San Luis había querido morir un sábado y María le concedió esta gracia: fue el sábado 25 de agosto cuando lo recibió y lo coronó en el Paraíso. El Papa le había dirigido previamente esta hermosa carta: “Dios, a quien obedecen las legiones celestiales, habiendo establecido aquí abajo diversos reinos según la diversidad de lenguas y climas, ha conferido a gran número de gobiernos misiones especiales para la realización de sus designios. Y, como en la antigüedad, prefirió la tribu de Judá a la de los otros hijos de Jacob y, como le otorgó bendiciones especiales, así escogió a Francia con preferencia a todas las demás naciones de la tierra para la protección de los católicos, la fe y la libertad religiosa. Por eso Francia es el mismo reino de Dios y los enemigos de Francia son los enemigos de Cristo. Por eso Dios ama a Francia, porque ama a la Iglesia que atraviesa los siglos y recluta legiones para la eternidad. Dios ama tanto a Francia, que ningún esfuerzo ha podido separarla completamente de la causa de Dios. Dios ama a Francia, donde en ningún momento la fe ha perdido su vigor, donde los reyes y los soldados nunca han dudado en hacer frente a los peligros y en dar su sangre por la conservación de la fe y de la libertad religiosa” (carta del papa Gregorio IX al rey san Luis, escrita en 1230). Esta carta fue recordada por el papa san Pío X el 13 de diciembre de 1908, durante la beatificación de Juana de Arco. Fue recibida con santo fervor por un gobierno anticlerical, reunido para la ocasión en la Basílica de San Pedro, en Roma. La Francia actual está lejos, lejos de corresponder a lo que exige el hermoso título de Hija Mayor de la Iglesia que le confirieron los romanos pontífices. Pero, ¿podría María, nuestra Madre, abandonar a su suerte a una sola de sus hijas entre las naciones? Recordemos también la profecía de san Pío X precisamente sobre la hija mayor: "Sus faltas no quedarán impunes, pero nunca perecerá, hija de tantos méritos, de tantos suspiros y de tantas lágrimas" (san Pío X, 29 de noviembre de 1911). |
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