El mitin final
Rómulo Betancourt en acto público, circa 1960. Fotografía de autor desconocido ©ArchivoFotografíaUrbana
Con este ensayo, el historiador Tomás Straka concluye su serie sobre Rómulo Betancourt. Puede leer la primera entrega pulsando aquí.
Antes del 2000
El 26 de septiembre de 1981 la plana mayor de Acción Democrática llega a Nueva York. Gonzalo Barrios, Jaime Lusinchi, Manuel Peñalver, Octavio Lepage, Luis Piñerúa Ordaz, Cristóbal Hernández, Humberto Celli, Enrique Tejera y Marco Tulio Bruni Celli, entre otros, fueron directo del Aeropuerto Kennedy al Doctor’s Hospital, en unas limusinas alquiladas. Aquello era un hervidero de venezolanos. Ya el día anterior había llegado el canciller José Alberto Zambrano Velasco, Gustavo Cisneros, Carmelo Lauría, Rafael Poleo, José Rafael Revenga y Virginia Betancourt, entre muchos más. Venevisión tenía sus cámaras instaladas frente al hospital y había ubicado a un periodista en la cabina de teléfono en el piso 10. En la era anterior al Internet, con una buena conexión telefónica se hacían milagros. Es casi seguro de que todos los que trabajaban en el hospital estaban impresionados: ¿quién será ese señor en la terapia intensiva del quinto piso que es tan importante? La gravedad de Betancourt era un asunto de alto gobierno.
Luisinchi, Secretario General de AD desde marzo de aquel año y, según todas las quinielas, futuro candidato presidencial, era el indicado para hacerse una idea clara de la situación. Tenía -o al menos había tenido- licencia de médico en Nueva York, donde ejerció su profesión durante el exilio, de modo que había pocos como él para hablar con sus colegas. Fue el encargado de comunicarle a la prensa. No le da rodeos a la verdad: la situación es grave, “está descerebrado”. El Dr. Víctor Brito, traído directamente desde Venezuela en un avión de la Organización Cisneros, comentó el 27 de septiembre que el desenlace podría ocurrir en cualquier momento. En ese momento vieron a Piñerúa Ordaz y a Gonzalo Barrios enjugar unas lágrimas. Pero no era una situación para paralizarse: ese mismo día toda la dirección de AD regresaría a Venezuela. Había que preparar todo para cuando se anunciara la muerte. El 28 en la mañana se decide sacar a Rómulo Betancourt de terapia intensiva. Fue solo cuestión de unas horas, con el agonizante rodeado en la habitación por sus familiares. En la tarde, el periodista de Venevisión apostado en la cabina telefónica del piso 10 da la primicia a los venezolanos: Rómulo ha muerto.
En el país estalla el llanto y se preparan los funerales. Todo el mundo político se apresta a tributar honores, pero, como suele pasar cada vez que muere un poderoso o un rico, todos también piensan en cómo irá la herencia. Pérez ha quedado como el líder indiscutible del partido. Estaba en una reunión de la Internacional Socialista en Suiza cuando Betancourt fue internado, y se hallaba volando a Nueva York cuando murió. Al aterrizar en el aeropuerto Kennedy se entera de la noticia por parte de un periodista de Venevisión, César Messori, quien lo aborda. Como en las democracias ningún político es sacrosanto, Messori dispara a bocajarro con una pregunta sobre la rivalidad entre ambos: “Rómulo no tuvo ni tiene rivales”, es la rápida y habilísima respuesta de Pérez. No podía ser de otra manera. El funeral es siempre una tregua temporal y, además, por grandes que hayan sido las diferencias, ya uno de los contendientes ha salido de la escena.
Siete meses antes, cuando en la XXI Convención Nacional de AD Betancourt pronunció su último discurso importante (el último fue ante el Buró Sindical el tres de septiembre), lo de la rivalidad parecía estar muy claro. Leamos solo algunas frases, para demostrar cómo el padre de la democracia empezaba a tener temores y dudas que lo acercaban a los “profetas del desastre” (o en realidad lo hacían uno de ellos):
“…en Venezuela estamos viviendo, como lo ha dicho Gonzalo Barrios, quien me precedió en el uso de la palabra, ‘un momento de crisis’. Disfrutamos de una de las grandes conquistas básicas, lograda mediante la cooperación de muchos venezolanos, pero fundamentalmente, esencialmente, por la actividad de Acción Democrática. Gozamos de libertades públicas, de libertad de organización, de libertad de expresión hablada y escrita. Pero el país está viviendo, paradójicamente, teniendo el Estado los mayores ingresos fiscales de toda su historia, muchas veces más de lo que tenía cuando se inició el proceso democrático en 1959 (sic), una crisis ‘económica’ (…) En 1980, por primera vez en muchos años en la historia de Venezuela, estuvo estancada la economía. Pero hay ‘algo peor’, con ser tan grave esta crisis económica, que es una falta de fe que se ha extendido por todo el país. Una falta de confianza en el régimen democrático; y en el sector privado de la economía una actitud de manos cruzadas. No invierten, y no invierten porque no tienen fe en el sistema de gobierno que existe en el país”.
