Durante mucho tiempo no le recé a la Virgen María. Sin duda por una herida sumamente profunda recibida en la relación con mi madre. Cuando tenía treinta años, con mucho dolor, me divorcié y viví una profunda conversión. Entonces descubrí la importancia de la Virgen María en el misterio de la salvación y leí provechosamente los textos de los santos sobre ella. Participé en la fundación de un grupo espiritual para personas separadas y divorciadas, que se confían a la Virgen María. El grupo se llama “La Comunión de Nuestra Señora de la Alianza”. La cofundadora rezaba con fervor el Rosario y nosotros lo rezábamos en nuestras reuniones; sin embargo, yo no conseguía rezarlo solo. Veinte años después, en 1999 —¡nuestra buena Madre es paciente!—, tuve la gracia de finalmente poder rezarlo. Siguiendo el consejo de san Juan Pablo II en su carta apostólica El Rosario de la Virgen María, oré mientras meditaba en los textos de los diversos misterios. En 2006, María me concedió dos inmensas gracias. La primera, la curación de la herida recibida en la relación con mi madre; la segunda, el poder acoger verdaderamente a la Virgen María como a mi madre. Ahora puedo llamarla cariñosamente "mamá" y encontrar consuelo en mis dificultades. ¡Nunca podré decir suficiente sobre mi admiración, gratitud y cariño por esta tierna Madre que Jesús nos dio en la cruz y que nos ama infinitamente! | 
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