El rostro de la infamia
La enfermedad del poder, es capaz de asesinar sin excusas. Sobre todo, cuando se desentiende de las realidades que lo circundan. No atina a reconocer el momento en que las circunstancias despliegan sus mañas para asfixiar libertades y derechos.
Es el problema que abruma a quien, en el ejercicio de la política, insiste en imponer su creencia o presunción al margen o a contracorriente del equilibrio que establece la multiplicidad de ideales bajo la forma de pluralidad.
Vale este preludio en el contexto de una situación en la que el poder político pareciera exceder sus límites de dominio, ascendencia y potestad. Particularmente, en un contexto en que las estructuras de poder, muestran una agudización de las consecuencias en que sus influjos incurren. O que sus hegemonías violentan.
Sobre todo, al momento de jugar al papel que les confiere la alegoría de “ordenar” hechos en medio del libre albedrío. Que es donde y cuando se impone el poder en términos de sus fuerzas. Ese ámbito de reveses, defraudaciones y contradicciones, precisamente es Venezuela. O lo que queda de ella.
Su tránsito hacia el agravamiento de problemas como los suscitados bajo la crisis energética que viene castigando al país, entre otras de igual contundencia, pone de manifiesto la gestión de un régimen autoritario. De un régimen político bajo cuya opresión y represión, se maneja un poder que se pasea por agresiones, vejámenes y tropelías.
Esto explica la gravedad de un país que, en otrora, demostró operar eficientemente el sector energético nacional. Fue referencia del crecimiento alcanzado. Así, Venezuela vivió oportunidades que la llevaron a exportar electricidad y combustibles. Lo cual hizo que el país sintiera sus fuerzas productivas. Y que se viera el incremento de la calidad de vida del venezolano.
La ignorancia contra la Historia
Entrado el siglo XXI, el país comenzó a dar tumbos que ocasionaron crudos golpes a su economía. Todo sucedía en medio de posturas económicas falsas y compromisos políticos flojos. Así, se lesionó lo que su desarrollo habría procurado. El país estaba viéndose nefastamente intervenida por la acción de un poder político que no razonaba los porrazos que sus actores políticos y económicos le infringían. Era señal de un ignorancia atrevida.
Así comenzó la infamia a rondar los senderos que, el ejercicio de una política que pecaba de deshonesta, incluso hasta hoy.
Desde la posición que asumió el debutante régimen militarista, iniciando 1999, fue fácil manejar el problema energético. Los regímenes políticos precedentes lograron instalar un sistema eléctrico no sólo extensivo. También, funcional dada la eficacia del suministro y generación del fluido eléctrico el cual provenía de un importante conjunto de plantas termoeléctricas e hidroeléctricas que habían comenzado a construirse en la década de los sesenta del siglo XX.
Pero diez años después de 1999, el país comenzó a demandar mayores niveles de electricidad que rebasaban los existentes. Para ese tiempo, sonaron las primeras alarmas de una crisis energética en ciernes.
La sequía producida por el fenómeno del Niño, acaecida durante ese mismo año, había puesto al descubierto sumas carencias respecto de las necesidades energéticas que comenzaba a padecer el país. No obstante, la corrupción se aceleraba. Dejaron de ejecutarse valiosos planes de inversión requeridos por el desgaste y deterioro que comenzaba a notarse. Especialmente en obras del tamaño que mostraba el sistema hidroeléctrico del Caroní.
Ese sistema eléctrico, se había diseñado para aportar 17 mil megawatios. Pero la ineptitud, la falta de gerencia, la desorganización y la inoperancia, actuaron como factores retardatarios y sectarios. El régimen se valió del proselitismo político para desviar la atención en torno al problema que enardecía nacionalmente en todo su alcance.
¿En ruta hacia el anti-desarrollo?
Empresas de electricidad, como Cadafe, La Electricidad de Caracas, La Electricidad del Yaracuy, con plantas generadoras y aprestos operacionales, y una vasta red de efectivas suministradoras y generadoras de energía eléctrica, diseminadas por el país, no bastaron para cubrir los problemas que para entonces surgieron.
La crisis energética siguió agravándose. Quiso resolverse con un enfoque político-partidista. Pero sólo la exasperó y exacerbó. A partir de ahí, el rostro del país fue afeándose lo que motivó que Venezuela vagara por el camino de la decadencia.
Hoy, la situación eléctrica nacional adquirió la forma de un espantoso tornado cuyo vórtice ha engullido cuanto ha podido. Siempre, demostrando la avidez que caracteriza la corrupción administrativa que, desde entonces, ha descalabrado al erario público.
Actualmente, Venezuela ha alcanzado una situación de crisis de inimaginables resultados. Sus efectos arrasaron con un parque industrial que cimentaba importantes programas de desarrollo nacional.
Todo, por la desatinada razón de ejecutar un socialismo absurdo convencido que el “Estado debe ser propietario de cuantos medios de producción sea posible(…)”.
Ahora Venezuela funciona a duras penas. De apagón en apagón, de caída de tensión, en caída de tensión. De problema, en problema. Tantos desmanes, reclinados sobre la indolencia, ignorancia y resentimiento de quienes actúan mofándose de la institucionalidad.
No conforme con inducir tan serios problemas, el artificioso socialismo “bolivariano”, consiguió osadas razones, aunque inconsistentes todas, para taponar haber convertido un país petrolero en un mendicante de gasolina, alimentos y medicamentos. Sus furibundos gobierneros y aduladores de oficio, dañaron sistemas industriales.
Ahora, no tienen idea alguna de cómo reactivarlos. Aunque consiguieron la excusa: Que todo ha sido culpa de las sanciones del imperio norteamericano
La degradación de valores que infundió el régimen desde su arribo al poder, consistió en hacer que cualquier desgracia que ocurriera como resultado de la gestión política ejercida, se hiciera costumbre en los venezolanos. Más, al vivir entre múltiples escollos que han permitido advertir, cómo y cuál es el rostro de la infamia.
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