad. Ese es el punto central del discurso de Sandel.
La ideología meritocrática no solo está hecha para legitimar a las elites dirigentes sino para trazar una separación clasista entre meritorios y no meritorios. A estos últimos, los que no forman parte de los estamentos meritocráticos, solo quedan tres posibilidades. O asumirse como perdedores —posición que incide en una degradante pérdida de la autoestima— o encontrar un chivo expiatorio a quien culpar de las desgracias que conllevan (suelen ser los extranjeros, los negros, los más débiles) o convertir el resentimiento colectivo en pasto para los líderes, partidos, movimientos y gobiernos nacional-populistas.
En los tres casos, observa Sandel, las consecuencias de esas alternativas atentan en contra del bien común, disocian relaciones de solidaridad, desestructuran el orden social y lleva a conflictos que si no son asumidos por las elites dirigentes (dentro de las cuales incluye a gran parte de los progresistas e izquierdistas occidentales) solo podrán ser atajados por la fuerza policial y militar. Los estallidos sociales aparecidos en diferentes países han aumentado tanto en frecuencia e intensidad de modo alarmante. Conflictos que no llevan a una democracia superior, sino todo lo contrario: al declive de la llamada democracia liberal.
El cuarto punto observado por Sandel es la conversión de la universidad en una suerte de escuela primaria para la clase política. Los títulos universitarios han pasado a ser, en su opinión, credenciales para ingresar a la clase meritocrática, independientemente de las profesiones estudiadas.
Lo importante, lo decisivo, es haber pasado por una universidad. En cierto modo, acotamos, el título universitario está por convertirse en un equivalente de los títulos nobiliarios del periodo medieval. Con la diferencia, opina Sandel, de que los siervos de la tierra no se sentían desgraciados por no ser duques o marqueses, pues ese era simplemente su destino. En cambio, en nuestro tiempo, quienes realizan útiles e importantes trabajos técnicos o manuales, aun obteniendo ingresos más altos que muchos egresados universitarios, son despreciados por la clase meritocrática. «Política de la humillación» la llama, no sin razón, Sandel. El resultado no puede ser peor: la meritocracia ha devaluado la dignidad del trabajo en una sociedad que precisamente existe gracias al trabajo, individual y colectivo.
No es mucho lo que dice Sandel —aparte de ciertas recomendaciones a las universidades— para cambiar el rumbo del orden meritocrático. No obstante, en su libro hay abundante material para seguir pensando sobre el tema. Por de pronto, parece ya ser imposible retornar al orden social premeritocrático. Como el mismo Sandel anota, el orden actual ha sido un resultado de los procesos de globalización económica, y esa globalización, hay que admitirlo, es irreversible. Ningún América First la puede revertir.
La crisis de representación política observada en la mayoría de los países democráticos no ocurrió por un decreto de los meritócratas. En los EE. UU., por ejemplo, el Partido Demócrata ya dejó de ser el partido de los granjeros y de la población trabajadora. Mucho más dramático ha sido el caso de los laboristas ingleses y de los socialdemócratas europeos. Su base de apoyo histórico, los trabajadores sindical y políticamente organizados, están a punto de desaparecer. El «proletariado» de los marxistas se ha convertido en una clase internacional, pero sin bases de acción nacional sobre la cual practicar su «lucha de clases». Ha llegado a ser —eso no lo imaginó Marx— una clase global, tan global como lo son las empresas financieras. La enajenación del trabajo por el capital ha alcanzado tal radicalidad que casi ningún trabajador sabe si sus verdaderos patrones están en Singapur, Hong Kong o Taiwan. Y bien, contra esos empresarios invisibles no hay huelga que valga. El nexo que unía a la economía con la política ha sido roto y quizás para siempre. Razón que explica por qué los partidos políticos, en particular los llamados progresistas y de izquierda, después de haber representado a la «clase obrera», se han convertido en partidos que solo predican un moralismo igualitario (feminista, antirracista, ecologista), pero emancipado de los actores sociales que alguna vez representaron. En cierto modo, tales partidos han llegado a ser parte del problema: el de la desigualdad de derechos que se da entre los meritoristas y las grandes masas excluidas de toda representación meritocrática.
