2022: recuperación económica y desigualdad
POR Omar Zambrano
PRODAVINCI 09/12/2021
Este es el tercer texto de una serie de artículos en la que varios economistas venezolanos expondrán sus perspectivas sobre la economía venezolana en 2022 (#Economía2022). Omar Zambrano es economista jefe de ANOVA Policy Research, graduado de la Universidad Central de Venezuela y con maestría en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard. Es profesor en la Universidad Católica Andrés Bello.
Para hablar sobre la Venezuela de 2022, he decidido hablar sobre desigualdad. La razón es simple: la desigualdad en Venezuela, para usar un término canónico, es el verdadero signo de los tiempos. Me parece, además, que seguirá siendo así en el futuro cercano y que eso conlleva riesgos que conviene discutir.
Dice Branko Milanovic que hay desigualdades buenas y malas. Hay unas, las deseables, que son consecuencia de esfuerzos o talentos diferenciados y es natural que la gente más productiva o laboriosa tenga más; de hecho, esto debe ser fomentado por las políticas. Pero hay otro tipo de desigualdad que es inadmisible, aquella ligada a características innatas de los seres humanos: raza, género, religión, orientación sexual, lugar de nacimiento o conexiones políticas de la familia. Ese es el tipo de desigualdad que hay que combatir y no solo por razones éticas, sino porque es tremendamente improductivo para la sociedad privarse de los talentos productivos de una parte entera de la población (los excluidos).
En estos días de finales de 2021 no hay frase que haya suscitado más polémica que la frase “Venezuela se arregló”. Unos la usan como arma arrojadiza contra los que se fueron, para echarles en cara de lo que se perdieron y los otros la usan con piquete sarcástico para señalar que una parte de la población subsiste en condiciones degradantes. Ambos sufren del sesgo de juzgar por lo observado en su entorno y, en ambos casos, pierden la imagen panorámica de la economía venezolana. ¿Venezuela se arregló? No, bueno, sí, para algunos, todavía muy pocos y, bajo el actual estado de las cosas, sin posibilidades de que sean muchos más. Sobre eso va este texto.
Venezuela es una economía fracturada. La dolarización transaccional y el ambiente de “libre mercado” para el emprendimiento y de “libre comercio” para la importación de bienes terminados han producido un “renacer” de las actividades de comercio y servicios orientados al consumo final. La mayor disponibilidad de bienes de consumo es notoria e inocultable. Una parte de la población, la que tiene acceso a ingresos en divisas, está consumiendo más y, a más consumo, más bienestar, como uno aprende muy temprano en la escuela de economía.
El detalle está en que, en esta etapa del Laissez-faire bolivariano, es cierto que se está recuperando incipientemente el consumo, que hay más cosas disponibles para consumir y que una parte de la población puede consumirlas, pero el sistema cojea de una pata, la parte faltante de la ecuación: la producción. Otra cosa que le enseñan a uno muy temprano en economía es la noción de circuito macroeconómico, aquello de que la producción se transforma en el ingreso de trabajadores y empresarios, que éste alimenta el consumo y que el consumo, entonces, alimenta la producción. Es aquella máxima de J.B. Say, de que toda oferta crea su propia demanda.
Uno escucha que en Venezuela hay mucha gente emprendiendo, echándole pichón y haciendo cosas chéveres, y es cierto. Hay gente aprovechando oportunidades y trabajando duro. Uno ve gente vendiendo de todo, micro tiendas, tiendas por Instagram, tiendas chicas, medianas y hasta grandes comercios. Lo que uno no ve es la inauguración de líneas de producción, la apertura de una nueva planta o la llegada de inversiones extranjeras directas, la reactivación del aparato industrial o la recuperación del sector petrolero, metalúrgico o agroindustrial. Esa es la fractura fundamental del circuito económico venezolano.
Este “renacer” de la economía venezolana y el bienestar que ha producido el rebote parcial del consumo no tiene una base ancha. La razón es sencilla: la importación y comercialización de bienes de consumo final, de la aduana a su mesa, deja algo en el camino, produce una capa de emprendedores, produce algo de empleo urbano en actividades de comercio y servicios, algo se derrama al resto de los sectores, pero hasta ahí. Algunos, los menos, logran insertarse a estas actividades como empleados o emprendedores. Otros logran insertarse solo como consumidores, gracias a las remesas o a los ahorros externos. El resto, la mayoría, logra rasguñar algunos pocos dólares; están excluidos. Esta es la Venezuela donde la Crisis Humanitaria continúa.
Ya tenemos evidencia empírica de microdatos representativos de los ingresos laborales de los hogares venezolanos y que forman parte de un reporte por salir. Comparto tres cifras para ilustrar algunas de las exclusiones que caracterizan a la Venezuela actual:
- Poca gente participa en el mercado laboral: en Venezuela, solo el 53,8 % de las personas entre 15 y 64 años participa en el mercado laboral. Esta sería, por mucho, la tasa de actividad laboral más baja de toda la región e implica que unos 8,8 millones de adultos en edad productiva no generan ingresos autónomos y están en situación de dependencia.
- Los ingresos laborales han mejorado pero siguen siendo muy bajos: para aquellos que sí están trabajando, la situación ha mejorado marginalmente, pero, en promedio, los ingresos laborales en dólares siguen siendo bajos. Cálculos preliminares indican que el ingreso laboral promedio de los venezolanos se ubica entre 45 y 50 dólares mensuales, con una gran heterogeneidad de acuerdo con el sector que se mire, incluyendo millones de venezolanos adscritos al sector público que ganan mucho menos que eso.
- Las remesas ayudan, pero no tanto como se cree: de acuerdo con cifras preliminares, el 15,3 % del total de familias venezolanas dice que recibe remesas y que estas alcanzan, en promedio, entre 20 y 30 dólares mensuales. Es importante entender que este promedio esconde gran heterogeneidad, con los hogares menos vulnerables y urbanos recibiendo, en promedio, cinco veces esta cifra.
Las tres cifras anteriores ilustran bien el caso Venezuela: se ha creado una isla de consumo y bienestar relativo, pero no todo el mundo tiene acceso, no todo el mundo emprende, no todo el mundo puede insertarse laboralmente y no todo el mundo puede consumir con lo que le mandan sus familiares del exterior. Algunos pueden, otros no. Esa es la Venezuela de 2022, una economía que muestra signos de recuperación parcial, limitada a algunos sectores y actividades, y que está mostrando brechas de profunda y creciente desigualdad. Sobre eso también hay evidencia.
Dice Milanovic, en otro de sus magníficos textos sobre el tema, que uno de los efectos más perversos de la desigualdad es que tiende a perpetuarse a sí misma a través de los sistemas políticos. El argumento es simple: las élites beneficiarias de los sistemas excluyentes tienden a financiar representaciones políticas que le garanticen el mantenimiento del status quo, es decir, la desigualdad crea las bases políticas para su permanencia. Piense el lector en este argumento, piense en lo que el argumento implica en términos de la Venezuela de finales de 2021, de la identidad de la nueva élite económica emergente y sus ramificaciones políticas, piense en lo que esto significa para el futuro de la democracia. O mejor, no pensemos en nada de eso y tratemos de tener una feliz Navidad y un feliz año 2022.
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