La Virgen, camino privilegiado para ir a Cristo. Como enseñó el papa Juan Pablo II, en particular en su carta apostólica Rosarium Virginis Mariæ (2002), la Virgen es una intermediaria “insuperable” para contemplar “el rostro de Cristo” (n. 10). De hecho, necesitamos un "mediador ante el Mediador mismo" (Tratado sobre la verdadera devoción a la Virgen María, § 85). María es una criatura como nosotros, por eso podemos, sin miedo, confiar en su intercesión para llegar al Hijo: "Si tememos ir directamente a Jesucristo, o por su infinita grandeza o por nuestra pequeñez o por nuestros pecados, imploremos con valentía la ayuda y la intercesión de María Madre nuestra: ella es buena, es tierna; no tiene nada de austera o repulsiva, nada de más sublime, nada de demasiado brillante; al verla, vemos nuestra naturaleza pura. No es el sol que, por la vivacidad de sus rayos, podría deslumbrarnos a causa de nuestra debilidad; es más bien hermosa y suave, como la luna, que recibe la luz del sol y la templa para adecuarla a nuestra limitada capacidad” (Ibid). Esta imagen muy elocuente del sol, única fuente de luz, y de la luna que lo refleja, se corresponde perfectamente con la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la relación entre la Virgen y Cristo: “Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta” (Lumen gentium, § 60). |
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