El discurso, como muchos otros de la época, fue recogido y publicado por la revista Zeta (No. 363, marzo 1981), que aguarda por un detenido escrutinio por parte de los historiadores (en este caso Naudy Suárez Figueroa dio con él y lo publicó en una antología). Las alertas de Betancourt son tremendas: la educación, señala, “es un absoluto fracaso”, cosa que, más allá de lo que tuviera de exagerado, debió serle muy doloroso para uno de los promotores de la masificación educativa. Por otra parte, puntualiza, si seguimos consumiendo gasolina a precios irrisorios “llegará un momento que no habrá dinero, divisas, para alimentar el 75 por ciento del presupuesto, porque nacionalizamos el petróleo, pero seguimos dependiendo, como de un hilo, de ese petróleo e importamos el 60 por ciento de lo que consumimos en bienes, alimentos y servicios…”. El precio, puntualiza, de los derivados del petróleo se venden internamente a unos cincuenta dólares el barril, cuando el mismo producto en el mercado internacional es de 150. No es de extrañar que el consumo interno aumente y pueda alcanzar los dos millones de barriles de petróleo (cuando el país produce dos millones seiscientos mil), lo que sería un desastre económico. Y ese aumento del consumo (es decir, el desastre o, en todo caso, su detonante) podrá ocurrir “dentro de unos años, y no del (sic) año 2000, sino antes”.
Tan grave veía las cosas que hizo un llamado a “un gobierno de concentración nacional”. Algo como lo que tuvo ante los grandes desafíos que enfrentó y conjuró durante su presidencia de 1959 a 1964. No solo la democracia, que no es poco decir, sino todo lo que los venezolanos tenían alrededor podía venirse abajo. Y no en cuestión de décadas (ese año 2000 que era una referencia para todos, aquel para el que Carlos Andrés Pérez profetizó el desarrollo y el inicio de la Gran Venezuela, el guarismo del futuro en aquellos tiempos), sino en cuestión de años, tal vez de meses. Betancourt no podía sospechar que le quedaba tan poco tiempo de vida, pero sí barruntaba que la democracia, todo el modelo de desarrollo, si no se aplicaban remedios radicales y veloces, sí podría morir muy pronto. “Yo no estoy planteando una tesis para despertar mucho entusiasmo, sin juzgar (sic) a Casandra, sin usar palabras apocalípticas, estoy usando informaciones que me vienen y que he confirmado leyendo de un informe ultraconfidencial hecho por representantes del actual Gobierno.”
El concierto que no se dio
Remata Betancourt en su discurso ante la XXI Convención Nacional: “voy retirándome de la política como me retiré de la candidatura a la Presidencia de la República, porque creo que los organismos colectivos deben renovarse con el aporte de las nuevas generaciones. Pero a los hombres de las nuevas generaciones les digo que no es credencial solo exhibir el almanaque”. Se requiere también trabajo e ideas. Era claro el puntillazo hacia el relevo que veía en el partido y en el país. De algún modo, Casandra tuvo razón. No porque no haya sido oído, al menos del todo, sino por la idea de que era urgente renovar al país, de la que era solo uno de los muchos portavoces, que llevó a la Comisión para la reforma del Estado (COPRE), en 1984; y después, en 1989, en su segunda presidencia, Pérez inició un programa de ajustes económicos, mientras en su conjunto el Estado echó a andar la descentralización y la desconcentración. Tuvo razón en que antes del año 2000 el modelo de desarrollo quebró y, más aún, para ese año ya imperaba una constitución distinta a la de 1961 y el sistema inaugurado en 1958 estaba en desmontaje.