En cierto modo, lo que propone Sandel es el cambio de un discurso cuyos orígenes míticos se encuentran en el propio «sueño americano», exportado con éxito a diversas regiones de la tierra.
Hay que romper definitivamente, es su opinión, con la falsa diferencia entre oficios meritorios y no meritorios. Hay que recuperar de una vez por toda la creencia de que no hay trabajos más dignos que otros si todos sirven al bien común. No hay ninguna razón para pensar que el trabajo de un plomero o de un electricista es inferior al de un cientista social. Por cierto, hay malos electricistas y malos plomeros. Pero también hay cientistas sociales —algunos egresados de las más renombradas universidades— que no son más que simples charlatanes (podría certificarlo).
Hay que dejar de lado la antigua creencia relativa a las grandes diferencias (las hay, pero no son tan grandes) entre el trabajo manual y el intelectual. Al fin y al cabo, las manos del trabajador manual no se mueven solas, las manda el cerebro. Hay que terminar, en fin, con los políticos de criadero y ceder el paso a los auténticos representantes de las demandas e intereses reales.
Un gran intelectual —pienso en el checo Váklav Havel— puede ser, sin duda, un gran presidente. Pero también personas como Abraham Lincoln o Lech Wałęsa, que nunca pasaron por una universidad, pueden ser, y lo fueron, magníficos mandatarios. Para gobernar bien no se requiere diplomas ni doctorados. Las virtudes principales de un gobernante, dice Sandel, son dos: «la sabiduría práctica y las virtudes cívicas».
Sandel sabe que un cambio discursivo no tendrá lugar de la noche a la mañana. En términos optimistas, podemos pensar que eso solo sucederá cuando los trabajadores surgidos en el periodo de transición que va de la sociedad industrial a la sociedad digital, alcancen un mínimo de autoconciencia social. Los oficios que requieren cualidades programadoras, los trabajadores del servicio público y privado, los cientos de miles que laboran aislados en su home office, y no por último, los trabajadores emigrantes, deberán crear, tarde o temprano, formas colectivas de organización política y social. Pero eso solo sucederá cuando aparezcan políticos dispuestos a reivindicar la dignidad del trabajo, sea este el más sucio o el más poético. Los necesitamos a los dos. Sin ellos, somos nada. O muy poco.
Interesante: la mayoría de los críticos de Sandel lo ubican como un filósofo de izquierda. Sin embargo, las fuentes a las que recurre Sandel están muy lejos de las de cualquier izquierdista. Sus mentores teóricos son John Rawls y su Teoría de la justicia, y Friedrich August von Hayek y su conocida diferencia entre «mérito y valor». Y, casi al final de su libro, Hegel. El abtruso (sic) G.W.F. Hegel y su teoría del reconocimiento.
Ese Hegel que rompió con la teología cristiana del mérito, la ética protestante del trabajo (en contra de las ideas originarias de Calvino y Lutero, agrega Sandel) según la cual, los que se portan bien en esta tierra (los que trabajan) serán los ganadores e irán al cielo y los que se portan mal (los que no trabajan) al infierno.
Para el Hegel de La filosofía del espíritu, el ser tiene dos dignidades: la que le otorga su propio ser, y la que le otorgan los demás. Pero sin la segunda, la primera no aparecerá nunca. El ser, el humano al menos, necesita ser reconocido como tal, en su trabajo y en su vida. Sin el reconocimiento del otro —justamente el no practicado por «la tiranía del mérito»— perdemos nuestra dignidad de ser en el mundo. Reconocimiento que vale para los políticos como para los no políticos. Los primeros requieren de los representados para no convertirse en mercachifles productores de eslóganes atractivos, simples narcisistas, encerrados en las jaulas de un poder cada vez más imaginario. Los segundos, los representados, requieren de sus representantes, seres ligados a ellos, ojalá salidos de sus propias filas, espejos de ellos mismos en las salas del poder.
Y si eso no sucede, el mensaje político de Sandel es muy claro: vendrán los Trump y las diversas variantes internacionales del trumpismo, sea en sus versiones de izquierda o de derecha, y asaltarán a este mundo como si este mundo fuera lo que puede llegar a ser: un inmenso Capitolio global.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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