viernes, 26 de agosto de 2022

Giannina siempre acompañó a su hermana

 Las hermanas Elvira y Giannina Gómez fueron la noche 15 de junio de 2018 a una fiesta de prograduación en el Club Social El Paraíso. Estaban bailando cuando se vieron envueltas en una nube de gas lacrimógeno. Confundidas, trataron de huir; pero antes de cruzar la puerta de salida, quedaron atrapadas en una estampida. 

 

Giannina siempre acompañó a su hermana

ENE 18, 2020

FOTOGRAFÌAS: VALERIA PEDICINI

 

Elvira camina, respira, siente paz. A su alrededor solo hay naturaleza. Y la tranquilidad de ese bello prado, que se extiende hasta el infinito, la invita a andar en su verdor sin pensar en nada más. A lo lejos divisa a una niña alegre, radiante. Giannina, su hermana, revolotea entre las flores y la incita a disfrutar de aquel edén al que juntas entraron. 

La luz del sol se posa sobre su piel. Es tenue. Elvira observa aquella maravilla y se deja llevar por el mismo espíritu que arropa a su hermana. Corre con energía, la sigue, sonríe. Se detiene. Pero Giannina entra a una cabaña, da la vuelta y dice adiós. 

Despierta. 

Una luz fluorescente le golpea los ojos. No camina, le cuesta respirar, no siente paz. 

Elvira está postrada en una cama rodeada de cables y conectada a muchas máquinas. Tiene miedo, está confundida. Una horda de batas blancas intenta detener las patadas que con fuerza lanza. No puede hablar; pero, entre el tumulto, le parece ver a Giannina. 

Quédate tranquila, Elvira. Mamá ya viene.

En ese momento, otra voz roba su atención. Abre sus grandes ojos negros y advierte la presencia de su madre en la habitación

—Elvi, ¿me conoces? —pregunta Austria Suárez.

Elvira no puede hablar y agitando la cabeza le da un sí a su madre como respuesta.    

—Elvi, Elvi —repetía—, ¡cálmate! Cálmate o te van a amarrar, a sedar. 

Pero ella está desesperada y no logra calmarse. Las patadas son su respuesta a una situación en la que se siente indefensa.

Duerme. 

En la sala de terapia intensiva de la Clínica Loira, en Caracas, Elvira Gómez vuelve a abrir sus ojos. Observa a su alrededor, llora, escucha. Es viernes por la mañana, pero ella no lo sabe. Se angustia, aunque le digan que se calme; solloza, aunque le digan que todo está bien; lanza patadas, aunque la amenacen. Un sueño inducido le gana la batalla otra vez. 

 

Por 48 horas más, la escena se repitió como un leitmotiv.

Elvira no hablaba, pero había mejorado. Ya era lunes por la mañana. Los médicos decidieron sacarla de la terapia intensiva y dejarla hospitalizada por tres días más. El periplo fue el mismo. Tenía ansiedad. Lloraba, su mamá lloraba, su papá lloraba. Dio pequeños y lentos pasos. Le extrajeron el traqueostomo que le habían puesto. Respiró. 

Fuera de peligro, le dieron orden de alta. 

En una silla de ruedas, avanzaba hacia la salida del centro médico entre aplausos, sonrisas, bendiciones y llanto. Los abrazos iban y venían, los besos se tatuaban en su piel. Los rostros de aquellos extraños trabajadores del lugar la despedían como si fuera una celebridad. Había globos. Familiares y amigos celebraban su salida. 

Su alta despertó la alegría en aquellos que la daban por perdida.

Elvira no comprendía la razón del alboroto. Su memoria no le regalaba ninguna pista. Había suprimido el recuerdo de aquella fiesta llamada The Legacy, en el Club Social de El Paraíso, en la que una bomba lacrimógena la dejó inconsciente. Y que casi la mata. 

La noche del 15 de junio de 2018, un conjunto verde vestía el delicado cuerpo de Elvira Gómez. Su cabello negro, corto y alisado, caía sobre su cara. Estaba sutilmente maquillada. “Es viernes y el cuerpo lo sabe”, quizá pensó mientras se arreglaba. 

