El amor en tiempos de pandemia, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
La novela Los besos de Manuel Vilas podría haberse llamado también «El amor en tiempos de pandemia». No habría quedado mal. Porque el amor que nos narra el libro no solo nació en tiempos de pandemia –justo en los momentos en que esta hacía estragos en España– sino, además, gracias a la pandemia. Todo amor es hijo de su tiempo y de sus circunstancias.
A primer oído suena aberrante. No hay nada más antagónico al amor que el covid-19. Pero pensándolo mejor, no lo es tanto si consideramos que el amor nace de la ausencia de amor, a veces en medio de guerras o catástrofes naturales, o entre ruinas, incluso en las epidemias de cólera según García Márquez y, por cierto, en una pandemia según Vilas. Porque el amor de Salvador, el personaje de la novela, fue su salvación. Pero no hay salvación sin peligro. Así por lo menos lo vio y lo sintió Salvador cuando fue a comprar víveres a Sotopeñas, el pueblo más cercano a su fortuito lugar de confinamiento (o reclusión) a cuyas cercanías había llegado poco antes de la declaración oficial del mal pandémico.
Salvador, un profesor recién jubilado antes de tiempo por razones de salud, cerca de los sesenta, había llegado a tomar descanso a una casa de bosque perteneciente al sindicato de trabajadores de la enseñanza. En su ligero equipaje solo portaba dos libros, La Biblia y el Quijote. Siguiendo el ejemplo de la creación de Cervantes, Salvador se enamoró perdidamente de una mujer a la que él, como el hombre de La Mancha, bautizaría con el nombre de Altisidora: Montserrat, la dulcinea vendedora de la tienda de víveres.
Salvador, solterón y solitario como el llanero solitario, vio en el covid-19, como tantos de nosotros, una maldición de la naturaleza: un siniestro mensaje proveniente de La Oscuridad, nombre con el que designa Vilas a todo «lo que no es», lugar incógnito de dónde venimos y hacia donde vamos y del cual los humanos somos sus puentes intermediarios.
Entre la oscuridad y la luz danzan los colores de la vida. Y en los matices de los colores transcurrimos todos pues los colores definitivos no existen. Solo existen matices. Cada color es una transición, como en la vida, siempre formada por diversos momentos o matices. Por eso hay seres de las sombras y seres de la luz. Hay también personajes clarividentes, otros sombríos. Existen los habitantes del invierno y los trovadores de la primavera.
Y bien, desde las sombras de la pandemia, Salvador vio en Montse a la luz y Montse vio en Salvador la otra luz. Amor a primera vista, emergido de dos historias. La historia de un periodo y la historia de dos seres acosados por las sombras de la pandemia. Un amor nacido entre humillantes mascarillas, en medio de cientos de ataúdes, en un momento en el que “la naturaleza se levantaba en armas contra los seres humanos» comandada por ese virus, “una especie de esperma de Satanás”.
De este modo, el amor surgido entre esas dos personas maduras, al borde del envejecimiento corporal, puede ser también visto como una rebelión en contra del destino. Como escribe Vilas: «Mi alma la estaba esperando, y al encontrarla, mi alma se ha hecho visible».
Frase que, aparentemente banal, hay que tomar muy en serio: el fin de la invisibilidad del alma tiene lugar no en uno sino en el reflejo que irradia otro ser hacia ti. El amor convierte al otro en el espejo de tu propia alma.
Un amor aparecido sobre la base de una carencia emocional, irrumpiendo desde la ausencia radical del amor. Razón suficiente para que ambos, Montse y Salvador, cayeran postrados frente al altar del amor en el momento del milagro de su aparición. Gracias a ese amor ambos comienzan a descubrir la fina diferencia que se da entre la vida y la existencia. O para más precisar: La existencia es biológica. La vida es ser en el ser. En el ser de cada uno, en el ser del tiempo y en el ser que precede a todos los tiempos todos. El de ambos fue un amor que encontró en un instante la posibilidad del saber erótico.
Para Vilas es muy importante ese acento, el erótico.
El erotismo es el amor hecho cuerpo, un referente específico y sólido. Nada que ver con el amor lejano y abstracto que puede ser tan vil como el de esos millones de alemanes que amaron a Hitler o tan sublime como quienes aman a su antípoda, Jesucristo. El erotismo es el amor con objeto, es decir, objetivo. El erotismo es el amor hecho materia gracias a la activación de los cinco sentidos. Comienza cuando alguien, con timidez y suspenso, decide tomar la mano del otro. Sigue con el primer beso. Luego con el segundo. Después vendrán miles de besos, antes del acto, durante el acto, después del acto.