Excede los límites de estas notas cómo se cumplieron las profecías del desastre. Los temas son muchos en este respecto: el modo en el que longitudinalmente la sociedad venezolana se opuso a los cambios en la década de 1990 (y, hay que decirlo: cambios que impulsaron la clase política a través de la COPRE o del plan de ajustes de 1989, y que la sociedad no quiso seguir, por las razones que sean), la deriva que por su parte tomaron los partidos, o gran parte de sus miembros, avalando su desprestigio creciente, la apuesta por parte mayoritaria de la sociedad por una revolución que inicialmente prometió poner las cosas como estaban antes de la debacle, lo que ya en 1981 Betancourt y muchos más decían que no era posible, los contextos de la caída de los precios petroleros y de la crisis latinoamericana de la deuda y la incomprensión, muy extendida en todos los estratos, de lo que estaba pasando. Fue una especie de tormenta perfecta la que sacudió al sistema político fundado en 1958.
Cerremos con una anécdota de aquel tiempo que se cuenta bastante: la del concierto de Queen que no se dio. Para el momento en el que murió Betancourt, el grupo se encontraba en Caracas para dar tres funciones. Ya había hecho las dos primeras (el 26 y 27 de septiembre de 1981) en el Poliedro de Caracas, cuando se decretó el duelo nacional y tuvo que suspender la tercera. Con motivo de los treinta años del concierto suspendido (que por eso es uno de los más recordados jamás de la historia venezolana) se estrenó una obra de teatro de Karin Valecillos, Vino la reina, en tanto que las redes sociales comenzaron a difundir recortes de prensa, publicidad y hasta tiquetes de entrada. Los venezolanos de la segunda década del siglo XXI quedaron muy sorprendidos de que hubiese una época, lejana y perdida, en la que artistas como Queen tuvieran a Caracas en sus itinerarios. Y así como las fotos y notas de prensa del funeral nos permiten descubrir un tiempo insospechado, al menos para muchos, otro tanto pasó con la caja de Pandora que abrió el recuerdo de Queen. Hay en ciertos círculos como una nostalgia por una era mitológica y dorada: el Príncipe Carlos bailando en un club caraqueño (por cierto, eso fue también en 1981), de Catherine Deneuve e Ives Montand protagonizando una película en Caracas, Natalie Wood prácticamente viviendo en la capital, enamorada de un empresario venezolano.
Ese cosmopolitismo era otra cara de lo que vemos en la publicidad de Resumen, en la nutrida colonia venezolana en Nueva York, y, en un plano más estructural, en el hecho de que el vicepresidente de EE. UU. dejara de hacer lo que sea que estuviese haciendo para volar de urgencia al funeral de un político guatireño; o en el gesto del Yankee Stadium, saludando como dos asistentes ilustres a un presidente y un expresidente venezolanos. Si unimos ese rostro de Venezuela -que no era el único, sino el de sus clases medias y altas, pero sí uno muy importante y modélico para los demás- con el de las más de cincuenta mil personas que lloraron a Betancourt y lo llevaron en hombros al cementerio, con la institucionalidad que asistió al funeral de Estado en el Salón Elíptico y con el universo de figuras que asistieron al Doctor’s Hospital, nos delinean muy claramente todo lo que ha cambiado en cuarenta años. Más que eso: lo que entonces, aunque no se viera bien en medio de la fiesta, estaba justo por dejar de ser.
El concierto que no dio Queen y el mitin final de Betancourt se relacionan no solo por el hecho de que las dos cosas ocurrieran por la misma razón (el duelo nacional), sino porque de algún modo son un hito, un parte aguas, o al menos el anuncio de un parte aguas, entre aquella Venezuela que fue, o creía ser gracias a los petrodólares, y la que ha venido siendo, rodando por un plano inclinado, en las siguientes cuatro décadas. Betancourt murió con la preocupación de que todo lo alcanzado por la democracia, que era mucho, se pudiera perder si no se tomaban medidas urgentes; y que eso produjera una decepción por la democracia que terminaría matándola. Podría decirse de este modo que las grandes promesas de la democracia terminarían como el último concierto de Queen, es decir, como la esperanza de algo muy bueno, la posibilidad de estar a la vanguardia del mundo, pero que, al final, se descalabra por una dura circunstancia nacional. Ese peligro es lo que de forma más patente nos dice hoy aquel mitin final de Betancourt.
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Los pormenores de la muerte y el funeral de Betancourt los hemos tomado de Samuel Robinson, Los últimos días de Rómulo Betancourt (Caracas, Ediciones Revista Zeta, 1982).
El discurso de Betancourt ante la XXI Convención Nacional de AD aparece en Naudy Suárez Figueroa (Comp.), Rómulo Betancourt. Selección de escritos políticos, 1929-1981 (Caracas, Fundación Rómulo Betancourt, 2006).
Quiero expresar mi agradecimiento a Mari Montes por el dato del enorme fanatismo de Betancourt por los Leones del Caracas. Fanatismo que, me informa, comenzó en los 40 por el Cervecería Caracas BBC.
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