El aparato represivo cubano cumplió sesenta años
Lejos de la punzante realidad, donde se aviva el odio de barrio y aumenta la presión social por la indigencia y el abuso, el régimen afirma que no habría revolución sin Ministerio del Interior
MIAMI, Estados Unidos.- Tiene razón mi amigo y poeta Andrés Reynaldo cuando asegura, con énfasis, que del sátrapa Fidel Castro no sobrevivirá ni una coma. Cero legado tangible y mucho menos conceptual. Su experimento ominoso cubano se ha ido desvencijando por entregas, como una mala telenovela.
Cada vez que a algún editor se le ocurría la idea extemporánea de publicar sus obras completas, era inmediatamente silenciado por los burócratas del Instituto del Libro, quienes ya habían hecho sus correspondientes consultas en los “niveles superiores” y recibían un “no” como respuesta, ante la eventualidad de poner orden cronológico al dislate y desenmascarar, de tal modo, la incapacidad intelectual del dictador, siguiendo el ir y venir, aberrado, de sus discursos y escritos.
Es cierto que el pueblo cubano hubiera preferido un amanecer rampante como el de la caída del muro de Berlín, un movimiento obrero exitoso, a la manera del Sindicato Solidaridad en Polonia, o el desmontaje vertiginoso acometido por los rusos mediante nociones y hechos amparados por la perestroika y la glasnost, que hoy resultan legendarios.
Todo lo que acontece de malévolo e inoperante en la sociedad cubana contemporánea, sin embargo, tiene sus perturbadoras raíces en la voluntariedad del fundador del castrismo.
Cualquier éxito en nuestra nacionalidad, donde quiera que se manifieste, tiende a contradecir profundamente lo que fuera su prédica improcedente, irracional. La cercana Miami, sin la cual no hay país, sigue siendo el epítome de las posibilidades reales de futuro para una nación incapacitada por 62 años de rigor totalitario.
Nuevas generaciones de discípulos tratan de apuntalar esa suerte de barbacoa solariega en la que ha devenido el régimen. Ya no hay tribunas iluminadas de monsergas sin fin, tratando de convencer al pueblo cubano de que los fracasos consuetudinarios son, a la larga, éxitos.
La persuasión ideológica ha dado lugar a la chabacanería represiva. Policías enclenques, subalimentados, de uniformes que dan grima, reclutados en muladares orientales de la isla, saben abusar en manadas, pero son zarandeados por madres iracundas o un “asere” que exige más respeto a su integridad masculina.
Esos “agentes del desorden” no quieren regresar a la hiriente miseria de donde escaparon y prefieren ser parte de otra miseria, la humana, donde vislumbran un atisbo de esperanza, si logran cerrar filas sentimentales con alguna citadina solitaria o desamparada.
Lejos de esa punzante realidad, donde se aviva el odio de barrio y aumenta la presión social por la indigencia y el abuso, el régimen afirma que no habría revolución sin Ministerio del Interior al celebrar, con gala, medallas y advertencias de más intransigencia, el sesenta aniversario de su aparato represivo.
Haciendo gala del habitual kitsch comunista, el evento fue amenizado por José María Vitier, quien interpretó al piano las piezas que compusiera para series de televisión cubanas sobre el accionar de sus espías en los Estados Unidos.
Hay una preocupación subyacente en las citas del discurso de Díaz-Canel que la prensa oficial trae a colación
Siguen culpando al “otro” de la inoperancia de un sistema en bancarrota. Antes eran los “platistas”, al decir de Abel Prieto, ahora se trata de la ultraderecha de origen cubano, asentada en Miami, “que se desespera implementando plan tras plan, cada vez más subversivos, en el absurdo entendido de que es el ahora o nunca contra la soberana Cuba”.
El novicio dictador afirma que los policías, represivos y llamados eufemísticamente “combatientes”, son el blanco de ataques, burlas, descrédito y manipulaciones mentirosas. “Esas construcciones, que se amplifican en los vastos escenarios mediáticos actuales, tiene el deliberado propósito de quebrar la sagrada unidad, el estrecho e histórico lazo que une al pueblo con sus instituciones armadas”.
Se intuye que buscan la unidad imposible, porque es contra natura, y las nuevas generaciones están desgastadas por tanto sonsonete vacuo, sin esperanza.
La nomenclatura castrista sobrevive en una suerte de cuarta dimensión, cada día más distante del embrollo social que ha creado.
El discípulo hosco que es Díaz-Canel vuelve a hacer uso de una figura retórica que da tumbos, sin asidero: “Somos el pueblo. El pueblo de uniforme, el pueblo de guardia, el pueblo arriesgándolo todo por la causa común, más común mientras más desafiantes sean los tiempos”.
Pide el compromiso incondicional y la inmolación por una causa descalabrada.
Mientras tanto, haciendo uso de su arrogancia intocable y malsana, cual “joker” verde olivo, Raúl Castro, probado dictador de 90 años recién cumplidos, cerró la celebración con una broma de mal gusto, que atañe a la maldición de la isla: “Me anticipo a las felicitaciones por el centenario, en el que lógicamente no estaré, pero estarán ustedes defendiendo la Revolución”.
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