El libro que comentamos es una apología al beso. Sin besos no hay erotismo. Besos que no solo son demostraciones de amor, también lo instituyen. O como destaca Vilas, hay muchos tipos de besos. Los de saludo, los chiquititos que tanto calientan, los profundos, los de la despedida, los amables, los desesperados, los lenguados, los mordidos, cientos, miles de besos. Los besos son el lenguaje sin gramática del amor. También son su testimonio.
En la humedad de cada beso constatamos la existencia del prójimo que estamos amando. Los besos certifican la presencia amada, nos dan la seguridad de que estamos ahí, existiendo y viviendo a la vez.
Los besos son, además, las puertas y las llaves del sexo. Y el sexo es el ser de los cuerpos. Para los enamorados, el medio del encuentro, pero también el de una búsqueda que no quisiera terminar nunca. Por eso el sexo es adictivo: una droga.
El objeto a ser encontrado a través del sexo aparece en cada fusión, pero nunca definitivamente. El sexo pide siempre más. Y más. El sexo es la búsqueda de un absoluto que presentimos pero que nunca encontraremos definitivamente. Para Vilas, un anticipo cósmico de la divinidad. Nos explicamos entonces por qué él, un poeta de la prosa, escribió uno de los más vibrantes poemas al sexo de los que tengo noticia.
Describamos al sexo de acuerdo a la pasión según San Vilas: El sexo es «…conocimiento y derrumbe, holocausto y abominación, terror y luz, visión de árboles cabeza abajo, con la copa por raíces y las raíces por copa, destitución, hambre, asco, poder, sombra, fecundación, alegría, insensatez, deterioro de las capacidades de la memoria, liturgia sin vestidos, lengua que no dice sílabas, salas de un castillo con hombres y mujeres que cabalgan ahorcados desde las lámparas. No es placer, no es juego. Es la cruz, el látigo, la vida y la esperanza. Pero al final, la reina del sexo es la oscuridad… » Podría seguir, termino aquí; es solo para dar una idea.
En medio de la oscuridad fúnebre de la pandemia, dos seres ven nacer su amor entre los muertos. Lo dice con cierta crueldad Vilas: «Veo a los muertos porque todo cuanto amaron, perdura, se queda en el aire, enganchado en las puertas». «Millones de muertos nos trajeron hasta aquí y aquí nos dejaron y al instante se marcharon sin saber que hacer». «Venimos aquí, al orgasmo, para contemplar el viaje de la muerte hacia la nada y meto mi mano en su sexo y el vello púbico se enreda en racimos que parecen reliquias, de millones de amantes que existieron antes que nosotros».
Tanto la pandemia que viene de la oscuridad, tanto el amor que viene de la luz son, para Vilas, esencias remotas del ser. Oscuridad y claridad se enfrentan en una lucha sin tregua. El amor que ellas libran cuerpo a cuerpo es una batalla eterna por la vida. El murciélago, esa rata voladora de donde viene el virus, es Satanás. El amor nacido entre los escombros de la vida es la luz divina. En cada acto de amor que se obsequian los amantes, hay un exorcismo al demonio. El amor, cuando es de verdad, se convierte en religión. «Solo el amor vence a la muerte» (Agustín).
El amor es entendido por Vilas como una religión que no deja cabida para ninguna otra creencia. El alma, para recibir a Eros, el dios de los dioses, debe estar pura. “Necesito ser ateo. Solo desde el ateísmo radical puedo amar mejor a Altasidora”.
Para amar de verdad no debe haber ninguna razón superior al amor. Pero, lo dice con pesar Vilas: “todavía hay en mí restos racionales, aún hay en mis pensamientos, nostalgia de un orden, de una voluntad, necesito no creer absolutamente en nada”.
Amar significa para el escritor despedirse de todas las cosas que no se encuentran al servicio exclusivo del amor de a dos. Por eso el amor, cuando es verdadero, es imperialista, es totalitario, es absolutista, es egoísta, es asocial, es íntimo y exhibicionista a la vez, pero sobre todo, es antipolítico.
«Estar enamorado –dice Vilas– es no ver el noticiero». «¿Qué puede importarme a mí el virus, los ministros, el gobierno, España y el mundo entero, si tengo un amor?». «Los grandes terroristas son los enamorados, porque son terroristas y pacifistas al mismo tiempo. No matan a nadie, pero no creen en ninguna forma de gobierno o pacto social». «Quien tiene un amor, no necesita al mundo».