Elvira asistiría, junto a su novio y un amigo del trabajo, a una fiesta de prograduación para divertirse un rato. La única condición que le pusieron en casa era que cuidara a Giannina, su hermanita. Una hora y media les bastó para ponerse bellas. Giannina, futura quinceañera, alta y de atlético cuerpo, lucía un jean con una blusa rosa. Sus risos rebotaban sobre sus hombros. 

A las 11:00 de la noche la música estaba activa. Bailaron. Bailaron mucho. Tecno, merengue, bachata y reggaetón. Y el tiempo se diluía entre esas melodías, y ellas se diluían en el tiempo.  

En un momento, Elvira y Giannina hicieron una pausa para ir juntas al baño, atendiendo la orden que les habían dado en casa de jamás separarse. En algún punto notaron que unos muchachos tenían una discusión; no le dieron mayor importancia. Salieron del baño y continuaron bailando.

De repente, un humo comenzó a esparcirse por el lugar mientras botellas volaban por los aires. No eran efectos del Dj, mucho menos de los organizadores de la fiesta: era la señal de que algo estaba por salir muy mal. La espesa neblina era gas lacrimógeno que se propagaba sin cesar. No tardaron en intentar escapar del lugar; pero entonces se encontraron en medio de una estampida que se abalanzó hacia la salida más cercana. 

Elvira puso a Giannina adelante, para que pudiera huir primero del peligro. Pero ya era muy tarde. Dos jóvenes cerraron la reja que conducía a la salida del club, y con armas en la mano amenazaban con matar a quienes quisieran huir. Se oían gritos, sollozos, súplicas. Los hombres se reían y lanzaban insultos.

Los jóvenes, envueltos en el gas picoso, se desesperaban más y más. Tosían, tosían, tosían. Nadie entendía que pasaba. Elvira intentaba calmarse, y empujaba entre la multitud para escapar. Empujaba para salvarse ella, para salvar a su hermana. Empujaba, pero el humo podía más. Se desmayó. 

En casa, no veía a Giannina, pero sí la sentía. Su madre le informó que la había enviado al hogar de su mejor amiga en la Colonia Tovar. No lo entendía. Las horas se convirtieron en días, y los días en semanas. Poco a poco Elvira se iba recuperando: caminaba, comía y con mucho esfuerzo, hablaba. 

Al verse herida y sin saber el porqué, insistió en saber lo que le había pasado. Su médico le explicó que no fue un desmayo en el metro lo que la había conducido a ese estado —como le había dicho su mamá–, sino la explosión de una bomba lacrimógena en aquella fiesta a la que había ido. Después siguió preguntando a otros jóvenes que estuvieron allí esa noche, y le contaron que lo que originó todo fue una discusión en el baño de hombres. Que supuestamente los hombres intentaban ejecutar un robo masivo. Que los encargados del lugar intentaron mediar; pero el conflicto terminó en insultos, amenazas y botellas rotas. Que entonces alguien activó una bomba monofásica.

 Y que murieron 19 adolescentes. 

Mientras oía tantas versiones, fueron llegando a su mente recuerdos, como estrellas titilantes en el cielo. 

 

De nuevo en casa, rompió el silencio. 

—Tú no me quieres decir dónde está Giannina. Ella nunca se ha separado de mí. 

Elvi, te tengo que contar algo dijo Austria. Giannina falleció. Murió en esa fiesta. 

En ese momento a Elvira le sobrevino una crisis. Comenzó a gritar. 

—Mentirosa, mentirosa, déjame sola, déjame sola.  ¿Por qué ella? ¿Por qué mi hermana?

La ropa de Giannina pasó en cuestión de segundos del closet al piso. 

Al cabo de un rato, Elvira regresó a la calma. 

—Cuando me dijiste que Giannina había muerto no lo podía creer porque ella había estado todos esos días en la clínica —le dijo a su madre. Entramos en una pradera bonita: tenía flores, árboles, montañas. Y Giannina corrió como si ella conociera ese sitio, entró en una cabaña y ahí se despidió. 

A Elvira no le pareció un simple sueño. Lo sintió real. Tan real como su presencia en aquella sala de terapia intensiva, cuando reaccionó 12 días después, donde le habló y tranquilizó. Tan real como el recuerdo de ella viéndose en la entrada de la emergencia en una camilla y Giannina en otra. 

—Siempre estuvo conmigo, siempre estuvo a mi lado. 

