Las plagas del 9 de Abril
Ángel Galeano Higua EL PEQUEÑO PERIÓDICO, 12-4-2022
Con sus cascos metálicos y fusiles al hombro se apoderaron del potrero donde los obreros acostumbraban jugar al fútbol los domingos. Antes del amanecer las siluetas camufladas y sigilosas levantaron sus tiendas de campaña y encendieron fogatas entre el Fucha y las casas de tapia pisada. A las primeras del día corrió la voz en el barrio de que la tropa había llegado para protegerlos. Es lo menos que debe hacer un gobierno católico para con el barrio de Dios, dijo Quimérico Núñez. Al mediodía y con el anuncio de un cielo cargado, la delegación del Círculo de Obreros se apresuró a visitar al comandante para darle la bienvenida. Llevaron los agradecimientos en forma de papas saladas y gallina sancochada, yuca sudada y pico de gallo salpicado de ají. No alcanzaron a entregar la ofrenda cuando se enteraron de que no había nada que agradecer, que la tropa estaba allí para custodiar el acueducto de Vitelma, el edificio de la Imprenta Municipal y, sobre todo, la fábrica de municiones de San Cristóbal. ¡Soldado!, gritó el comandante, ¡lleve el mecato que nos trajeron de regalo y entrégueselo al cocinero! Tres ollas, tres viajes… Tenemos orden de disparar contra cualquier merodeador. El comandante los miró sin parpadear. Al que asome las narices se las aplastamos. Encapotadas figuras montaban guardia bajo el aguacero que se vino de sopetón. Sobresalía el bultito alargado de los fusiles bajo los capotes de caucho. Los delegados regresaron decepcionados (se perdieron las papitas y la gallinita y la yuquita), dejaron atrás las tiendas de lona que cuchicheaban temblorosas bajo el chiflón que se desgajaba del páramo de Cruz Verde. Agua venteada, malos augurios.
El torrente cayó como si quisiera apagar las llamas que a lo lejos devoraban el edificio de la Gobernación, el Palacio de Justicia y los alrededores de la Plaza de Bolívar. Lenguas gigantescas saltaban de un lado a otro, se tragaban los almacenes ya saqueados de la carrera séptima, las ferreterías, engullían las destrozadas oficinas de los periódicos, retorcían el tranvía, carbonizaban las iglesias, arrasaban manzanas enteras. En aquella orgía, danzaba el animal salvaje, el delirio escarbaba en el corazón de los bogotanos, alguien vio que de entre los escombros surgían hordas de extraterrestres que se comían a los muertos. Prohibido hablar de eso, Marianito, censura total. Titulares al cajón. El torrente seguía. Preferible decir que una vieja desdentada y harapienta iba por la séptima riendo a carcajadas. O que un hombre de piel negra temblaba detrás de la estatua de Bolívar. Cualquier cosa, menos de los lunáticos.
Con el humo y los saqueos brotaron mil cosas inefables y aterradoras. Aparte los zombies comehombres, oleadas de piojos, pulgas, ratas y otras sabandijas huyeron hacia la periferia, hacia los barrios, hacia Villa Javier, el primer barrio obrero construido bajo la férula del cura español Jota María Villafarde. Cuadrícula de ciento catorce casas y una carbonera, un gran edificio blanco de dos pisos junto a la plazoleta, una capilla, agrupado todo como un proyecto de barrio celestial, cinco manzanas rodeadas por una reja de hierro forjado empotrada sobre una base de piedra y sostenida por columnas también de piedra extraída del río Fucha y transportadas en carretas tiradas por caballos. Hileras de árboles al norte, por El Aserrío, mansión llena de misterios y leyendas: que fue casa de descanso del Virrey Solís, que polvorería de gran calado, que aserrío, que correccional para muchachas casquivanas pero desprotegidas, que convento de monjas… Un bosque de eucaliptos cerraba al oriente. La reja pretendía mantener a raya las tentaciones mundanas, que no entrara el pecado en la villa, proteger la santa paz soñada por el jesuita español. Verja engarfiada contra el demonio de la carne y el ateísmo. Pero para los jóvenes juerguistas y enamorados aquello era pan comido. La saltaban hacia un lado y hacia el otro. De nada servía el enrejado, y menos para defender al barrio de la triple plaga que huía del centro de la ciudad: piojos, pulgas y ratas que se colaban a saltitos en el “barrio de Dios”.
En su afán delirante, los villajavieranos perseguían pulgas día y noche, las destripaban entre las uñas hasta agarrotarse los dedos. De las ratas se defendían con palos y piedras, les tendían trampas con pan envenenado y vidrio molido, las espantaban con el fuego de teas hechas con trapos empapados de petróleo. A veces, los soldados extenuados, irritados, hambrientos y asustados con la torturante rasquiña, y tanta rata acechándolos y mordisqueándoles las botas y las correas de los fusiles, las correteaban empujándolas hacia el río.
Este fue el inesperado desorden que trajo al barrio el asesinato de Gaitán. Los odios fratricidas fueron inferiores a las plagas. Al enterarse del magnicidio, Horacio fue hasta la casa de Mardoqueo Navarro, el gaitanista, para estrechar su mano y presentarle las condolencias. Era mucho para esos godos, le dijo. Mardoqueo estaba pálido. Olvidémonos de las máquinas que les prometí para desviar el río, parecía decir con su pasmo.
Muy despacio, los soldados pasaron revista a sus tiendas de lona. Se les veía el cansancio de la noche, la pesada tarea de sofocar a la turba, de proteger los edificios públicos y esquivar a los francotiradores encaramados en los campanarios: esos que olían a incienso, se echaban la bendición y disparaban. Horacio veía en los reclutas el recelo y la sangre inyectada en su mirada triste de autómatas. Sabía que otros iguales a éstos (¿o serían los mismos?) parapetados en los tanques, habían disparado contra la multitud en la Plaza de Bolívar. Soldados idiotizados por las órdenes de sus superiores, la mar de sangre y mutilación, ahora se distribuían: unos revisaban las carpas en el potrero, otros recorrían el barrio de puerta en puerta pidiendo comida: papitas sumercé, gallinita por lo que más quiera, bollitos de maíz, ¿no habrá guarapito, paisano? Defender la patria produce hambre. Y sed. También miedo y fatiga y confusión. Y ganas de salir corriendo, sino fuera por la ley de fuga. Otra papita, madrecita, y un tris de ají, aquí, encima de la yuquita. Parece papa pastusa, pero es tocarreña. Almidón que da la tierra. No tire los huesos por ahí, soldado, más bien déselos a los canchosos que tiene detrás.
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Tomado de No miraré su rostro, Edit. Eafit.
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