En sentido griego, el amor es idiota. Los amantes tienen caras de idiotas. No están en este mundo, están en otra parte, en un lugar infinito que no saben ni pueden reconocer. Por eso se tocan, se besan, se funden como el metal en el fuego. Necesitan corroborar al amor, sentir a cada momento que existe, cerciorarse de que no se ha ido.
El amor es la búsqueda de la eternidad desde nuestra mortalidad, es una idea constante de Vilas. Los grandes amores son trágicos, sea el de Romeo y Julia, el del Quijote a Dulcinea, el de Montserrat y Salvador. El verdadero amor, al ser divino, es imposible, pero a la vez, la única garantía para que exista, es su imposibilidad.
Al final, el amor mortal de los mortales –es la conclusión de Vilas– está condenado al fracaso. O termina con la muerte del amor-pasión, o termina con la vida de los amantes. El amor nunca puede vencer al tiempo. Amor y tiempo son enemigos. Pero a la vez –cruel paradoja– todo amor viene y vive en el tiempo. Hay que saber retirarse a tiempo, es la conclusión de Vilas. Y «a tiempo» quiere decir: antes de que el amor se convierta en institución o costumbre establecida y ceda el paso a una convivencia respetuosa entre dos mortales que cumplen sus deberes en una sucesión de trabajos, hijos y días. La pasión amorosa, como toda pasión, está destinada a perecer y para que ella sea mantenida, ha de vivir en el recuerdo. Pero para recordarla es necesaria su existencia. Ese recuerdo al amor, también es amor. Queramos o no, el pasado, aunque haya pasado, vive en tiempo presente.
No fue sin intención entonces que Vilas hubiera decidido convertir en actores del amor a dos seres que viven en las vísperas de la llamada ancianidad. En un punto límite. De cara frente a la oscuridad que viene de un abismo insondable, emergiendo desde más allá de la muerte. Pero justamente por eso, más visible.
Muestra así Vilas que los humanos vivimos en dos tiempos. Cuando somos más jóvenes, prima la extensión del tiempo. Cuando somos más viejos, su intensidad. En la extensión, la realidad puede disiparse –lo saben muy bien físicos y astrónomos– . En la fría intensidad, los cuerpos tienden a contraerse en sí mismos. El tiempo es relativo, es una verdad einstiana. El tiempo, al ser de Dios, es eterno, es una verdad agustina. El tiempo no existe en sí, es una verdad literaria, la de Vilas. Somos nosotros los que configuramos el tiempo al vivirlo.
Cuando ya no tenemos futuro hacia donde avanzar, solo nos queda el pasado y el presente. Y para no hundirnos en el pasado necesitamos de la dignidad del presente. En las palabras de Vilas: «El presente es una especie de gladiador que le ha cortado la cabeza al pasado y ha clavado la espada en su corazón al futuro. El pasado no tiene cabeza y el futuro no tiene corazón».
Por eso la ancianidad, no solo la juventud, es un tiempo hecho para el amor. No solo porque los cuerpos fríos requieren más calor que los tibios, sino porque vemos la oscuridad innegable del abismo que avanza hacia nosotros. El amor crece y crece frente a la conciencia de su finitud. Nunca el mundo es tan bello como cuando estamos a punto de perderlo.
Para finalizar, unas palabras a Manuel Vilas: muchas gracias Manuel por haber escrito este libro tan bello. Gracias porque demuestras cómo el amor y la vida no son antónimos, ni siquiera dos cosas diferentes. El amor es y será siempre amor a la vida a través de lo y a quien amamos. Gracias también por persistir en la palabra tridimensional. En verdad, de los autores de nuestros días –ya lo he dicho otras veces– tú eres el que mejor ha logrado unificar tres dimensiones de la literatura: la prosa, la poesía y la filosofía. Y lo haces, hasta el punto que uno no sabe bien donde comienza la una y donde termina la otra.
«Los besos» –podría haberse llamado también «El amor en tiempos de pandemia»–es un libro luminoso.
Nota: Sobre la literatura de Manuel Vilas ver
Fernando Mires – VILAS: ELOGIO A LA VIDA (polisfmires.blogspot.com)
Fernando Mires – VILAS, EL SER Y EL TODO (polisfmires.blogspot.com)
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