Elvira no puede recordar qué ocurrió luego del desmayo. En su afán por entender lo que había pasado, acudió a Santiago, su novio. Él se encontraba con ellas esa noche y sabía que él fue quien las sacó del salón de fiesta. 

Aunque Santiago también se desmayó, pudo sobreponerse al efecto del gas. Cuando abrió los ojos se halló en el piso, al lado de una pila de cuerpos que reposaba unos sobre otros. Presume que estuvieron un buen rato ahí encerrados. Aun mareado, buscó a Elvira y Giannina. La primera estaba bajo unos cuerpos que parecían sin vida; y Giannina estaba en el piso, sin tantos cuerpos encima. 

Tenía que sacarlas cuanto antes a ambas, pero no podía con las dos al mismo tiempo. Elvira, debajo de tantas personas, no reaccionaba. Le quitó los cuerpos de encima, la tomó en sus brazos y salió del club para dejarla en un lugar seguro. Volvió por Giannina, pero al salir del lugar notó que parecía estar inconsciente. 

Llamó a los familiares. José Gómez, el papá, llegó al llamado “Club Los Cotorros”, con dos sobrinos. De inmediato las subieron al carro y arrancaron. 

La primera parada fue en la Clínica Amay, centro donde no les brindaron atención. La segunda parada fue en el Hospital Militar, donde tampoco las atendieron. La última parada fue la Clínica Loira. Elvira no había dejado de convulsionar en todo el trayecto y se había orinado. Giannina ya no tenía signos vitales.

 

Elvira cree en Dios. Dice que si él no existiera ella no estaría aquí. Tiene fe, mucha fe. Su despertar se considera un milagro: había llegado en un estado tan crítico que los médicos aseguraban que llevarla a terapia intensiva era “conectar a un muerto”. Y si vivía, la daban por vegetativa. 

Todo lo superó.

A su hermana la extraña. Peleaban mucho, como tantos hermanos; pero hacían todo juntas. Eran muy unidas. Hay momentos en los que no se halla. Hay momentos en que se tortura pensando que falló en su responsabilidad. Todavía se siente incompleta. ¿Por qué Giannina tenía que cruzar ese umbral? Se consuela pensando que quizá Dios la necesitaba a su lado en un nuevo coro de ángeles; que tal vez su misión en la tierra ya estaba completa.

Elvira había olvidado cómo pronunciar palabras, cómo escribir. Después de tres meses de terapia física, ocupacional y de lenguaje, fue recuperando habilidades. 

Aunque en principio las heridas parecían sanar, la exposición dejó su tráquea afectada. A finales de 2018, no podía respirar. Un examen determinó que tenía 80% de la tráquea obstruida y dos de los anillos que la componen quemados por el gas. No podría desarrollar actividades básicas. En marzo de 2019, la obstrucción alcanzaba el 90%. Por eso le incrustaron una vía respiratoria en su garganta que permite que el aire entre y pueda fluir hacia los pulmones. Ahora respira. Disfruta de poder respirar, de poder caminar, de poder subir unas escaleras, de poder dormir, de poder descansar de verdad. 

Desde aquella noche, el número 12 tiene —para los Gómez Suárez— una carga emocional.

Doce fueron los días que Elvira estuvo en terapia intensiva, padeció 58 convulsiones y fue sometida a una traqueostomía para que no se asfixiara. 

Doce también fue el número con el que la policía científica identificó a Giannina como víctima mortal de la tragedia.

 

John Green, en su novela Bajo la misma estrella, escribió: “Perder a la persona con la que recuerdas las cosas que viviste es como perder la memoria, como si las cosas que hicimos en nuestras vidas fueran menos reales e importantes de lo que habían sido antes”. 

A través de esta lectura, Elvira encontró una conexión con su hermana; le permite sentirla cerca, aunque se encuentre tan lejos; le permite sentir la complicidad de que aún hay algo más que ambas comparten. 

Pero, para no restarle importancia a su nueva vida, a esta oportunidad que Dios o el azar le dio para vivir, Elvira invierte su tiempo en actividades que le ahogan la tristeza. Mientras en las redes, a diario, imprime su memoria en una nueva foto de Giannina que publica para sentirla viva. Y repite su lema: “Vivir un día a la vez”.


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